JOSÉ JAVIER ESPARZA
El siglo XX fue el de las grandes ilusiones y el de las grandes decepciones. Muchos prefirieron cerrar los ojos y callar la boca. Otros, quizá los menos, no. Entre esas excepciones figura el inglés George Orwell: socialista de convicción, tuvo el valor de reconocer el carácter criminal del comunismo soviético. Y de su experiencia dedujo dos obras que siguen vivas hoy por su carácter anticipador: Rebelión en la granja y 1984. El carácter clarividente de estas obras hace que Orwell nunca pase de moda.
De señorito a mendigo
Se
llamaba Eric Arthur Blair y era hijo del imperio colonial británico. Su
padre, funcionario de la Corona, dirigía el departamento de opio del
Gobierno indio; su madre tenía ascendencia inglesa y birmana. Él mismo
nació en la India, en Moithari, en 1905. Ese origen será fundamental en
el rumbo que tomará después su vida. No lo fue en su infancia, sin
embargo: trasladado a Inglaterra con su madre y hermanas cuando contaba
dos años, se educó en escuelas británicas hasta completar su formación. Y
muy buenas escuelas, por cierto: inteligente y trabajador, el pequeño
Eric Blair consigue becas para estudiar sucesivamente en Saint-Cyprian,
Wellington y Eton, la flor y nata del sistema de enseñanza.
Con
esos antecedentes, la vida del joven Blair parecía abrirse a un futuro
prometedor, pero fue todo lo contrario. Como su familia no podía
costearle estudios universitarios, deja Inglaterra y se alista en la
policía imperial en Birmania. Será una experiencia atroz, que reflejará
en sus libros Los días de Birmania y Disparando a un elefante.
Indignado por los abusos de la fuerza colonial, deja la policía, vuelve
a Inglaterra, trata de ganarse la vida como puede y… no puede. Vive
literalmente en la indigencia. Acude a París, a casa de una tía suya,
para tratar de abrirse campo en el mundo de las letras, pero sin éxito.
Su existencia mendiga quedará puesta por escrito en Sin blanca en París y Londres,
que es su primer libro importante. Hace de todo: maestro de escuela
temporal, asistente en una librería de viejo, lavaplatos en un hotel.
Finalmente, vuelve a casa de sus padres en 1929, derrotado, tuberculoso y
sin un penique en el bolsillo.
Su
vida se encauzó relativamente en los primeros años treinta. Obtuvo un
puesto de profesor en Hayes, un suburbio al oeste de Londres. Empezó a
escribir en el New Adelphi. Es en este momento, 1933, cuando adopta el
nombre literario de George Orwell y aparecen publicadas sus primeras
obras. Se casa con Eileen O’Shaughnessy y la pareja adopta un niño. Y
entra en contacto con los círculos de la izquierda del Partido
Laborista, que entonces eran mucho más radicales que hoy. A petición de
esos círculos escribe Orwell una especie de ensayo-reportaje, El camino a Wigan Pier,
que era una denuncia de la situación de los obreros en el norte de
Inglaterra. George Orwell ya era un hombre innegablemente de izquierdas.
Era 1936. Y en España estallaba la guerra civil.
La decepción roja
Para
buena parte de la izquierda europea, la guerra civil española,
hábilmente manejada por la propaganda, fue un momento supremo: la gran
defensa del pueblo trabajador contra la oligarquía conspiradora y
fascista. Orwell, como muchos miles de europeos, se enrola en las
Brigadas Internacionales para luchar en las filas del Frente Popular. Y
la experiencia española será decisiva para el autor, porque aquí
descubre la verdad. Orwell se alista en Barcelona en diciembre de 1936.
Se le envía como miliciano a las fuerzas del POUM, el partido comunista
que rivalizaba con el estalinista PCE.
Orwell
asiste a los grandes procesos revolucionarios de socialización que el
POUM y los anarquistas estaban llevando a cabo. Eso es lo que cuenta en
su ensayo Homenaje a Cataluña. Pero, al mismo tiempo, descubre
las manipulaciones del Partido Comunista, su dependencia total de la
Unión Soviética y las mentiras de la propaganda de guerra. Mayo de 1937
marca el punto de inflexión. Es la fecha en la que el Frente Popular,
siguiendo órdenes de Moscú, ejecuta la brutal represión sobre el POUM y,
después, sobre la CNT. Orwell mismo a punto está de ser asesinado en
Barcelona. Herido en el frente de Huesca, pone tierra de por medio y
vuelve a Inglaterra. Su visión sobre el mundo ya no será la misma.
