ALBERTO BARRERA T.
PRODAVINCI
En Los Ejércitos, magistral novela del escritor colombiano Evelio Rosero, la violencia se desplaza y va apropiándose ferozmente de todos los espacios y de todos los lenguajes. Se mueve como una enfermedad cuyos síntomas son conocidos pero también ignorados. Y luego, al momento de estallar, siempre es demasiado tarde. Ante esto, Ismael, el protagonista del relato, entiende que no está viviendo una de las tantas guerras prometidas sino que, finalmente, ha llegado la guerra real, la única, “la guerra de verdad”. Cada vez más, el país parece estar hundiéndose en esa violencia. No es simple maniobra, no es una estrategia. No es ceremonia de insultos, pura gramática acalorada. No. Se trata de la violencia real, verdadera. De la de verdad. De la violencia que no tiene control. De la que tampoco tiene regreso.
El chavismo se estrenó en nuestra historia con una declaración de guerra, a punta de balas, tratando de tomar el poder por la fuerza. Y, desde ese mismo instante, incorporó también a la violencia activa en el discurso político. La legitimó. Llegó incluso a sacralizarla. De manera permanente la ha invocado, como amenaza o como promesa. Es sin duda un elemento indispensable en su forma de entender la política, de relacionarse con los otros. Es parte de su naturaleza. Es un movimiento que se asume en guerra, que actúa de forma plural, como ejércitos. Solo así pueden pensar su relación con el país.
Cuando Nicolás Maduro dice que condena la violencia en realidad la está legitimando. Después de lo sucedido esta semana con Julio Borges, y con otros diputados y ciudadanos agredidos, el Presidente se refirió a los sucesos con estas palabras: “condeno la violencia que hubo hoy en el centro de Caracas, producto de la provocación de la derecha” . Es una fórmula retórica particular. Con la primera frase, censura lo ocurrido; con la segunda frase, lo justifica. Enunciadas desde el poder, sus palabras proponen una lógica cuya conclusión más clara es: ¡ellos se lo buscaron!
Para el oficialismo, la culpa de la violencia es de las víctimas: en el fondo, se merecen la agresión; no son víctimas sino provocadores. Peor aún: para el oficialismo no hay, ni siquiera, razones reales para el descontento. Todo forma parte de una mentira macabra, de un espejismo creado para generar inquietud. El poder piensa que lo que vive la gente es una ficción, que la realidad es pura propaganda. Bajo esta premisa, cualquier inquietud es un despropósito, cualquier malestar es una ofensa, cualquier protesta es una conspiración.
Por eso Maduro ofrece la cárcel. Esta semana volvió a repetirlo: “No me va a temblar el pulso para hacer cumplir la constitución y las leyes de la república; y ponerle los ganchos a los provocadores”. Sigue empeñado en negar lo que tiene frente a sus ojos ¿Quiénes son los provocadores? ¿Los enfermos y los médicos de los hospitales que exigen insumos? ¿O la Ministra de la Salud que declara en el extranjero que en el país no hay problema con el acceso a los medicamentos? ¿Los ciudadanos que van a expresarse a las puertas del CNE o Tibisay Lucena que se autoproclama como jueza y amenaza con suspender la democracia? ¿Los militantes de Marea Socialista, allanados por el Sebin, o Diosdado Cabello que señala que –para poder gobernar- la oposición “primero tendría que eliminar a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana”? ¿Quiénes son los provocadores? ¿Dónde están?
El pánico genera violencia. Mucha. Y el oficialismo tiene pánico. Mucho. Estamos ante un gobierno que se quedó sin pueblo, ante un Estado en situación de histeria. El camino de la negación de la realidad es corto e ineficaz. Cada vez más, el país asocia violencia con el gobierno, con el oficialismo. Y mientras transcurra el tiempo, mientras la crisis siga, todo será peor. No importa cuánto grite Maduro, cada día que pase –sin diálogo y sin negociación- su gobierno estará más débil, más urgido. Cada día que pase, el oficialismo tendrá menos poder para negociar y les será más difícil argumentar y justificar la violencia. Su marca terminará siendo la violencia. Hablar de provocadores no los salvará. Acusar de terroristas o subversivos a los que se quiere reprimir es un truco muy viejo. El 30 de marzo de 1976, por ejemplo, Jorge Rafael Videla dijo: “Queremos garantizar la paz en toda la República, para ello acabaremos con la subversión”.
El oficialismo debería mirarse en ese espejo.
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