miércoles, 31 de julio de 2019

LA CARNADA DE LAS PARLAMENTARIAS


TRINO MARQUEZ


El régimen insiste en que en 2020 sí habrá comicios: las elecciones para la Asamblea Nacional. Resulta obvio: la cita está prevista en la Constitución. El propósito que busca consiste en tratar de enredar a la oposición en un debate bizantino. Partir las aguas entre quienes sostengan que debe acudirse y quienes defiendan lo contrario. Yo creo que a esas elecciones hay asistir, así como hay que asumir el reto cuando se convoca la elección de una reina de carnaval o de una junta de condominio. A las consultas populares conviene acudir porque son terrenos donde se miden las fuerzas y se  calibra la popularidad de una opción política.

Pero una cosa es considerar que se debe participar en las votaciones parlamentarias y otra muy distinta es confundir los objetivos del diálogo entablado con el Gobierno. La meta de esas negociaciones tiene que centrarse en la realización lo más pronto posible de unas elecciones para elegir al Presidente de la República. Este propósito no admite discusión.

         El eje maestro de la fenomenal crisis institucional actual se encuentra en el desconocimiento, por parte de Nicolás Maduro, de los resultados de las parlamentarias realizadas el 6 de diciembre de 2015.  A partir de esa fecha se abrió una brecha entre el Ejecutivo y la Aasamblea que ha ido ensanchándose con el paso del tiempo. Después del categórico triunfo opositor, el Ejecutivo se colocó su máscara más autoritaria y represiva. Quebró las formas de cooperación tan estrechas que había mantenido con el Parlamento entre 2000 y 2015, período durante el cual la fracción del Psuv dominó cómodamente el Hemiciclo. Cualquier ley arbitraria e inconstitucional que quería aprobar, por ejemplo las relacionadas con el Poder y el Estado Comunal, eran sancionadas por la complaciente fracción del oficialismo. La ‘cooperación’ entre el Ejecutivo y el Legislativo, tal como manda la Carta Magna, era total. Todo era armonía. Todo transcurría en el marco del estado de derecho diseñado por el oficialismo. El TSJ se limitaba a refrendar lo que de común acuerdo habían concertado previamente Miraflores y el Parlamento.

         El encanto se rompió el 6 de diciembre de 2015. La concordia se basaba en el servilismo de la Asamblea Nacional. El triunfo opositor rompió el matrimonio. Maduro desató la tormenta que originó el desajuste que vivimos: nombró un nuevo TSJ integrado por militantes del Psuv, inhabilitó a los tres diputados de Amazonas, le arrebató la mayoría calificada a la bancada opositora y se valió del nuevo TSJ para aprobar la Ley de Emergencia Económica que despojó a la Asamblea de sus competencias contraloras. Luego comenzó a perseguir y a quitarles la inmunidad a los diputados. Hoy cerca de  treinta de ellos se encuentran presos o desterrados. Todos se encuentran amenazados y sin sueldo. En la práctica, son cargos adhonórem. En el entretiempo convocó ese adefesio que es la asamblea constituyente con el fin de maquillar un poco las ilegalidades y barnizar las relaciones del Ejecutivo con el TSJ, de modo que la extinción de la legalidad constitucional fuera menos  abrupta y obscena. Hoy la AN sobrevive gracias al heroísmo de los diputados que han permanecido.

         Todos estos desmanes ocurrieron porque en Venezuela impera un sistema presidencialista que le permite un amplio margen de maniobra al autoritarismo de Nicolás Maduro.

         En Venezuela no hay manera de resolver la colosal crisis económica, política e institucional si no sale Maduro de la presidencia de la República. Él es el jefe del Estado, el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y de todo el aparato de seguridad estatal; es el amo y señor de lo que ocurre en la Administración Pública. De él dependen todas las decisiones importantes que permiten el funcionamiento del Estado, incluido el Banco Central. Nada significativo  sucede sin su participación, ya sea en el plano nacional o en el plano regional. La Ley de Presupuesto ya no es sancionada por la AN, sino por el TSJ. En esa ley está contemplado el Situado Constitucional. Este fluye hacia los estados y municipios solo si Maduro lo concede. La descentralización sucumbió ante el centralismo, que retorno a sus formas más agresivas.