La
experiencia de la guerra de España cambió a Orwell. Había descubierto
dónde estaban realmente las grandes amenazas para la libertad, y también
las mentiras de los supuestos redentores. Y la guerra mundial, que
empezó inmediatamente después, terminó de definirle el paisaje. Orwell,
35 años y una salud destrozada, pasó la guerra en Londres, en los
servicios de seguridad civil de la capital, mientras vivía de sus
colaboraciones literarias y de su trabajo en el Servicio Oriental de la
BBC, enviando mensajes a la población de las colonias británicas para
que apoyaran a los aliados. Lo que por entonces le pasaba por la cabeza,
lo escribió en su Diario de Guerra 1940-1942. Pero lo más importante son los libros en los que iba a plasmar los grandes peligros que se cernían sobre el mundo: Rebelión en la granja y 1984.
Las grandes alegorías
Rebelión en la granja es
una alegoría deliberada del despotismo soviético. La historia es bien
conocida: en una granja, los animales se rebelan para acabar con la
explotación humana. Expulsados los hombres, sin embargo, los cerdos se
autoproclaman líderes de la granja y terminan imponiendo una dictadura
más despótica que la anterior. El principio “Todos los animales son
iguales”, que justificó la revolución, se transforma ahora en este otro:
“Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que
otros”. Rebelión en la granja es una caricatura del sistema soviético,
pero su mensaje va más allá del comunismo: es una prevención contra
todos aquellos que suprimen la libertad en nombre de la libertad, y un
llamamiento a la necesidad de establecer limitaciones al poder.
Respecto a la otra obra, 1984,
es quizá la que más proyección de futuro ha tenido, por su capacidad
para anticipar cosas que Occidente ha conocido después. Esta novela, que
originalmente se titulaba El último hombre en Europa, construye
un mundo donde toda libertad ha desaparecido bajo la presión de un poder
omnipresente y, eso sí, con ínfulas filantrópicas. La lengua ha sido
modificada según criterios políticos: nace así la llamada “neolengua”,
que es la que marca lo que se puede y no se puede decir. Para asegurar
que nadie se salga del orden se ha constituido una policía, la policía
del pensamiento, cuya función ya no es vigilar el orden público, sino,
más aún, controlar el mundo interior de las personas, sus pensamientos
privados. Los ministerios del orden nuevo en Oceanía –que así se llama
el país donde se sitúa– son cuatro: el de la Paz, que se encarga de
mantener la guerra; el del Amor, que gestiona la tortura y los castigos;
el de la Abundancia, cuyo fin es lograr que la gente viva siempre al
borde del nivel de subsistencia, y el de la Verdad, cuyo fin es deformar
y manipular la Historia para que todo coincida con la verdad oficial
que predica el Estado.
Verdaderamente, en el mundo de 1984 hay
demasiadas cosas que se parecen mucho a ciertos excesos contemporáneos.
Orwell supo anticipar hasta qué extremo la manipulación de la Historia o
las limitaciones sobre el lenguaje iban a ser rasgos característicos de
un mundo donde el poder adquiría formas nuevas. Las demás
comparaciones, las dejamos en manos del lector. En todo caso, lo que
queda es una clara advertencia sobre las artes que empleará el
totalitarismo del futuro… quizá no tan futuro.
El
final de la segunda guerra mundial anunciaba una posguerra caliente. El
totalitarismo hitleriano había sucumbido, pero el totalitarismo
comunista había conquistado media Europa. Orwell conocía perfectamente
el significado de eso: la libertad estaba seriamente amenazada. Muchos
intelectuales y artistas seguían engañados, obstinados en cerrar los
ojos a la realidad. El peligro era grande. Y entonces Orwell hizo algo
que luego se le reprocharía mucho: entregó a una amiga suya, Celia
Kirwan, que llevaba una sección de propaganda anticomunista en el
Ministerio británico de Exteriores, una lista con treinta y siete
escritores, actores y periodistas caracterizados por sus inclinaciones
procomunistas. Entre los nombres de esa lista, algunos personajes tan
conocidos como Michael Redgrave y Charles Chaplin. Debió de ser un trago
amargo, pero Orwell sabía lo que hacía: estaba frenando la penetración
del estalinismo en Europa.
Aquello
fue, seguramente, lo último que hizo Orwell en vida. Su tuberculosis se
agravó muy seriamente. De un hospital a otro, consciente de que la vida
se le acaba, en octubre de 1949 contrae matrimonio con Sonia Brownell y
acto seguido pide que se le entierre conforme al rito anglicano, la fe
de sus padres. Murió el 21 de enero de 1950, a los 48 años de edad.
¿Por
qué, en fin, reivindicar hoy y aquí a George Orwell? Fundamentalmente,
porque él abrió los ojos donde otros los cerraban, y él habló donde
otros callaban. Enfrentado a un dilema atroz entre sus ilusiones y la
realidad, Orwell tuvo el valor de escoger la realidad. Lo hizo a través
de dos obras, Rebelión en la granja y 1984, que van mucho
más allá de la memoria personal para convertirse en clásicos del siglo
XX. Y como testamento dejó un mensaje que hoy nos interpela con
urgencia: la peor tiranía será aquella que, en nombre de una libertad
abstracta y sin carne, anula nuestra libertad de personas, nuestra
libertad de carne y hueso. Ahora, miremos alrededor.
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