RAFAEL ROJAS
PRODAVINCI
No serán los filósofos, los historiadores o los politólogos quienes
tendrán la última palabra en el drama de Cuba: serán los psiquiatras.
Las estadísticas sobre la enorme cantidad de suicidios per cápita en
Cuba no engañan: en ese país del Caribe la historia dio un giro trágico
que quebró familias, propició un cuantioso exilio y demandó enormes
sacrificios, que, al final, incubaron la depresión y la neurosis de
cientos de miles.El suicidio de Fidel Castro Díaz-Balart, hijo
primogénito de Fidel Castro y Mirtha Díaz Balart, su primera esposa, es
un evento que habrá que agregar a los múltiples indicios de cambio de
época que vivimos en los últimos años. Un cambio de época, que no se
traduce necesariamente en un cambio de régimen, pero que proyecta una
profunda mutación cultural y social, con implicaciones en todos los
niveles de la vida.
Castro Díaz-Balart personificaba la fractura de la nación cubana. Su
padre era el líder histórico de la Revolución y su madre, exiliada en
Madrid, pertenecía a una de las familias protagónicas del antiguo
régimen, la dictadura de Fulgencio Batista. Su hermano, Rafael
Díaz-Balart, tío de Fidelito, fue congresista, Viceministro del Interior
de Batista y, luego, uno de los fundadores del exilio anticastrista en
Miami. Sus hijos, Lincoln y Mario, han sido congresistas republicanos en
Washington, firmemente comprometidos con la hostilización y el
derrocamiento del régimen cubano.
Los medios oficiales cubanos, generalmente opacos en estos asuntos,
han sido excepcionalmente claros y directos esta vez. Han dicho que
Castro Díaz Balart sufría una profunda depresión en los últimos
tiempos, que desembocó en el suicidio. No hay que ser psiquiatra para
relacionar dicha depresión con la coyuntura histórica de la larga
convalecencia de su padre, desde 2006, su muerte en noviembre de 2016,
la sucesión de poderes a favor de su tío Raúl y la nueva sucesión, en
puerta, en abril de 2018.
En Castro Díaz-Balart deben haberse juntado todos los síntomas de la
orfandad del heredero. En muy poco tiempo, su entorno cambió
dramáticamente. El gobierno de su tío alteró no pocas reglas del juego
dentro de la clase política cubana y puso a circular las élites. El
científico, egresado de la Universidad Lomonosov de Moscú, perdió
visibilidad y vio como sus medios hermanos, hijos de la última esposa de
Fidel, y sus primos, los hijos de Raúl, alcanzaban protagonismo en la
nueva imagen del poder.
Su mundo seguro y feliz, el del fidelismo soviético, quedaba cada vez
más lejos de la Cuba semicapitalista del siglo XXI. El suicidio de
Castro Díaz Balart es otra evidencia de esa metamorfosis del socialismo
cubano. La historia del siglo XXI acelera su paso sobre el Caribe y
personas, como Fidelito, van quedando fuera de lugar, dislocados. Unos
asimilan el cambio y se adaptan, otros no.
No sé si en la mente, la imaginación o el deseo de Castro Díaz-Balart
hubo, alguna vez, una expectativa de heredar o suceder a su padre. Lo
que sí sabemos es que, en algún momento, se le concedieron funciones de
peso en la dirección científica y energética del país. Esos roles fueron
limitándose progresivamente en los últimos años.
La reticencia a reconocer públicamente los altos índices de suicidio
por parte del gobierno cubano se debe a una acumulación de prejuicios
ideológicos y morales, que chocan con la compleja realidad de la
sociedad contemporánea. La estigmatización del suicida, en Cuba, debe
lidiar ahora con la muerte por su propia mano del hijo mayor del
“invicto” Comandante en Jefe.
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