ELIAS PINO ITURRIETA
EL NACIONAL
Si se compara con aprietos anteriores, con crisis de extraordinaria
dificultad, la que padecemos se presenta como una de las más
complicadas. Pese a las espinas envenenadas que determinaban la marcha
de los acontecimientos, en aquellas se observó una voluntad de remiendo
que condujo a situaciones de transición a través de la cuales se llegó
después a una sociedad más hospitalaria. En el panorama de la actualidad
no se advierte la existencia de un acercamiento capaz de anunciar
posibilidades de esperanza. Una de las partes de la calamidad,
precisamente la causante de ella, levanta muros para evitar la salida
que todos esperamos en medio de una crispación nunca experimentada en
los años recientes. Sabemos que las analogías son aventuradas, pero una
descripción de cómo se arreglaron en el pasado situaciones que
anunciaban el aumento de los sacrificios, puede ayudarnos en el cálculo
de nuestra desventura.
Después de la Independencia, la reacción venezolana contra
Colombia fue el primero de los viejos entuertos. Si se considera la
estatura de los contendores y la existencia de ejércitos acostumbrados
al combate, se pronosticaba la cercanía de un infierno. Las molestias no
se levantaban contra un capitán cualquiera, sino contra Simón Bolívar.
La incomodidad se dirigía hacia los líderes de una república inmensa
que, pese a sus tribulaciones, tenía capacidad para mantener su
establecimiento a través de la fuerza, con el auxilio de burócratas
eficaces o mediante campañas de prensa. Pero lo que se podía considerar
como un poder difícil de derrumbar, o como un prestigio en crecimiento,
se vio en la necesidad de dialogar para evitar derramamientos de sangre.
Las conversaciones no solo dependieron de la necesidad de evitar una
guerra civil, sino también de calcular que los adversarios eran dignos
de respeto: Páez, Mariño y una generación de nuevos pensadores que, por
sobradas razones, querían salir de su purgatorio. No hubo combate, sino
transacción, y así nació la autonomía de Venezuela.
Después de casi cinco años de matanzas, el ejército federal
parecía imbatible. Dominaba la mayoría del territorio, mientras el
gobierno llamado constitucional pasaba trabajos para sostenerse en la
capital. Crecía el prestigio de Falcón, jefe de los insurgentes,
mientras la declinación del viejo Páez se multiplicaba. Una nueva
generación de caudillos aplastaba a los cansados capitanes de la
godarria, para que el espectador menos avisado sintiera la seguridad de
un inminente cambio de régimen y de líderes. Sin embargo, la solución no
dependió de la continuación del holocausto, sino de llegar a un
avenimiento. El enemigo era flaco, quizá mínimo ya, sin vigor y sin
ideas, pero fue aceptado como interlocutor para llegar a unas paces
firmadas en escritorio que se pudieron evitar, tan a la mano como estaba
la victoria. Hubo un convenio de pares que no lo eran tanto, pero que
evitó mayores desastres.
En la crisis de la actualidad no se observan situaciones
parecidas. Ni remotamente. La dictadura desconoce al adversario, debido a
que lo trata como si no existiera o como si fuese un monigote fácil de
manipular. Quizá el adversario haya colaborado en su subestimación por
los tumbos que ha dado, por sus pasos erráticos, pero es evidente que se
le juzga como a un párvulo sin credenciales. La conducta de la
dictadura va más allá, desde luego, porque no solo siente que trata con
un conjunto de enanos. También desconoce las urgencias que ha provocado
por sus errores y por sus gigantescas corruptelas, creyendo que las
puede manejar a través de la simulación de unos negocios que no tienen
destino porque, para ella, carecen de destinatario. El único propósito
de la dictadura es el aseguramiento de su continuidad, mediante un
proceso que no solo desconoce a los dirigentes de la oposición, sino
también cualquier opinión que considere inconveniente.
La supervivencia es la ultima ratio del madurismo,
propósito esencial para cuya obtención no dará tregua. Ni siquiera a la
realidad que lo acorrala. Si las circunstancias políticas son
habitualmente inéditas, estamos ante una de las mayores, porque una sola
de sus partes pretende el monopolio y usará el método que le convenga
para lograrlo. Debemos olvidar acuerdos del pasado como los que aquí se
describieron, no solo porque la historia no se repite, sino
especialmente porque la dictadura la está escribiendo a su manera sin
que exista, hasta ahora, alguien que la escriba mejor.
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