La primera apología del ejército: un peligro y un anuncio
Elías Pino Iturrieta
PRODAVINCI
El 25 de febrero de 1828, la División del Magdalena del Ejército de Colombia dirige una Exposición a la Convención de Ocaña, con el objeto de plantear una serie de reclamos. Debido a su trascendencia, entonces y en el futuro, conviene revisarla de nuevo.
Los redactores ponderan a su institución así:
El ejército, exclusivamente el ejército, ha dado la independencia y la libertad a Colombia: lo primero destruyendo a los ejércitos españoles, señores del continente, y que lo tenían ligado a la madre patria por medio de sus bayonetas; y lo segundo porque bajo los pabellones de nuestras lanzas se han reunido en Congreso los Representantes del pueblo para dictar las leyes que aseguran esa libertad ahora tan mal entendida como antes deseada, y hubo tiempo en que el ejército lo fue todo; puede decirse que el pueblo que sufragó por los Representantes de Venezuela el año de 1818, fue el ejército, y muchas veces la República era solamente nuestro campamento. (…) No hay, pues, nada de injusto, ni de alarmante, en que este ejército conservase aquellas prerrogativas que una gratitud bien merecida debía concederle sin necesidad de ley escrita; pero cuán lejos estamos, señores, de haber recibido jamás un beneficio, sino denuestos, insultos, improperios y baldones; ya se ha hecho moda atacar al ejército; figurarse un fantasma para combatirlo, llamarnos viles, bajos, degradados, como una bagatela; ya nos pintan instrumentos de ajena ambición, ya esclavos del fingido poder que temen; en fin, todos los días se reproducen los ataques; ¿y por quiénes? ¡Ah! ¿Quiénes nos insultan? Aquellos a quienes hemos dado una carta de libertad escrita por nuestra sangre; aquellos que han vivido y vivirán con los españoles si volviesen al país; aquellos que nos odian, porque somos el sostén del orden que ellos querrían perturbar para sacar partido de un trastorno; aquellos que nos temen porque no saben cómo evadirse del castigo de sus crímenes y de sus vicios.
El destino de la sociedad es obra de un solo actor sobresaliente, afirma el memorial. El desplazamiento de los realistas, la posibilidad de que los políticos hagan sus deliberaciones, la legitimación de la institucionalidad a través del sufragio y el mantenimiento del orden, obedecen exclusivamente a la acción del Ejército Libertador. En otras palabras, la libertad es un regalo de los soldados. Tales ejecutorias deben conducir a un reconocimiento espontáneo de los beneficiados, al ajuste de una deuda sin que las leyes lo obliguen. El documento hace una brutal simplificación, que descalifica la contribución del resto de los actores de la época en el logro de la Independencia. Pero no se queda en este tendencioso panorama: pasa a pedir.
La Exposición agrega más abajo:
Asegúresenos los goces a que somos acreedores, y un eterno adiós será nuestra última alocución (…) el pueblo, si, el pueblo, que se defienda solo si es atacado, o pague la osadía de sus necios abogados.
Para terminar con las siguientes peticiones:
1. La ley de premios y retiros que asegure de por vida la recompensa de los servicios prestados en la guerra de Independencia, desde que la llamó al servicio al ejército permanente que existe actualmente en la República. 2. Los medios de verificar el pago de nuestras acreencias sin esos descuentos que anulan nuestros haberes, y los de mantener con la mejor buena fe a parte del ejército que quede en estado activo. 3. La declaratoria sobre el lugar que deba ocupar el ejército en la sociedad, sus prerrogativas y distinciones, goces y demás que se les declare en virtud de la ley de premios; la continuación del fuero activo sin dependencia de otra alguna autoridad, a excepción de aquella natural que pone bajo la suprema del Estado toda la fuerza armada; es decir, que el ejército se rija y esté regido enteramente según las ordenanzas, exceptuando solo lo que se oponga a los principios constitutivos del Estado.
Las peticiones se basan en el estado precario de las tropas y en una solicitud de justicia que no debe parecer exagerada. Sin embargo, como se pudo ver, su punto de partida es un peligroso desafío para la cohabitación en ciernes: la posición de elementos superiores que adoptan frente al resto de la sociedad, la ostentación de su poder, partiendo de las cuales se consideran con derecho a fueros específicos.
El documento cierra con un desfile de lugares que deben causar admiración: Niquitao, Vigirima, Bárbula, Boyacá, Carabobo, Puerto Cabello, Lago de Maracaibo, Bomboná y Pichincha. Los redactores del elocuente documento de 1828 quieren que los convencionales de Ocaña hagan memoria de las grandes hazañas que permitieron la fundación de Colombia y la asamblea que los reúne, pero tal vez desean que sientan otras insinuaciones inconfesables. ¿Cómo no postrarse de admiración ante la memoria de los grandes campos de batalla? Pero, también, ¿cómo no considerarlos como una posibilidad futura, como una advertencia o una amenaza?
Entendido como actor y como producto de dos décadas de hostilidades, el ejército puede torcer los planes de la república letrada para que se modifiquen a su imagen y semejanza, o para que sea representado en la cúpula por uno de los suyos. Los campamentos son entonces la mayor fortaleza de Colombia, pero también su mayor debilidad. Conviene ver las cosas desde su atalaya, de acuerdo con la Exposición a la Convención Nacional que trata sucesos del momento y anuncia otros del futuro.
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