ELIAS PINO ITURRIETA
EL NACIONAL
Criticar las vacilaciones de la sociedad
ante los sucesos políticos puede ser injusto, debido a que nadie sabe
con precisión las presiones que recibe cada uno de sus miembros y cómo
pueden ellas conducir a la pasividad. Cada quien reacciona desde su
horizonte individual, muchas veces sin relacionarse con las necesidades
de sus semejantes. Cada grupo mira el panorama desde su perspectiva,
para ver cómo se las arregla en su laberinto. La inacción de cada cual, o
el detenerse a pensar más de la cuenta sobre sus desafíos, produce una
actitud generalizada de dejar pasar, bien porque no sepa los misterios
del sendero o porque espera una hora oportuna para darse a conocer. Pasa
con los ciudadanos en particular, pero también con los que forman
asociaciones o banderías que prefieren la espera a una salida en falso,
sin que estemos ante realidades inhabituales. El pensar sin cesar solo
conduce a reacciones dignas de atención en momentos cruciales, y los
momentos cruciales no hacen colas largas para pasar a las tablas.
Un ejemplo puede aclarar la
afirmación: la paciencia bíblica de la colectividad ante la tiranía de
Gómez. Durante veintisiete años, los hombres de ese tiempo no hicieron
nada, o tan solo poca cosa, para librarse de un régimen nefasto y
oscuro. Solo un puñado de valientes dio la cara, mientras el lúgubre
mandón envejecía y preparaba una muerte apacible en la cama ante la
vista de un pueblo adormecido y silencioso. Para criticar tal abandono
de las obligaciones ciudadanas hay que meterse en el pellejo de quienes
mostraron entonces proverbial quietud, no en balde una manifestación de
su parte ante las calamidades de la época corría el riesgo de la
tortura, de cárceles encarnizadas y de muertes horribles. Así las cosas,
condenar la indiferencia que caracterizó a nuestros antecesores, sin
detenerse en las hachas que esperaban por su pescuezo, es, por lo menos,
un análisis sin fundamento serio. Algo parecido, con las variantes
provocadas por el paso del tiempo, sucedió durante el perezjimenismo.
Lo mismo debe suceder con la sociedad
de nuestros días, cuya vacilación ante las calamidades de la dictadura
es un rasgo evidente que nos congrega sin paliativos. La dictadura ha
hecho con nosotros lo que ha querido porque la hemos dejado, porque no
hemos sido capaces de pararle el trote. Ni siquiera en situaciones
apretadas para el dictador y para sus secuaces del alto gobierno, como
la del gran triunfo de la oposición en las últimas elecciones de la AN,
ha podido la sociedad responder con énfasis las atrocidades de los
verdugos. Mejor oportunidad no tuvimos para plantarle cara, pero la
dejamos pasar. Preferimos los tumbos a las conductas firmes y las voces
estridentes que se pierden en la nada para provocar situaciones de
asentamiento del régimen cuya corrección no parece cercana. La
vacilación colectiva encuentra el culpable en el liderazgo de la
oposición, no solo por la estatura de las posibilidades que ha dejado
pasar como si cual cosa, sino también porque los hijos de la vacilación
prefieren achacar sus culpas a los vacilantes más visibles y
desguarnecidos. En realidad, todos estamos metidos en el mismo saco,
seguramente con la excepción del movimiento estudiantil.
No hemos parado mientes en las
presiones de la dictadura, es decir, en una razón capaz de explicar los
motivos de una escandalosa vacilación compartida. La saña de los
mandones contra los opositores más combativos y contra sus familiares,
las cárceles habituadas a encerrar presos políticos, la usual
manipulación de procesos judiciales, la prepotencia de la militarada, el
discurso amenazante contra manifestaciones aisladas de autonomía, los
insultos de portavoces del oficialismo que parecen gendarmes de las
Sagradas, la manipulación sin subterfugios de los procesos electorales,
el ataque cotidiano a los medios de comunicación, las licencias que se
permiten a los delincuentes y las pocas cuotas concedidas para paliar el
hambre forman un conjunto de decisiones pensadas y ejecutadas a
propósito para que la vacilación permanezca sin solución de continuidad.
El panorama no ofrece razones para enorgullecernos como sociedad, más
bien nos arroja baldes de agua fría en la cara, pero su identificación
puede ser un primer paso para volver a la vida.
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