         El triunfo opositor en los eventuales comicios de 2020, si no se logra al mismo tiempo establecer la fecha de las elecciones para Presidente de la República, volverían a editar el guion impreso por el régimen después de diciembre de 2015. De este peligro hay que tener plena conciencia. No deben descalificarse las elecciones parlamentarias, pero sí conviene colocarlas en el contexto que las preceden y rodean. Si no podríamos morder la carnada y quedar como unos ingenuos pececitos que creen estar nadando en una apacible pecera. Elecciones parlamentarias sí, pero con elecciones para Presidente previamente acordadas.

         @trinomarquezc 



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HOMENAJE AL HOMBRE QUE LIBERÓ EL COLOR


CRISTINA ESGUERRA MIRANDA

EL TIEMPO

Cruz-Diez –quien acaba de morir– empezó su carrera dibujando caricaturas para periódicos y revistas y pintando cuadros que criticaban la sociedad venezolana. Vivía con la esperanza de que sus obras impactaran positivamente la realidad de su país. Luego de años de trabajo se dio cuenta de que estaba condenado al fracaso.
Decidió entonces buscar nuevos horizontes y comenzó un largo y profundo proceso de investigación e introspección. Leyó libros de física, de fotografía, de filosofía, de tecnología, de pintura y de poesía. Sus constantes reflexiones lo llevaron a pensar el arte como invención, experimentación, creación y conocimiento.

Esa nueva visión del arte lo hizo trabajar como si fuera un científico: empezó analizando la historia del arte con el interés de encontrar un campo en el que todavía pudiera innovar. No le interesaba buscar nuevas formas de mezclar lo que otros ya habían hecho. Él quería aumentar el conocimiento de los artistas, descubrir fenómenos insospechados y estampar su nombre en la historia del arte.

Le apostó al color. A mediados de los años 50 se dio cuenta de que este no es atributo de un objeto, como afirma la filosofía aristotélica y como nos hicieron pensar durante siglos tanto la pintura como la escultura. Para Cruz-Diez, un color es un evento mutable que depende de múltiples variables: la luz, el ojo humano, las combinaciones de colores…
La constante mutabilidad de las obras cinéticas de Cruz-Diez habla de un presente perpetuo. Pasado y futuro existen en nuestra mente
A lo largo de la historia, los artistas sometieron el color a otras cosas. Nunca lo concibieron como autónomo. En los cuadros cristianos del medioevo, por ejemplo, lo usaron como símbolo para expresar la ideología de la religión. El blanco hablaba de pureza; el morado, de tiempos difíciles, y el verde representaba la esperanza.

La creación de la perspectiva convirtió el lienzo en una ventana al mundo, y, como consecuencia, los pintores empezaron a utilizar el color imitando la naturaleza. Esta última debía ser retratada con fidelidad.

En 1959, Cruz-Diez logró liberar el color de la forma y convertir su teoría en arte: sus ‘Fisicromías’ –al igual que las demás obras que realizó desde entonces– presentan los colores como eventos que se desarrollan en el tiempo y en el espacio.

La base de su técnica es la siguiente: el venezolano pinta dos delgadas líneas –una verde y otra roja– sobre un fondo negro. Las líneas están ligeramente superpuestas, y el artista las repite una y otra vez hasta convertirlas en un patrón que ocupa toda la pieza. A una distancia en la que el espectador ya no distingue una línea de la otra, aparece un tono amarillo.

Contemplar una fisicromíaes toda una experiencia de color. Al caminar frente a ella, el espectador ve cómo los colores cambian: los azules y los rojos se convierten en morados y los amarillos y los rojos, en naranjas. Dar dos pasos a un lado devela una obra completamente distinta a medida que los colores se suman y se restan.

En 1963, el artista llevó aún más lejos su idea de presentar el color en el espacio. Las Cromosaturacionesson laberintos en donde los visitantes caminan en una atmósfera de color. El venezolano utilizó los tonos básicos de la luz –rojo, azul y verde– y creó lo que denominó ambientes “cromosaturados”. En medio de estos laberintos, el espectador no logra terminar de descifrar lo que ve. “Una persona atenta y paciente notará cómo sus ojos tratan de adaptarse, e intentará identificar lo que observa. Dondequiera que mire verá una transformación gradual… asombrosa de color”, dice el reconocido curador venezolano Ariel Jiménez en ‘Carlos Cruz-Diez: La Autonomía del Color’ (‘Carlos Cruz-Diez: The Autonomy of Color’).

