LUIS VICENTE LEON
Cuando suena mi chat y veo un mensaje de Laureano se produce un
efecto equivalente al de ese experimento del que la señorita Calatrava
me hablaba en tercer grado: los perritos de Pavlov, que acostumbrados a
recibir comida después de escuchar la campanita, salivaban al oírla,
incluso sin que les tiraran algo. Sólo que en mi caso, el estímulo no se
trata de comida para la barriga, sino alimento para el alma, en forma
de comentarios inteligentes, agudos y divertidos que siempre vienen
después de un contacto con Laureano.
Por eso, cuando estaba en el avión de regreso a Venezuela
y la aeromoza había mandado a apagar el celular, vi la señal del
mensaje de Laureano, me reí y no dude en hacer lo que muchos venezolanos
en un avión despegando: encorvarme y ponerme el celular encaletado
entre las piernas para chequear el mensaje.
Laureano me invitaba a escribir el prólogo de su último
libro. Pero no lo hacia de una manera convencional. Resulta que me
contaba que él no me lo iba a pedir (¿es decir, que yo era una opción
alternativa después de que otros lo rebotaron?). Que su editor le había
obligado a pedírmelo en contra de su voluntad (¿él sabe que poner un
prólogo mío puede bajar las ventas del libro y excluir algunos de sus
lectores, quienes no me pueden ver ni en pintura, algunos con razón?).
Por primera vez un mensaje de Nano no me había dado risa y
ni podía responderle porque ya estábamos en el aire. Ni comí en el
vuelo. Era el aterrizaje más esperado porque necesitaba mandarlo al c…
Pero tan pronto agarró la señal mi celular en Maiquetía,
se disparó la cadena de mensajes que Laureano había escrito. Me
explicaba que no quería pedírmelo porque sabía que estaba súper ocupado,
pero había sido presionado por su editor porque creía que podía hacer
algunos comentarios sobre su escrito, evaluando la realidad venezolana.
No había nada más que hablar. Si de algún libro me daba nota escribir el prólogo era de éste: “Mándame el borrador.
Mi agenda oculta era tener el libro cuanto antes para lograr ese “Soft Landing” que
uno requiere cuando viene de viaje largo y regresa a Venezuela. Antes
uno se recuperaba rápido viendo el Ávila y las Guacamayas, pero ahora,
con la inseguridad, la escasez de comida y medicinas, el dólar por el
cielo, la inflación más alta del mundo, los presos políticos, las
sanciones y, para remate, el que te conté desatado en cadena nacional,
tendría que haber Tiranosaurios Rex correteando en Sabas Nieves y
Pterodáctilos posados en el balcón para pensar en otra cosa.
Estaba seguro que con el libro se me quitaría el guayabo.
Pero al terminar de leerlo me di cuenta de mi error. Es exactamente lo
contrario a light y si me permiten un consejo, no intenten usarlo como
colchón para aclimatarse a su llegada al país. Para eso mejor tomarse un
whisky doble, algo que también hace maridaje perfecto con el libro. Lo
segundo es que no se lo pueden perder, no sólo porque encontrarán en él
una descripción impresionantemente elaborada, descarnada y brillante de
la situación venezolana, sino porque con la crisis aquí descrita, más
vale que Laureano venda burda de libros para pagar la Universidad de
Laura, su hija.
Sobre el reto de hacer comentarios, paso y gano. No
tiene sentido, porque este autor refleja estupendamente bien el
sentimiento de un país. Describe nuestras realidades, historia,
problemas, frustraciones, miedos, pesadillas y sueños. No hay nada que
pueda o deba agregar.
Pero, si es mi deber advertirles algo, para ser
consistente con mi fama de aguafiestas. Si esperaban reírse al comprar
este libro, en el prólogo está su última oportunidad, porque lo que
viene de ahí en adelante es candela pura y les va a provocar de todo…
menos reír.
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