viernes, 31 de agosto de 2018

LA POLIS LITERARIA

JEAN MANINAT

Rafael Rojas, es el historiador, y pensador cubano contemporáneo, (radicado en México) que más ha ayudado a entender la Cuba histórica, desprovisto de las ataduras intelectuales que ofuscan el juicio y oscurecen el relato. (¡El relato y la narrativa, what an egg!).
Junto a Carlos Alberto Montaner -cada uno en su Guantamera particular- nos ha dado escritos que han logrado desentrañar el embrujo que logró irradiar la isla caribeña, más allá de las fronteras acuáticas que la circundan. 
Hasta Coppola tuvo que desembarcar en La Habana a un aprendiz de brujo como Michael Corleone, en su saga por "normalizar" a su familia y de paso despachar al ficticio gánster judío, Hymen Roth, interpretado en el Padrino II por Lee Strasberg, quien lograra reconocimiento mundial para el "Método" en el Actors Studio de Nueva York a partir de los años 50.
En el trasfondo, reina como un Zeus tropical, Fidel Castro, dispuesto a comerse el mundo y dejar su traza en la historia de esta irredenta comarca del planeta, siempre tan propicia a dejarse subyugar por caudillos que tengan la cortesía de despojar a sus habitantes de toda responsabilidad para regirse democráticamente por ellos mismos.
¿Cómo logra Fidel Castro encantar a los principales escritores del "boom" - gente culta y de raigambre iconoclasta- y luego hacer trizas públicamente el cheque en blanco que le habían otorgado para festejar su ensueño revolucionario?
El libro más reciente de Rafael Rojas, La Polis Literaria, nos da unos indicios de la infatuación de los principales intelectuales latinoamericanos con la épica revolucionaria cubana de entonces, y el desgarrador desencanto que los partió -con sus bemoles- cuando se dieron cuenta de la terrible realidad que anidaba en sus entrañas socialistas.
Es conmovedor, por decir lo menos, los ires y venires de Julio Cortazar, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, por nombrar algunos de los más destacados escritores, entre su independencia, apenas enunciada como "intelectuales críticos", y su dependencia hacia un régimen que negaba todo lo que proclamaban en voz alta y consciencia perturbada.
El "caso Heberto Padilla" los obligaría a asumir su parteaguas particular, y a desandar, con mayor o menor dignidad, su propia liberación del mito de una revolución tropical y libertaria, que era la negación de sus propios ensueños redentores. 
De alguna manera u otra, todos abjuraron de su identificación con el líder de la revolución cubana, salvo García Márquez, quien aseguraría que gracias a él, y a su amistad con Fidel Castro, se habrían salvado innumerables desterrados de la vida en su propia isla. Lo cual parece ser verdad, y se le agradece.
Hay pasajes que describen la abyección intelectual, la postración del juicio, como los que se refieren a un influyente sector de la crítica literaria -dentro y fuera de la isla- que medía las obras literarias según el fervor fidelista de sus creadores.
Pero queda plasmado, con la minuciosidad documental que caracteriza la obra de Rojas, el vía crucis personal, el desgarramiento moral, que finalmente lleva a la mayoría de estos escritores a abandonar la revolución verde oliva, una vez que toda esperanza de rectificación por parte de Castro se evapora, a medida que la joven revolución envejece a paso de vencedores hasta semejar a una matrioshka soviética.
¿Qué nos deja este libro de Rafael Rojas? El tenue trazo entre la abdicación intelectual y el macho alfa que todo lo devora. Y una lección para la estupidez hoy reinante, aquí y acuyá. 

@jeanmaninat

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Cómo producir una transición democrática en Venezuela


