JAVIER MARIAS
EL PAIS
SUPONGO QUE el personaje se da en muchos ámbitos, pero desde luego ha
abundado y abunda en el mundo literario. Hay en él lo que podríamos
llamar “el escritor matón”, o de colmillo retorcido, o venenoso, que
disfruta soltando maldades, principalmente contra sus colegas. A este
escritor, en España, se lo suele venerar y se lo jalea, no es raro que
se le erija un pedestal. Da una idea de nuestra proverbial mala baba,
del gozo que nos provoca asistir al despellejamiento de alguien en
primera fila. La figura se ha multiplicado con las redes sociales y la
consagración del anonimato como algo perfectamente aceptable. Ya no hace
falta ser escritor, ni conocido, para depositar a diario en el
ordenador o en el móvil una buena ración de ponzoña. Los literatos que
lo practicaban y practican, al menos, pretenden resultar ingeniosos en
sus diatribas o mezquindades. A menudo no lo son, por mucho que sus
acólitos les rían las gracias sin sal, pero, claro está, hay excepciones
y las ha habido. Y hay que admitir que es tentador, lanzar pullas y
echar por tierra falsos prestigios. No diré que yo no haya incurrido en
ello, más como respuesta a un ataque previo —eso creo— que por propia
iniciativa. Casi nadie está libre de ese pecado (se me ocurren Eduardo Mendoza y pocos más, entre los vivos). Pero una cosa es enzarzarse en una ocasional polémica o duelo y otra dedicarse a arrojar venablos, vengan o no a cuento.
Hay que admitir que es tentador, lanzar
pullas y echar por tierra falsos prestigios. No diré que yo no haya
incurrido en ello, más como respuesta a un ataque previo
Hay
géneros que los propician, como las memorias, las autobiografías, las
semblanzas de contemporáneos y los diarios. Los que más, estos últimos, y
por eso nunca los he escrito y rarísima vez los leo. Nadie puede negar
que una malicia oportuna y certera a veces tiene su encanto, sobre todo
si es oral y después se la lleva el viento. Por escrito, en cambio
—impresa—, a mí me produce casi siempre un pésimo efecto, del que sin
duda no se percatan quienes las publican alegre y vanidosamente. Siendo
admirador de Bioy Casares,
me negué a leer su grueso volumen sobre sus charlas vespertinas con
Borges al enterarme de que allí aparecían consignadas todas las
malignidades que de viva voz esparcía el maestro más viejo. Habría sido
divertido y provechoso, a buen seguro, asistir a esas reuniones
privadas, pero intuí que asomarme a ellas luego, “encuadernadas” y en
frío, me traería más malestar que placer, y que conocer los chismorreos y
dardos de dos hombres inteligentes me los rebajaría. El espectáculo de
la mala uva, del desdén, de la soberbia o del resentimiento nunca es
grato, excepto para aquellos —españoles a millares, como he dicho— que
viven gran parte del tiempo instalados a gusto en ellos.
Lo curioso es con cuánta frecuencia uno se encuentra con que los
escritores más fustigadores y maledicentes son los de piel más fina.
Sueltan sin cesar sus venenillos, pero si alguien les paga con la misma
moneda, no es ya que se enfurezcan, sino que se sorprenden enormemente y
se quedan desconcertados. El escritor matón (como los matones de
cualquier índole) aspira además a la impunidad. Se permite toda clase de
desprecios o exabruptos y no cuenta con que, yendo así por el mundo, lo
más probable es que le toque fajarse y recibir unos cuantos golpes. Por
el contrario, cuando le devuelven el mandoble, se duele, se
escandaliza, no se lo logra explicar y se asombra. Sé de uno que
reacciona así siempre: “Fíjate lo que ha dicho Fulano de mí, el muy
agresivo”. “Ya”, le contesta su interlocutor, “pero es que tú habías
dicho antes cien atrocidades de él”. La respuesta del matón puede ser:
“Eso no tiene que ver”, o “Lo mío era bien poca cosa”. Sí, lo del matón
siempre es para él poca cosa.
Me he acordado de este tradicional personaje, tan hispánico, al ver
el solivianto de los separatistas catalanes ante un par de guasas
recientes. Se han ofendido y puesto severos por unas chirigotas
gaditanas. Que éstas son de mal gusto e hirientes las más de las veces, a
nadie se le escapa, es su esencia. También les ha sentado como un tiro
la broma de Tabàrnia,
son los únicos que se la han tomado en serio, aterrados. Por
definición, los fanáticos carecen de sentido del humor cuando se les
toma el pelo a ellos. Porque esos mismos separatistas han aplaudido
durante años el programa satírico Polònia, que se choteaba un
poquito de los catalanes ineptos y mucho de los ineptos del resto de
España. Su creador y alma se preguntó hace poco en un tuit si era delito
de odio desear que un camión arrollara a los jueces del Supremo (no sé
si lo acompañó de risas enlatadas). Durante cinco años, esos
separatistas no han tenido reparo en vilipendiar —ni siquiera en tono de
chanza— a los andaluces, extremeños, castellanos, madrileños y
españoles en general, tachándolos de ladrones, vagos, parásitos,
fascistas, franquistas, magrebíes, atrasados, analfabetos y ordinarios,
sin rehuir ellos mismos las expresiones ordinarias y analfabetas. Han
bastado un par de burlas, las chirigotas y Tabàrnia, para que los
pertinaces deslenguados se hayan hecho mil cruces y rasgado las
vestiduras. Pretenden tener el monopolio del insulto, y ojito si les
responde alguien, ni en broma. Lo propio de los matones.
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