EPOPEYAS MINIMAS
ELIAS PINO ITURRIETA
ELIAS PINO ITURRIETA
Las elecciones municipales han sido
objeto de una subestimación que merece comentarios. Ciertamente, no
fueron una hazaña que tiene lugar de excepción en los anales patrios,
pero tampoco la nimiedad a partir de la cual se las ha querido
presentar. En medio de una apatía generalizada, el simple hecho de
llevar a cabo un conjunto de escaramuzas para la protección de unas
pocas ciudadelas amenazadas por la dictadura es un hecho digno de
encomio. Si el régimen, con los recursos que todavía maneja y con la
complicidad del CNE, se ha empeñado en un proyecto de hegemonía que
pretende la dominación absoluta del territorio y de los individuos que
lo habitan, la existencia de parcelas que lo impiden desde su reducido
espacio, desde la pequeñez de su estatura, es un suceso digno del
respeto negado por los discursos grandilocuentes que se divulgan desde
la tribuna de la “alta política” y que anuncian, como si fuera asunto de
coser y cantar, la cercanía de la democracia a través de una gesta
masiva que no se ve por ninguna parte.
Las pretensiones de la dictadura han
debido enfrentar la resistencia de contadas jurisdicciones que no se han
dejado avasallar. No han podido con un conjunto de ciudadanos que hacen
su vida en la escala municipal para cuidarla y vigilarla a su manera.
¿Por qué importan esas parcelas, aparentemente insignificantes frente a
las agallas de la “revolución” y ante los planes colosales de una
oposición que los mira con desdén? Han mantenido una rutina de
administración cuyas raíces se depositaron en el abono de la democracia
representativa que distinguió la segunda mitad del siglo XX venezolano.
Han custodiado una forma de convivencia alejada de los usos autoritarios
que campean en la actualidad. Han tratado de manejar con pulcritud los
pocos recursos públicos que pasan por sus manos, aunque no hayan logrado
un manejo impoluto de las economías lugareñas. Son aire fresco en medio
de la inmundicia generalizada, gente parecida a la de antes que
persiste contra el dominio de los “hombres nuevos” y contra los
pontífices de la contrarrevolución radical.
Lucharon contra la abulia de los
vecindarios y mantuvieron el fuero municipal. Se pelearon entre ellos,
pero, en la mayoría de los casos, se dejaron aconsejar por la sensatez.
Toparon con numerosos aventureros y con la visita de los advenedizos,
pero los echaron a tiempo de la casa. Debieron soldar el rompecabezas
dejado por los líderes nacionales de los partidos, para llegar después a
meta cierta. Se me dirá que no cosecharon laureles como los de
Carabobo, pero nadie puede negar que ganaron una batalla que parecía
perdida en medio de una ciénaga de derrotismo, de oportunismo y de
ínfulas vacías. La historia no se hace en las conflagraciones campales
que describen los libros de los escolares, sino en las minucias de una
rutina que se vuelve trascendental cuando el entorno lo requiere. Los
héroes no son solo aquellos que se empinan en estatuas reverenciadas,
sino esa gente cercana, ese amigo de la cuadra, ese contertulio del
kiosco que se duele de su destino y ese concejal de presencia modesta
que da la cara cuando la adversidad lo desafía. De ellos se trata en
estas líneas, hacia ellos va un reconocimiento que ha destacado por su
renuencia y por su miopía.
No proclamamos una victoria olímpica
porque no sucedió. Sin embargo, advertimos la influencia de un civismo
dispuesto a sobrevivir, la permanencia de una cultura orientada a la
cohabitación que se apuntala en cimientos antiguos; la existencia de
vestigios de republicanismo y la presencia de liderazgos humildes sobre
cuya valía, aunque en pequeña escala, conviene detenerse. Gracias a su
trabajo sentimos que no todo está perdido, que unas minúsculas
redenciones pueden acceder al crecimiento si así lo entienden de veras
sus protagonistas, sus electores que hicieron mutis por el foro y, en
especial, los líderes de las alturas que los consideran como subalternos
y los tragan como si fueran aceite de ricino.
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