JOSE RAFAEL HERRERA
EL NACIONAL
Fue el propio Heidegger quien, en algún lugar de su obra, al
referirse a Nietzsche, puso en entredicho la seriedad, el rigor y la
consistencia de sus cualidades filosóficas. ¡Quién podría imaginarlo!:
Nietzsche –según Ricoeur, uno de los tres “maestros de la sospecha”–, el
autor de Así habló Zaratustra y de Más allá del bien y del mal,
entre otros tantos títulos famosos, considerado por Heidegger como un
filólogo, un crítico de la cultura, un genial literato, pero no como un
filósofo en el sentido estricto del oficio. Asunto que, tal vez, pudiera
encontrar asombro en algún posmodernista desprevenido. Lo que –viendo
las cosas en detalle– no está del todo nada mal, si se toma en cuenta
que el gran Aristóteles asegura que la filosofía no comienza con una
pose sino, precisamente, con el asombro.
En todo caso, y más allá del eventual tremendismo del
existencialista de Wurtemberg, valdría la pena recordar que, por
ejemplo, la ya famosa y archiconocida frase: “Dios ha muerto”, por más
que se le quiera atribuir a Nietzsche, no le es original. De hecho, muy a
su pesar, no es suya, pues ya Hegel la había sentenciado con énfasis,
nada menos que en la Fenomenología del espíritu, a los fines de
dar cuenta de la enorme responsabilidad que, después de la crucifixión
de Jesucristo, había caído sobre los hombros de la humanidad. Si, en
efecto, el Señor ha muerto, ahora toca a los hombres actuar en
consecuencia, madurar, tomar sus propias decisiones y asumir la enorme
responsabilidad –esa condena, diría Sartre– que les impone el hecho de
ser libres: “Es el destino trágico de la certeza de sí mismo, que debe
ser en y para sí. Es la conciencia de la pérdida de toda esencialidad en
esta certeza de sí y de la pérdida precisamente de este saber de sí. Es
el dolor que se expresa en las duras palabras de que Dios ha muerto”.
Pero es que, además, tampoco le pertenecen a Nietzsche sus
continuas objeciones contra la esperanza y sus estrechos vínculos con el
temor, cosa que con toda seguridad leyó –y aprendió– en los censurados
textos de Spinoza, especialmente en el Tratado teológico-político y en Ethica.
El discípulo de Shelling y de Schopenhauer, con independencia de su
indiscutible contribución en y para la construcción de la cultura
contemporánea, y especialmente en las lides propedéuticas con la
adolescencia, no fue, de hecho, el autor de la original e impecable
argumentación relativa a los peligros que se ocultan detrás de las
aparentes y sublimes bondades de la idea de esperanza, porque, como dice
Spinoza, “los hombres son conducidos más por el deseo ciego que por la
razón. De ahí que la potencia natural de los hombres deba ser definida
no por la razón, sino por todo apetito que los determine a actuar y
mediante el cual se esfuercen en conservarse”.
Humano, demasiado humano. Y es que una sociedad que –Hollywood mediante– ha hecho de la voz hope uno
de sus principales presupuestos culturales, no puede no percibir con
angustia, desasosiego, desconfianza y hasta rechazo la conocida frase de
Nietzsche: “La esperanza es el peor de los males, porque prolonga el
tormento de los hombres”. Una frase, como ya se ha dicho, sustentada de
cabo a rabo en Spinoza. Preferible aferrarse al sollen sein y al noch nicht sein,
propios del mesianismo utópico de Ernst Bloch –judío por naturaleza y
marxista de formación–, para aquellos que prefieren el patetismo del “¿y
cómo es él?”, de José Luis Perales, que los acordes del “don’t give
up”, de Peter Gabriel. En suma, mejor las profecías de las Escrituras
que la Episteme aristotélica; mejor Moro que Maquiavelo; mejor
Kant que Spinoza. ¿No fue, por cierto, Aristóteles quien observó que “la
esperanza es el sueño del hombre despierto”? No pocas veces, las
bacanales terminan dejando resacas y requieren del sobrio realismo que
proporciona el agua fresca.
Los tiempos de crisis orgánica no son tiempos para la espera
–esperanza es término que deriva de esta raíz: es la espera con ansias–,
sino para la acción consciente, para la bewusste handlung. Maquiavelo define la Virtú –presente
junto con el honor en la letra del Himno venezolano– como aquella
actividad práctico-crítica que es el único modo posible de doblegar la Fortuna.
En una expresión, dadas ciertas y determinadas condiciones objetivas
que, en apariencia, resultan ser infranqueables, solo el paciente y
perseverante empeño de imponer la voluntad colectiva puede “torcerle el
brazo” a las circunstancias. Por cierto, tener paciencia no significa
sentarse a esperar a que alguien o algo resuelva el problema: la fortuna
–esas circunstancias adversas– “demuestra su potencia donde no hay una
virtud ordenada para resistirla, y vuelve sus ímpetus allí donde sabe
que no se han hecho los diques y los resguardos para detenerla”. Nada
hay que esperar. Conviene ir construyendo, con la debida paciencia y con
la firme voluntad de resistir, los diques y los resguardos.
Así como la “confianza” de los economistas y de los banqueros
oculta que el principio fundamental sobre el cual se sostiene toda su
construcción técnica y científica es nada menos que la fe, del mismo
modo, la esperanza oculta la impotencia –y con ella, el temor– de
quienes han hipotecado su propias potencialidades y renunciado a sus
virtudes, al creer –de nuevo, cuestiones de fe– que no son “ellos” los
más indicados para enfrentarse contra los sagrados poderes del destino
–de la Fortuna– y, como habituaba decir Beethoven, “enfrentar al toro,
agarrarlo por los cuernos y hacerlo morder el polvo”. No es cosa de
milagros ni de loterías. No habrá poder superior al que convenga
sentarse a esperar para que se revele y resuelva. La presencia del
actual bloqueo económico y la toma de las fronteras por fuerzas
multinacionales, no ha sido el resultado de la esperanza, sino de la
decidida y perseverante solicitud de quienes han puesto al descubierto
frente al mundo civilizado los horrores de esta despiadada tiranía.
Quien vive de esperanzas muere de desengaños. Nietzsche podrá dormir en
paz, en medio de la fama del sueño de los fusilamientos. Pero, en todo
caso, será necesario tener menos Bloch y más Spinoza, para llegar a
comprender que no se nace libre, porque la libertad es el resultado del
esfuerzo, la constancia y la perseverancia, lo suficientemente capaces
para vencer el miedo.
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