IBSEN MARTINEZ
Cuatro de los buques de la flota de
tanqueros llevaban, con coquetería característicamente venezolana, el
nombre de una de nuestras exreinas de belleza. Hace 15 años, el tanquero
bautizado como Pilín León (Miss Mundo 1981) fondeó justo en medio del
canal de navegación que permite transportar el crudo desde los
terminales de embarque de la costa oriental del Lago de Maracaibo a las
refinerías del mundo. Corrían los primeros días de diciembre de 2002.
Al desafiar las estrictas normas que
rigen la navegación de altura en aguas del lago, aquella acción mostró
la resolución de la alta gerencia y la mayoría de los mandos técnicos de
Petróleos de Venezuela (PDVSA) declarados en huelga. Se proponían no
cejar en su enfrentamiento a Hugo Chávez y todo lo que sus políticas
desaforadamente estatistas traerían luego consigo.
La insubordinación de aquel tanquero no
fue la única muestra de rebeldía de los huelguistas, pero sí la que
mejor inflamó el ánimo de la gran masa opositora venezolana. Aunque
muchos políticos de oposición juzgaron como impacientes y “mal
aconsejadas” aquellas acciones, lo cierto es que toda la Venezuela
demócrata se solidarizó con los petroleros. La huelga, sin embargo, no
logró a la larga sus propósitos y languideció hasta llegar a su fin, en
algún momento entre febrero y marzo del año siguiente.
Es ya un tópico de politología pop
afirmar que Venezuela se jodió el lunes 27 de febrero de 1989, día en
que estalló una inopinada ola de sangrientos motines y saqueos: el
Caracazo que anunció el principio del fin de nuestro Estado social de
derecho.
Yo tengo para mí, en cambio, que el
país se jodió el día de abril de 2003 en que Hugo Chávez despidió, en
retaliación y de un plumazo, a 17.871 altos gerentes y técnicos de alto
desempeño, crema y nata de la petrolera estatal, su cerebro. Hablamos de
casi la mitad de los trabajadores que la empresa empleaba por entonces.
No hay en el mundo corporación alguna, petrolera o no, que pueda
sobrevivir a tal hecatombe. ¿Qué pudo dictarle a Chávez semejante
despropósito?
Sobre muchísimos motivos políticos
destaca el resentimiento, ese motor universal. El mismo cegador
resentimiento que llevó a millones de venezolanos, seguidores de Chávez,
a aprobar jubilosamente aquel acto a todas luces suicida.
Un pensador venezolano, Luis Pérez
Oramas, discierne en el sujeto populista un singular desprecio por toda
jerarquía del saber y competencia. Chávez fue claro ejemplo de ello: una
y otra vez declaró que con aquellos despidos salvaba a nuestra
industria petrolera “de las garras de la meritocracia”. Con ello
escarnecía uno de los valores más caros a la élite petrolera que lo
desafió.
La meritocracia hizo posible,
justamente, que PDVSA llegase a ser, a fines de los años 90, una de las
primeras transnacionales petroleras del mundo, en términos de desempeño y
rentabilidad. Hoy, solo tres lustros más tarde, con una metastásica
nómina de 150.000 trabajadores, PDVSA es una empresa por completo
destruida.
Chávez, sin embargo, logró infundir en
los suyos la idea de que la meritocracia petrolera no era sino un
excluyente mito de la burguesía apátrida y racista, forjado para
asegurar a un puñado de arrogantes burócratas bipartidistas y proyanquis
el control de los recursos petroleros.
“No necesitamos esas lacras”, se le escuchó decir al presidente eterno en uno de sus shows televisivos.
Chávez se negaba a aceptar que extraer, refinar y mercadear petróleo
requiriese de conocimientos y destrezas especiales. Eso no era más que
una engañifa de los “escuálidos”, como dio en llamar a sus adversarios.
“El mundo está ávido de petróleo”, afirmaba el Jaquetón Mayor. “Vender petróleo es como vender cerveza helada en un estadio de béisbol un domingo caluroso en Maracaibo”.
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