La constante mutabilidad de las obras cinéticas de Cruz-Diez habla de un presente perpetuo. Pasado y futuro existen en nuestra mente. Real es solo el mundo de colores que se despliega ante el espectador, quien debe contemplarlo en todo su esplendor.


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EL FORO DE SAO PAULO

CARLOS CANACHE MATA

Se había caído el Muro de Berlín en 1989 y  la implosión de la Unión Soviética se produciría en 1991, cuando Fidel Castro y el Partido de los Trabajadores de Lula Da Silva fundaron en 1990 el Foro de Sao Paulo, en la ciudad brasilera homónima.  Partidos y movimientos sociales de la extrema izquierda de América Latina y el Caribe, sintiéndose en la orfandad política y con la pérdida de una importante fuente de financiamiento, se integraron al Foro, bajo el auspicio antes señalado. Después del desplome de la madre-patria del comunismo, se intentaba mantener en nuestro sub-continente la ilusión de la utopía.

   Desde los años sesenta, con el apoyo militar y logístico de la Cuba de Fidel Castro, se escenificaron movimientos guerrilleros en varios  países de la región, los cuales fracasaron. Ante el derrumbe internacional del comunismo y la frustración de capturar el poder por la vía armada, se cambió el atajo de la violencia por la vía electoral, como lo señalan los analistas políiticos., en lo que jugó un rol importante el Foro de Sao Paulo. Luis José Oropeza atinadamente apunta que “las derrotas militares al castrismo habían estimulado a ese grupo militante a entregarse al diseño de fórmulas inéditas de arribar al poder, es decir, buscar esquemas electorales alternativos de lograr lo que por tantas décadas se había hecho imposible conquistar por medios armados”. Posteriormente, ya activo el Foro de Sao Paulo y, en el martco de la nueva estrategia, por la vía del voto fue como llegaron al poder Hugo Chávez  en Venezuela el año 1999 y Lula Da Silva en Brasil el año 2003, que devinieron en dadivosos financistas  de ese organismo de la extrema izquierda latinoamericana. Chávez murió y Lula está preso por varios delitos de corrupción, pero el causahabiente de la impropiamente llamada “revolución bolivariana”, Nicolás Maduro, sigue costeando gastos del Foro, que se reunió en Caracas entre el 25 y el 28 de julio, ocasionando un desembolso de 200 millones de dólares a las finanzas venezolanas.

   Lo anterior ha ocurrido mientras Venezuela ha visto desaparecer más de la mitad de su economía (“durante todo 2019 la actiividad económica continuará su declive y finalizará con un tamaño que representa un poco más de un tercio de lo que representaba en 2013”, acaba de declarar el Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la UCAB); cabalga en una hiperinflación sin precedentes (en junio, la canasta alimentaria se acercó a los 3 millones de bolívares, en tanto que los venezolanos apenas tienen un salario mínimo de apenas 40.000 bolívares mensuales),  hasta el punto que el director de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) ha apreciado que Venezuela “prácticamente perdió su moneda”; el hambre galopa en todo el territorio nacional, con degradantes filas de gente buscando comida en los cestos de basura (“hoy, nuestra estimación es que 21,2 millones de personas pasan hambre en Venezuela”, declaró también el citado diector de la FAO); un nivel de pobreza de ingresos de más del 80% de la población; la virtual destrucción de PDVSA; una deuda externa de alrededor de 150.000 millones de dólares, a pesar del boom petrolero que hubo entre 2007 y 2014; más de cuatro millones de venezolanos que se han visto obligados a irse del país; unos servicios públicos que no pueden estar peor; en fin, un desastre que no tiene nombre. Cobra dolorosa realidad la frase de Churchill, según la cual el comunismo o lo que intenta parecérsele, “es el reparto equitativo de la miseria”.

