Confíe en mi, soy un capitalista
Marian L. Tupy
La competencia es una parte esencial de
la economía capitalista. Impulsa a las empresas a innovar y a proveer a
los consumidores productos más baratos y mejores. Si las empresas no
logran innovar, fracasan. El mercado puede ser un lugar brutal —solo
considere la forma en que Netflix acabó con Blockbuster. “El capitalismo sin fracasos es como la religión sin pecado”, dijo el economista estadounidense Alan H. Meltzer. Agregó: “No funciona”.
Pero el capitalismo también es una de los esfuerzos más cooperativos.
Los productos y servicios son comercializados entre extraños a través
de largas distancias, guiados —en gran medida— por el mecanismo de precios
y por la reputación de las partes involucradas en el intercambio. Las
transacciones repetidas entre las partes que comercian fomenta la confianza —un subproducto moral del capitalismo acerca del cual no hablamos lo suficiente, ni celebramos.
La competencia produce ganadores y perdedores. Conforme Amazon
creció, por ejemplo, las librerías de barrio cerraron a lo largo de
EE.UU. Algunas personas consideraron que eso fue una gran tragedia, dado
que las librerías proveían experiencia placentera para que las personas
aprecien publicaciones y, algunas veces, conozcan a personas
interesantes. Sin embargo, al final del día, la conveniencia del
Internet y las opciones y precios superiores, demostraron ser más
importantes para el consumidor promedio. Amazon y su clientela ganaron,
mientras que Barnes & Noble perdió.
Los perdedores, que surgen de la competencia capitalista, parecen confirmar el sesgo hacia un juego de suma cero que
está en el cerebro humano. Es por esta razón que mucha gente suele
enfocarse en la liberaría local que ha cerrado, en lugar de fascinarse
ante los precios que caen y la amplia selección que se ha vuelto posible
gracias a Amazon. ¿De dónde viene este sesgo?
Durante gran parte de nuestra existencia en el ambiente de la
adaptación evolutiva (AAE), que es como decir decenas de miles de años
que hemos pasado merodeando el planea como cazadores-recolectores, el
éxito de un grupo de personas, usualmente relacionadas entre ellas, vino
a costa de otro grupo. Cuando los recursos en un área ocupada por el
grupo A se acababan, el grupo A se mudaba al territorio ocupado por el
grupo B. Un conflicto resultaba de esto.
Los conflictos todavía continúan definiendo la interacción entre los
animales. Los humanos, en cambio, evolucionaron formas adicionales de
interactuar entre ellos. Los asentamientos permanentes fueron una parte
clave de ese proceso. Los extraños que se asentaban junto a otros
extraños tuvieron que aprender a cooperar. En ese proceso, o adquirían
una reputación que les merecía confianza, o se volvían parias sociales
excluidos de la economía en general.
Como resultado de esto, la humanidad avanzó. Tanto que para la era de la República Romana, el término civis se volvió la palabra raíz tanto para la ciudad como la civilización.
A través del tiempo, por supuesto, la ciudad-estado dio paso a la
nación-estado y la nación-estado se volvió parte de la economía global.
Conforme la cooperación humana se expandió, también lo hicieron los horizontes económicos.
Eso fue, sin duda, un fenómenos tanto moral como económico. Gente,
que de otra forma se hubiese odiado, se encontró unida en la búsqueda de
las ganancias. Para el siglo 18, el grado de cooperación humana
dentro del contexto de la economía de mercado llegó a niveles que
incluso los filósofos como Voltaire se sintieron obligados a opinar al
respecto. El filósofo francés escribió:
“Vaya a la bolsa de Londres —un lugar más respetable que muchas
cortes— y verá representantes de todas las naciones reunidos allí para
el servicios de los hombres. Aquí el judío, el mahometano y el cristiano
tratan entre sí como si fuesen todos de la misma fe, y solo aplican la
palabra infiel a personas que quiebran. Aquí los presbíteros confían en
los anabaptistas y los anglicanos aceptan la promesa de los cuáqueros.
Al salir de estas asambleas pacíficas y libres algunos se van a la
sinagoga y otros se van a tomar un trago, este va a ser bautizado en un
gran baño en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ese hace
que le hagan la circuncisión a su hijo y hace que se pronuncien algunas
palabras hebreas que él no entiende ante el niño, otros van a su iglesia
y esperan la inspiración de Dios con sus sombreros puestos, y todos son
felices”.
Es notable que los académicos que continúan influenciando tanto a
quienes son escépticos del capitalismo no son economistas, sino biólogos
y ecologistas. Dentro de estos se encuentra el profesor Paul Ehrlich de Stanford University, el pesimista parcialmente responsable por el pánico respecto de la sobre-población que se inició en la década de 1960; Garrett Hardin, el exponente de la teoría de la “tragedia de los comunes”, y Jared Diamond, el autor de bestsellers como Pistolas, gérmenes y acero y Colapso.
Sus análisis de los asuntos humanos suelen ser análogos a las
interacciones que se pueden observar entre los animales. Pero los seres
humanos, mientras que siguen siendo parte del reino animal, poseen
mecanismos evolucionados que permiten que se den miles de millones de
interacciones cooperativas cada día. Es hora de que los economistas le
roben el show a los biólogos poniendo un énfasis renovado sobre el
aspecto cooperativo del capitalismo.
Este artículo fue publicado originalmente en Cap X (Reino Unido) el 8 de diciembre de 2017.
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