domingo, 26 de junio de 2016

ELECCIONES BUENAS Y ELECCIONES MALAS

ELIAS PINO ITURRIETA

Las elecciones son el principio y el fin del chavismo. Las aceptaron porque el comandante las podía ganar, según las arrolladoras encuestas del principio, y porque podían manipularlas después, pero no forman parte de su proyecto de dominación. A los golpistas no les interesa la consulta de la soberanía popular. Por eso son golpistas. Por eso hacen operaciones sigilosas. Es la única manera que tienen para llegar al poder. Así le madrugan a la sociedad. Aunque no forman parte de su repertorio natural, las pueden adoptar en la medida en que les funcionan, pero llenos de desconfianzas y prevenciones. Saben que apenas les sirven cuando los favorecen debido a la señal de los pronósticos, pero también sienten que son como la arena que se escurre de las manos debido a ligeros movimientos y mucho más cuando el viento sopla con fuerza. Si no existieran, para el chavismo sería una bendición del cielo.
Las elecciones también son el principio y el fin de la democracia. Aquí en Venezuela son una herramienta popular para la toma de decisiones desde 1946, cuando se pone en práctica el voto universal, directo y secreto de la ciudadanía. También permiten, ya se sabe, pésimas escogencias a través de las cuales se abre la fosa de lo que al principio fue un auspicioso nacimiento. Independientemente del rumbo torcido o acertado que ellas puedan determinar, se establecieron como un mecanismo legítimo de decisión con un arraigo suficiente como para convertirse en fórmula compartida mayoritariamente y en salida eficaz de los entuertos públicos. Desde el golpe contra Medina Angarita no se concibe otra manera de participación, primero a escala nacional y más tarde en diversos procesos de selección en jurisdicciones regionales y locales. Las elecciones no solo han cumplido su trabajo inmediato en torno a la alternancia de los mandatarios y de la representación en cuerpos deliberantes, sino también una posibilidad medular de rectificación. De otra manera no se hubiera sostenido la cohabitación iniciada a partir del derrocamiento de Pérez Jiménez.
En el predicamento del chavismo, esto de las campañas electorales y de la búsqueda de los votos fue una piedra tragable porque servía para el camuflaje de una cuartelada que podía darse el lujo de pensar en opiniones ajenas y en escrutinios que serían favorables de todas todas, pero lo mismo pasa cuando el golpismo, además de golpismo, es “revolucionario”. La “revolución” se tragó lo electoral porque fue el pecado original de sus inicios, cuando salió de las tanquetas sin gasolina y de los aviones sin paracaidistas a topar con los peces del río revuelto que esperaban el anzuelo más atractivo. La “revolución” pescó porque la carnada funcionaba y porque los peces mordían sin pensarlo mucho. De allí su concesión electoral. De allí su afición a un desfile de consultas que tenían la victoria garantizada. Era como pelear sin bayonetas ante la dormición de las masas, gracias a cuyo favor se podía anunciar el portento universal de una “revolución” que consultaba a los electores y que, para demostrar su apego a los principios democráticos, podía darse el lujo de dejar que el ejército rival conservara algunas plazas. Jamás un golpismo hecho “revolución” pudo proclamar, a través de la historia universal, la existencia de un injerto entre autocracia y consentimiento popular.
Sin embargo, ¿cómo hacer cuando las elecciones dejan de ser un subterfugio comparable con un tiro al piso?, ¿cómo hacer cuando el pueblo se toma en serio las elecciones, según sucedió en 1946 y en 1958?, ¿cuando se comprueba que lo electoral no es un formulismo de rutina, sino una toma de conciencia ante cuya disposición solo queda despedirse del teatro? El chavismo no puede negar el mecanismo que antes se tragó porque no tenía otra opción aceptable, pero a cuyos beneficios se aferró en los buenos tiempos. No lo puede borrar de la faz de la república, sin quitarse la careta gracias a la cual ha pretendido ocultar su esencia autocrática. Tiene una muleta para mantenerse en su farsa: el CNE. No solo lo inventó para el triunfo, sino también para el infortunio. No solo lo fundó para que cantara los números clamorosos de la victoria del comandante, sino también para que evitara escrutinios distintos.

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