ELIAS PINO ITURRIETA
EL NACIONAL
Tal vez no haya existido en Venezuela un gobierno como el de Maduro
que necesite con urgencia dialogar con sus opositores. Así mismo, quizá
no se haya tenido aquí igualmente una oposición tan obligada a
parlamentar con su adversario. Se requieren a la recíproca, están
condenados a vivir uno del otro, debido a una carencia de soportes
sociales que los obliga a vivir en una nebulosa a través de la cual
trasmiten señales de vida; al mandato de una existencia cada vez más
aletargada, para no correr el riesgo de pasar inadvertidos del todo. De
allí la cansona noria de sus reuniones, pero también la dificultad de
llegar a unas conclusiones que las den por terminadas
satisfactoriamente.
La mayoría del pueblo venezolano experimenta una existencia sin
cabeza, es decir, sin la compañía de voces lúcidas que le permitan una
orientación digna de seguimiento. No sé si resulte exagerado hablar de
la existencia de una masa inerte y despolitizada, pasiva o amorfa que se
regodea en su deriva, pero es evidente la falta de testimonios de
actividad que permitan asegurar la presencia de una sociedad realmente
concernida por sus urgencias. La gente todavía no ha sentido la
necesidad de tomar posiciones, de asumir conductas enfáticas que lleven a
un reclamo vinculado de veras con el sacrificio que la une en la marcha
por un desierto sin señales ni sugestiones. Marchamos según los
mandamientos de cada día, según el clamor pasajero que depende de las
manos de cada cual, tratando de buscar remiendos perentorios que se atan
a necesidades individuales o familiares, o quizá solamente a las
conminaciones de una pequeña jurisdicción particular, sin sentir la
necesidad de explorar otros horizontes. No hay movilización, sino
incertidumbre; reina la pasividad cuando debería predominar la
actividad.
El gobierno ve desde sus alturas la inacción, seguramente
satisfecho de que se mantenga sin pasar a mayores. La alivia con paños
calientes o con acciones destinadas a evitar que se conviertan en algo
que lo atormente de veras, entre ellas el anuncio de amenazas o sacando
los colmillos cuando unos episodios aislados lo requieren. Administra a
su manera la apatía, porque no puede descifrar la incógnita de una
pasividad que debe tener fin en algún momento desesperado y temible.
Prefiere la impasibilidad porque existe, porque se ha establecido en
todos los rincones, pero sabe que no la puede mantener durante mucho
tiempo. Le reza al comandante para que la detenga, mientras espera su
iluminación que no llega de la ultratumba. La oposición la mira de la
misma forma desde su atalaya, debido a que no ha encontrado la manera de
utilizarla para llevar el agua a su molino o porque, como su
adversario, no sabe qué hacer con ella. Piensa una cosa hoy y mañana
otra, sin llegar a nada digno de atención. Es probable que sepa lo que
se debe hacer, pero prefiere ignorarlo. Lo mantiene en una gaveta
profunda que solo esculcará cuando no quede más remedio, porque no sabe
cuál es el túmulo de las antiguas inspiraciones ante el cual debe
implorar para tocar tierra con pie firme.
Sin tropa en la retaguardia, sin el calor popular, el gobierno y
la oposición han preferido el encierro en despachos manejables y
relativamente amigables. Es lo único que tienen, no solo para evitar un
común colapso, sino también para trasmitir la sensación de que están
vivos. Así juran que son políticos y que hacen política desde
conversaciones herméticas en cuyos contenidos está vedado el encuentro
de fórmulas capaces de superar la crisis que se vive. Tales fórmulas no
pueden caber en la sensibilidad de los dialogantes debido a que los
obligarán a definiciones que han esquivado con insistencia, pese a que
las conocen de sobra, porque los pueden conminar a ser otra cosa temible
y desconocida. Solo las asoman a veces para evitar la pérdida total de
una clientela distante y desconfiada.
El gobierno y la oposición están separados del resto de la
sociedad, se han divorciado en los hechos, se han alejado de la gente
común sin saberlo o a propósito, para crear una situación inédita sobre
cuyo destino solo un irresponsable puede hacer pronósticos felices. De
momento, es evidente la existencia de dos soledades sin posibilidad de
ser algo distinto.
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