   Como los asistentes al Foro de Sao Paulo padecen de “ceguera ideológica”,  seguramente no vieron la inmensa tragedia que se vive en Venezuela.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                              

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sábado, 27 de julio de 2019

POLÍTICAMENTE CORRECTO
DANIEL INNERARITY
EL PAIS
La calificación de una opinión como correcta o incorrecta dice muy poco acerca de su corrección. Por supuesto que el pensamiento no es una actividad que ratifica lo que hay, una mera constatación de la realidad. Cuando pensamos bien ponemos en juego expectativas, juicios y valores acerca de la realidad que pensamos, y esta queda así impugnada de alguna manera. Pensar es, en ocasiones, una manera de decirle que no a la realidad, a los hechos inaceptables. Es cierto que algunas de nuestras opiniones, más que ser nuestras, son opiniones a través de las cuales otros opinan por nosotros. Y en la medida en que es propio, el pensamiento implica ausentarse de los lugares comunes, desentonar y diferenciarse de los otros. Ahora bien, para pensar contra la corriente haría falta al menos que hubiera una corriente de pensamiento.
La discrepancia está sobrevalorada, pero no porque falten motivos para discrepar sino porque la discrepancia se ha convertido en la nueva normalidad y ser crítico no es un gran valor allí donde todo el mundo quiere ser crítico. Buena parte del desconcierto de nuestra época se debe precisamente a que no tenemos una tradición consolidada que cuestionar, un poder dominante al que desafiar o un enemigo identificable. La transgresión sobreactúa.
La discrepancia está sobrevalorada, pero no porque falten motivos para discrepar sino porque la discrepancia se ha convertido en la nueva normalidad
El pensamiento no es un escáner, pero tampoco un automatismo de rechazo. Adaptarse o destacar no son por sí mismos criterios de racionalidad. Además, entre ser intempestivo y pasar a ser anacrónico hay una diferencia muy tenue. Ese paso se da cuando uno deja de señalar cosas relevantes pero incómodas y se apunta a los linchamientos fáciles. El pensamiento crítico debería proporcionarnos precisamente aquello que no se espera del pensamiento crítico. Criticar lo que nadie ha criticado antes o bajo un aspecto que no había sido considerado hasta ahora, esta podría ser la divisa de una nueva economía política de la crítica intelectual.
Para todo lo que no sea banal, el acierto tiene tan poco que ver con la originalidad como con el número de quienes nos acompañan en una determinada opinión. El pensamiento vive del contraste y la pluralidad; es imposible tanto allí donde todo coincide como donde no hay ninguna coincidencia. Si no estuviéramos rodeados de opiniones distintas de las nuestras, no sabríamos cuáles son nuestras opiniones y, sobre todo, que son nuestras.
El uso de la expresión “políticamente correcto” para descalificar las posiciones intelectuales de otro revela que consideramos que su éxito radica en una astuta maniobra de adaptación y, por tanto, no se la merece, mientras que, indirectamente, damos a entender que nuestra falta de reconocimiento público se debe a la propia integridad; sabríamos lo que habría que hacer para acceder a las cumbres del éxito pero nos lo impide el elevado concepto que tenemos de nuestra independencia. Esta actitud es mezquina y equivocada a la vez.
La mezquindaz se debe a que esta estrategia nos impide reconocer el mérito ajeno y lo que en nosotros es mejorable, una actitud sin la que es imposible la vida intelectual. El error de diagnóstico obedece a desconocer que en una sociedad plural y fragmentada hay muchas versiones de lo “políticamente correcto” y uno se adapta o desentona según a qué mundo quiere halagar (están los conservadores o los progresistas, por ejemplo, cada uno con sus convenciones y reconocimientos; lo que es un lugar común en cierta época puede dejar de serlo con el paso del tiempo…). Tratándose de pensar, el objetivo no debería ser concordar con la propia tribu ni discrepar de la contraria. Lo mejor sería acabar con todas ellas, pero mientras ese tipo de congregaciones sean inevitables, habría que aconsejar justo lo contrario: es mejor desentonar un poco con la propia cofradía y tratar de buscar los puntos en los que el adversario parece razonable. En cualquier caso, pensar es lo mas contrario del automatismo, sea este acomodaticio o provocador; ambas actitudes son formas de conformismo.
Dicen que el cínico Diógenes de Sínope quiso ser enterrado boca abajo para yacer correctamente cuando el mundo diera la vuelta. Prefirió discrepar de su presente y coincidir con la posteridad. Esta curiosa articulación del corto y largo plazo podría considerarse como la mejor expresión del dilema del oportunismo. ¿Es preferible coincidir con los contemporáneos o con la posteridad, con los de aquí o con los de allá? Probablemente, tratándose del ejercicio de la razón, lo mejor es estar de acuerdo con uno mismo y convertir a la realidad en el árbitro que dictamine acerca de dicha coincidencia, le deje esto a uno sólo o con la mayoría. Lo decisivo no es quedarse solo ni procurarse una cómoda compañía. Ni la contradicción ni la concordancia son por sí mismas un criterio de verdad.


