GUY SORMAN
¿Un referéndum en Gran Bretaña? Es una aberración, porque fueron los británicos los que inventaron la democracia que denominamos “representativa”, para evitar las pasiones populares y tomar decisiones meditadas. Y fue el filósofo angloirlandés Edmund Burke quien formuló esta teoría de la representatividad; en todo el mundo se le considera el padre intelectual de las democracias contemporáneas. Hace casi tres siglos, Burke nos previno del riesgo de confundir la democracia auténtica y la exaltación popular; consideraba que un Parlamento era el intermediario idóneo para tomarse un tiempo para deliberar y aprobar leyes que sus propios autores no lamentasen al día siguiente.
Desde entonces, la historia de los referéndums ha justificado la intuición de Burke: el referéndum da lugar a aberraciones en todas partes, con la excepción de Suiza porque está arraigado en las costumbres y se celebra en cantones lo bastante pequeños como para que se pueda deliberar en ellos. Esta excepción también es válida para algunos estados del oeste de EE.UU. que perpetúan esta tradición de la democracia directa para los asuntos locales; la reciente legislación sobre el cannabis en Colorado se aprobó mediante un referéndum de iniciativa popular.
En todos los demás lugares, los referéndums tienen unas consecuencias lamentables, y el Brexit no es sino su manifestación más reciente. El resultado no tendría que habernos sorprendido porque se enmarca en una historia desgraciada, una historia que todavía no se ha escrito. La principal finalidad de los referéndums ha sido aprobar los golpes de Estado y exaltar las pasiones nacionalistas. En Francia, los dos Napoleones recurrieron a ellos, así como el general De Gaulle, numerosos caudillos en Latinoamérica y Adolf Hitler: un historial poco glorioso. Estos plebiscitos solo apelan al pueblo para ignorar al pueblo, avivando una pasión pasajera y planteando la pregunta de forma sesgada; es lo que De Gaulle resumió con su “Yo o el caos”, una pregunta a la que es difícil contestar no.
Los referéndums también han servido para inventar países, en particular después del Tratado de Versalles de 1920. Los autores del tratado, que dividieron Europa sin consideración hacia las minorías, ratificaban su arbitrariedad mediante votaciones populares. ¿Eran democráticas estas consultas? En absoluto, porque la democracia no es el aplastamiento de las minorías por parte de las mayorías, sino el respeto de los derechos de las minorías como límite frente a la omnipotencia de esas mayorías.
Los actuales llamamientos a celebrar referéndums independentistas, en Cataluña o en Córcega, después de Escocia, se enmarcan en esta detestable lógica del desprecio hacia las minorías. El argumento de los independentistas, al igual que el de todos los autores de plebiscitos, es un ardid que se remonta a Jean-Jacques Rousseau: el del mito de la «voluntad general». Esta solo ha existido en la mente confusa del filósofo y de sus discípulos revolucionarios franceses, a quienes debemos, como aplicación práctica, el Terror de 1793.
A diferencia del referéndum, la democracia auténtica permite la coexistencia pacífica de pueblos y de opiniones divergentes. Esa es la función de los partidos y de los parlamentos, a menudo divididos en dos cámaras, que calman la excitación del momento y suelen estar bajo el control de instituciones judiciales. Este complicado mecanismo hace que se delibere lentamente teniendo en cuenta la infinita complejidad de las sociedades.
En Gran Bretaña, mientras la participación en la Unión Europea estuvo gestionada por el Parlamento, las condiciones de esa participación evolucionaron sin rupturas irremediables. En cambio, el referéndum, una pregunta demasiado sencilla, no permitía ningún compromiso ni ningún término medio; solo podía llevar, cualquiera que fuese el resultado, a una respuesta absurda que divide profundamente a Reino Unido. David Cameron, al sembrar vientos, ha recogido tempestades y, con su traición a la democracia representativa, es el verdadero culpable. Recemos para que eso se entienda y para que este abuso de autoridad no se repita en otro lugar.
Aprovecho esta controversia sobre la democracia directa y la democracia auténtica para denunciar la perversidad de otra tendencia, la de las «primarias», un invento estadounidense que empieza a propagarse por Europa. La clásica preselección de los candidatos en el seno de los partidos, alejada a veces de las miradas ajenas, es sin duda discutible.
Pero, en líneas generales y en lo que se refiere a la historia, los resultados han sido aceptables, porque los demagogos y los incompetentes pocas veces han sobrevivido a esta forma de selección, y es lo que importa. En cambio, desde que las primarias se han vuelto públicas y se han abierto a todos, favorecen los excesos: los extremistas, obviamente, son los que más votan en ellas. Donald Trump es el monstruo que mejor ilustra esta desafortunada transparencia.
Nos preguntamos qué saldrá de esto en Francia en octubre, dado que los partidos se han sumado a esta lamentable moda estadounidense. La conclusión que saco de ello es que la democracia representativa y el sistema de partidos merecen ser defendidos porque son imperfectos, como lo es la propia sociedad. En política, la búsqueda de la perfección es una pureza peligrosa.
GUY SORMAN – ABC – 18/07/16
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