domingo, 12 de junio de 2016

INFLACIÓN

 
              JEAN MANINAT

Todos, o casi todos, tenemos a un amigo, o a una amiga, nacido en el Sur del continente, quien nos ha relatado más de una vez los terribles momentos que pasó, junto a sus allegados, batiéndose en contra del alza sideral de los precios, disparados como un cohete desde el Cabo Cañaveral de los populismos cívicos, militares, cívicos-militares, progresistas bien pensantes, de izquierdas ignorantes –o de la mezcla letal de todos ellos– que han azotado históricamente a esa parte de la región a la cual ahora pertenecemos.
El relato se repite con el aire tragicómico que consiente la distancia de un mal recuerdo convocado en tiempos mejores: la persecución tras el dependiente que etiqueta el alza de los productos en tiempo real; el tic nervioso recurrente –aún en momentos posteriores de relativa prosperidad– de comprar todas las mercaderías al alcance de la mano antes de que el sueldo quincenal se convierta en más aserrín adquisitivo; la decisión de pesar los billetes para no perder tiempo contando lo que en minutos ya no valdrá lo mismo; la búsqueda insomne de los productos de primera necesidad para la familia. Son estampas de una realidad que nos parecía ajena, pero que día a día lucen más como el retrato hablado de lo que viven hoy los venezolanos, gracias al socialismo del siglo XXI.
La inflación es “el impuesto de los pobres” nos alertaron, a tiempo, quienes algo sabían de economía. Como el colesterol, la habría buena y mala, pero para quienes la padecen es difícil discernir su efecto inmediato en el bienestar económico de la sociedad. Nada bueno preludia, en el mejor de los casos.
Como los pacientes supersticiosos, los gobiernos opacos tratan de esconder sus síntomas bajo la premisa de que lo que no se declara no existe. Las instituciones encargadas de su medición la disfrazan, la esconden bajo fórmulas estadísticas trucadas, con la precaria ilusión de que no estalle en los anaqueles, o en las manos de los consumidores.
Por el contrario, los gobiernos  transparentes la combaten con medidas anunciadas al aire libre, y van dejando constancia pública de su esfuerzo por domeñarla. Es parte de su labor y para eso han sido electos, entre otras cosas. Al fin y al cabo, la inflación es un chip que llevan sus gobernados en la cartera cada vez que van al mercado, o a las urnas de votación.
Nuestro gobierno tiene en su haber, entre los tantos trofeos infaustos que colman su vitrina, la inflación más alta del planeta. (El FMI calcula que el 2016 cerrará con una tasa de inflación de más de 700% y la contracción del Producto Interno Bruto llegará a -8%). Un gobierno con una pizca de seriedad y afecto por sus ciudadanos ya habría reaccionado implementando las medidas necesarias que son de conocimiento universal, han sido activadas con éxito en muchos países vecinos y se encuentran, por lo demás, en cualquier folleto del tipo Inflation for Dummies.
Pero como todo hechicero que se respete, el gobierno aposentado en Miraflores la adjudica a la influencia de los espíritus malignos que obran en su contra desde el más allá: la guerra económica, el capitalismo internacional, los medios de comunicación, y ahora a los sectores populares que dejaron de creer en sus pócimas milagrosas, gracias a unas nubes tóxicas aventadas desde el Pentágono para perturbarle el sano juicio.
La inflación, en esta aldea del vasto mundo llamada Venezuela, es tan curiosa como una arepa convertida en OVNI, o tan cruel como un camión de pollos vivos saqueado por gente hambrienta.
Todo sucede en la galaxia perdida del socialismo del siglo XXI.
@jeanmaninat

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