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viernes, 26 de julio de 2019

La ley secreta de las coaliciones


Victor Lapuente
Durante gran parte de la historia de la humanidad, el cielo era un caos. Sol, Luna, estrellas, cometas, aparecían y desaparecían, se cedían el paso y se eclipsaban, sin ton ni son. Hasta que las leyes de la física moderna, radicalmente simples, tocaron con su varita mágica el universo que conocíamos y, donde antes hubo desorden, ahora había claridad.
Los humanos somos más difíciles de pronosticar que los astros. Sobre todo en política. El distante Marte es más predecible que el próximo tuit de Trump. Utilizando una clásica distinción en ciencia, casi todas las cosas pueden clasificarse en dos categorías en función de si son como relojes —porque operan sistemáticamente— o nubes —porque cambian caprichosamente de forma al cruzar el firmamento—. Y, en principio, las personas somos nebulosas y antojadizas.
Pero, tras las elecciones de esta primavera, los desplazamientos de nuestros partidos son a primera vista tan erráticos que, como los cuerpos celestes, es posible que en realidad obedezcan a una ley sencilla, una ley que me atrevo a esbozar en este artículo. Fijémonos, en primer lugar, en los extraños movimientos de los planetas rojos. A pesar de necesitar su apoyo parlamentario, el PSOE se ha resistido con todas sus fuerzas a la entrada de Unidas Podemos en un Gobierno de coalición estándar, donde los partidos se reparten proporcionalmente los ministerios y sus líderes ocupan las carteras clave. Sin embargo, los socialistas gobiernan con Ada Colau en Barcelona en pie de igualdad, accediendo sin vetos a la maquinaria administrativa local. De forma paralela, mientras en Ayuntamientos y comunidades de toda España los socialistas intentan seducir a Ciudadanos (aunque no se dejen), en muchos lugares de Cataluña, de la Diputación de Barcelona a muchas comarcas, prefieren a los independentistas que a los de Albert Rivera (aunque en Cataluña estos sí quieran).
Algo análogo ocurre con otras formaciones de nuestra constelación, y de galaxias extranjeras. En Europa, los socialdemócratas rechazan coaliciones con algunos partidos de izquierdas, pero entran en Gobiernos con liberales o incluso conservadores, como en Alemania. Los socialistas portugueses o daneses gobiernan gracias a partidos como Unidas Podemos. Pero no les dan ministerios. Sí se los ofrecen a partidos que se encuentran a su derecha.
La ley que explica la creación de coaliciones en nuestras democracias contemporáneas es la siguiente: todo partido se siente atraído por los partidos situados más cerca del centro ideológico y repelido por los ubicados en posiciones más extremas. Para montar un Ejecutivo, intentas coaligarte con quien hace frontera contigo en tu lado moderado y no en el radical. Invitas a entrar en el Gobierno a aquel aliado que, en caso de desviarse del comportamiento que habéis pactado, meta la pata por el centro y no por el extremo. Tener un socio que se pase de moderado es tolerable, pero que se salga del guion por radical podría ser letal para tu supervivencia como gobernante.
Poner en el Gobierno a un partido radical de tu bando resta; si es uno de centro o del bloque contrario, suma
Sánchez no podía aceptar una coalición ortodoxa con Unidos Podemos de forma semejante a como la mayoría de dirigentes socialdemócratas no acceden a incluir como ministros a miembros de partidos más a la izquierda que ellos. Obviamente, buscan el respaldo parlamentario de estas fuerzas, de Portugal y España a Dinamarca y Suecia. Pero convertir a sus líderes en ministros sería enviar una señal de radicalización. Y, en un mundo que se guía cada vez más por percepciones, pocos presidentes de Gobierno quieren arriesgarse. A pesar de, o mejor dicho, gracias a, la creciente polarización política, poner en el Gobierno a un partido radical de tu bando resta, mientras que uno de centro, o incluso del bloque contrario, suma porque te confiere una pátina de razonabilidad. Iglesias podría haberlo intuido, y Sánchez anticipado, antes del vodevil de esta semana.
