Jesucristo, Hombre de acción
CARLOS RAUL HERNANDEZ
La
figura de Cristo es piedra angular de la sociedad democrática, como
analizan en obras monumentales algunos de los más importantes estudiosos
de la civilización. Eso lo rebaten sin contundencia ni éxito Nietzsche,
Renan, Marx, et.al. Que lo fuera para los creyentes es
natural, hoy dos mil millones en dos mil años de existencia, es decir,
un millón por año. Pero la paradoja moral y filosófica es que lo ha sido
en especial para los no creyentes, porque sin saber por qué ni cómo, e
incluso a su pesar, tuvieron que actuar según su legado simbólico. La
primera constitución que conoció la Humanidad, en su sentido de marco
general para la conducta colectiva, son los Diez Mandamientos de
la Ley Judaica, en los que se inaugura el imperativo de respetar a la
vida, la propiedad y la familia del prójimo, fundamentos para salir de
la barbarie y de su par, la idolatría.
Convertido el Decálogo en parte de la nueva
doctrina por el gran estratega San Pablo, y asumida ésta para Roma por
Constantino, se desarrolla la única civilización, la occidental
judeocristiana, que organizó sus estructuras a partir del pueblo entendido
como los débiles, los pobres, los enfermos, los ancianos, los niños,
“los simples” de San Agustín. Ninguna religión oriental, ni siquiera el
budismo, hizo a los excluidos, eje de su prédica. A partir de los Evangelios, del Sermón de la Montaña, evolucionará el iusnaturalismo,
la idea de que cada hombre posee “derechos inalienables e
imprescriptibles” por hijo de Dios y hermano de Cristo. De esta manera
los revolucionarios franceses, varios de ellos bastante descreídos,
aprueban en 1789 la primera Declaración de los Derechos del Hombre, ni
siquiera en nombre de Dios, sino de un Ser Supremo.
Salirse de la trampa
Eso quemó los fusibles en el cerebro de Robespierre,
quien poco tiempo antes de su muerte se puso una batola y se disfrazó
de esa entelequia para asombro y pánico de los parisinos. Se hizo Ser
Supremo, cierto, hasta que se atragantó con la hoja de la guillotina que
había encendido a toda máquina. Como Hombre de acción, Cristo dejó un pensamiento práctico para
cambiar el mundo, que Pablo, el único que no conoció personalmente al
Maestro, convirtió en la organización más duradera, extensa y eficaz que
haya existido nunca. Y a diferencia de las demás religiones, con
capacidad para evolucionar y aggiornarse. El genio político de
Pablo le permitió enfrentar y resolver enormes problemas, como librar a
las escasas tres decenas de fieles que quedaron luego de la Crucifixión,
de la inclemente tenaza persecutoria armada entre el sanedrín y las
autoridades romanas, que amenazaba liquidar la Iglesia.
Pablo no quería ni podía romper con los judíos, pese a los agravios, porque eran fuente de feligreses, y la Torá, la Ley de Moisés,
era su base conceptual. Pero tenía que marcar diferencias para que el
Cristianismo no languideciera como una secta hebrea reabsorbida por el
tronco. Por otro lado, para neutralizar a los romanos, la Iglesia debía
abandonar el lenguaje incendiario de Juan Bautista, la amenaza
apocalíptica contra los gentiles, el radicalismo terrorista de los zelotes, el purismo moral de los esenios, que espantaban y provocaban persecuciones y martirologios innecesarios (en jerga de hoy Pablo sería un colaboracionista). Un personaje indudablemente histórico, -“un hombre que irradiaba amistad”-, fue analizado por Alan Badiou en su obra San Pablo: la fundación del universalismo, quien se atreve, marxista al fin, a asociar los roles teórico-prácticos de Jesús y Pablo con los de Marx y Lenin.
Reto al destino
Cristo Redentor viene a romper el anillo de hierro del
pecado original, que atrapaba a los grupos creyentes y los mantenía en
una jaula emocional, un sentimiento colectivo de culpa y les impedía
abrirse. Es un ajuste de cuentas con la Historia, y ejemplifica cómo
resolver el conflicto entre el pasado y el presente, lo inerte y la
acción práctica, la costumbre y la política, la reina de la praxis.
Llevamos marcas de lo que fue, de las cosas ocurridas, y hay que
liberarse de ellas. Para el sicoanálisis la soberanía del yo consiste en
que nadie debe dejarse dominar por sedimentos inconscientes que no
conoce bien ni entiende a cabalidad. “El hombre se convierte en hombre
cuando usa el pasado para la vida… Pero en un exceso de historia, el
hombre deja de ser hombre… y nunca habrá comenzado ni se atrevería a
comenzar”. Si perdí la pierna en un accidente, eso es una condición de
mi vida, pero yo decido si me ahogo en ella o la supero.
Cristo exorciza el exceso de historia, el peso del trauma
original, el sentimiento de culpa que impedía que la idea se
expandiera. Los ciudadanos de Roma rodeados de diosas sexy,
dioses aventureros, para quienes el vino y el amor eran también
deidades, muy difícilmente se acercarían a una secta amargada que los
consideraba pecadores antes de nacer por culpa de un espectro
fundacional. Al creer que nuestros actos son prolongaciones del pasado,
consecuencias directas de éste, perdemos la capacidad para decidir y
llegamos a creernos juguetes de la fatalidad, como los amantes de
Verona. La ruptura con el peso muerto de prejuicios y oscuridades de la
vieja creencia, permitió que la civilización cristiana volara en saltos
cualitativos y conflictos en la ciencia, el derecho, el arte y la
filosofía, para crear el mundo democrático, en el que la libertad es la
única vida que merece ese nombre.
@CarlosRaulHer
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