En Administraciones locales y autonómicas, el PP gana si gobierna con Ciudadanos, posicionado más al centro, y pierde si lo hace con Vox. Cuando sea necesario, los populares intentarán tripartitos. Pero, si tienen que elegir, siempre escogerán una coalición PP-Ciudadanos a una PP-Vox. Y no es porque, ideológicamente, el PP esté más próximo a Ciudadanos que a Vox. Como muestran las encuestas, los votantes de Vox y PP son muy parejos. Pero lo que condiciona las coaliciones de Gobierno no es la distancia ideológica, sino la imagen mediática. Un pacto con Ciudadanos lava la cara de un Gobierno del PP y un pacto con Vox la ensucia. Algo similar ocurre con las formaciones conservadoras en toda Europa. La CDU-CSU alemana le ha dado al SPD, en las antípodas ideológicas en muchos aspectos, unos ministerios que jamás concederá a partidos de una derecha radical con la que coincide en variados puntos programáticos.
Así también, los Comunes de Barcelona (encarnación pura de la política moderna y alternativa) invitan gustosamente al PSC (paradigma de la política vieja y convencional) a entrar en el gobierno municipal, otorgándoles considerables áreas de influencia. La razón es que los socialistas están colocados más al centro que los Comunes en los dos ejes de competición electorales en Cataluña: izquierda-derecha y nacionalismo. Son, por tanto, sus socios ideales. En cambio, Colau sería reticente a conferir el mismo poder a un partido más extremo que los Comunes en cualquiera de esas dos dimensiones, como, por ejemplo, ERC o la CUP. De nuevo, es posible que los Comunes simpaticen más con los republicanos o los cupaires que con los socialistas en las políticas más importantes. Pero no les darían ni una fracción de la discreción que le han entregado al PSC en Barcelona. Con Colau de alcaldesa, Ernest Maragall nunca tendría el poder efectivo que disfruta Jaume Collboni.
Con Ada Colau de alcaldesa, Ernest Maragall nunca tendría el poder efectivo que disfruta Jaume Collboni
Esta discrepancia no es una cuestión de egos o química personal, sino de física política. Tu poder de negociación para entrar en un Gobierno es inversamente proporcional a tu distancia al centro del sistema de partidos. Las formaciones que, como Vox, pululan en órbitas lejanas reciben la atención de todos los telescopios mediáticos, pero están a años luz del poder real. Se nos dice que estos partidos determinan la agenda de discusión. Pero apenas rozan la esfera de decisión, y menos la de implementación, fundamental en España.
Como los planetas, las coaliciones de partidos gravitan hacia el centro. Los que se encuentran más cerca del núcleo de cada galaxia, como el PSC en Cataluña o Ciudadanos en el conjunto de España, son los que pueden acumular más puestos de Gobierno, porque son los aliados ideales: los que menos desgastan a sus compañeros de coalición. Iceta lo ha entendido bien. Rivera, no.
Esta ley gravitacional de las coaliciones opera en contraposición a la paulatina trivialización de la política. Cuanto más se polariza el discurso, y más se habla del ellos contra nosotros, más peligroso resulta para un partido con vocación de Gobierno confiar en otros más radicales dentro de su bloque ideológico, porque espantan más a los votantes moderados. En tiempos de gritos, el objetivo es no asustar al electorado.
Víctor Lapuente es doctor por la Universidad de Oxford y actualmente es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Gotemburgo y profesor de ESADE Law School.


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