Benigno Alarcón  

POLITIKA UCAB

En nuestro último columna prometimos dedicar la presente a tratar de explicar cómo puede producirse una transición democrática y el anhelado cambio que desde hace ya tiempo la casi totalidad del país reclama y que hoy, más que un tema de preferencias políticas, es una condición de la que depende la viabilidad misma del Estado y la supervivencia de millones de venezolanos.
Hoy, el sector democrático del país se encuentra sumido en la más profunda confusión y parálisis. En lo personal, no puedo hacer responsable a ningún líder en particular, pero mientras no se tomen decisiones, todos, sin excepción –por acción u omisión– somos corresponsables de esta debacle. Tampoco es serio explicar la situación a partir de teorías conspirativas que solo logran dividir y debilitar más al sector democrático. Creo, hasta que alguien pruebe de manera fehaciente e irrefutable lo contrario, que líderes como Henry Ramos, Julio Borges, Leopoldo López, Henrique Capriles, Tomás Guanipa, Omar Barboza, Freddy Guevara, Antonio Ledezma, María Corina Machado y Andrés Velásquez, entre otros muchos, son de esta causa y no fichas del Gobierno.
También comprendo, porque he estudiado y enseñado sobre conflicto y negociación por más de veinte años, que las dificultades para alcanzar acuerdos en la oposición tienen más que ver con condiciones estructurales de la situación (dilema de prisionero), que con los actores. Se está ante una situación donde los costos potenciales para los actores son muy altos, como lo demuestran Leopoldo López o Juan Requesens, los más visibles hoy de entre cientos de héroes ­–conocidos o anónimos– que han perdido su libertad o la vida. Lo menos que podemos hacer es honrarlos con nuestro reconocimiento y respeto. Asimismo, los incentivos de liderar esta lucha hacen mucho más difícil la coordinación, porque aquel líder que logre sacar adelante la transición democrática del país ocupará un lugar especial en la historia de Venezuela.
En la medida en que el país renuncie a la convicción de que el cambio político está en nuestras manos y no en factores o actores externos, el régimen habrá logrado desmovilizar y afianzarse en el poder, mientras esperamos que algo pase o alguien haga la tarea que nos corresponde a los venezolanos, en un mundo donde más de la mitad de la humanidad se encuentra gobernada por regímenes autoritarios. Sin la conformación de una amplia coalición social y política nadie podrá llevar adelante la titánica tarea de generar un cambio político y transformar a Venezuela en un país normal.
Como afirmó Samuel Huntington (1980), la característica principal de las transiciones democráticas a partir de lo que llamó la tercera ola de democratización –iniciada con la Revolución de los Claveles, tras el golpe de estado en Portugal (1974)– es que han sido impulsadas por la movilización masiva de sus sociedades. En sentido contrario, la mayor parte de los procesos de transición que se han intentado de arriba hacia abajo han fracasado –circunscribiendo la dinámica a la interacción entre las élites políticas del gobierno y la oposición– porque es mucho más fácil para un régimen con vocación autoritaria perseguir, encarcelar, reprimir, ignorar o cooptar a unos pocos líderes que conforman una élite con intenciones reformistas, que a un pueblo que se moviliza masivamente para exigir y presionar por un cambio político.
Estos niveles de movilización masiva se consiguieron durante la consulta del 16 de julio de 2017, cuando alrededor de siete millones de personas tomaron las calles para dar apoyo a todo lo que la oposición planteó en aquellas tres preguntas a las que dedicamos nuestro anterior artículo. Lamentablemente, como se hizo obvio posteriormente, no se tuvo una ruta estratégica más allá de la consulta misma. Así, una de las mayores movilizaciones de protesta que se haya hecho contra el régimen, terminó siendo el debut y la despedida de una clara manifestación a favor del cambio, extendida por más de 120 días, pero que llegó al declive como consecuencia de su anarquización y violencia.
La desesperanza parece ser hoy el sentimiento dominante en una sociedad que, aunque mayoritariamente opuesta al actual orden, se encuentra desmovilizada y confundida. Sabemos, porque lo hemos evaluado y vivido en los últimos 19 años, que sí es posible levantar las expectativas y movilizar a la sociedad nuevamente, y es imprescindible para lograr el tan anhelado cambio político. Lo que no puede repetirse es movilizar sin estrategia y objetivos claramente definidos; la movilización no puede ser un fin en sí misma sino el medio para producir la transición democrática.
Pese al escepticismo que nos domina y que está más que justificado, sigo convencido de que una transición democrática, pacífica y sin derramamiento de sangre sigue siendo posible, independientemente de la demostrada falta de disposición del régimen a salidas negociadas y a su inclinación a usar toda su fuerza para mantenerse en el poder.
Recientemente, un importante experto en la situación política de África me comentó, durante su visita a Venezuela, que la diferencia de nuestro país con algunas dictaduras africanas radica en que los venezolanos aún no se han rendido. Construir las condiciones políticas para girar el tablero de juego a favor de los sectores democráticos sí es posible.
El éxito del sector democrático no depende de estrategias secretas ni de tácticas de guerra para las cuales no está preparado, ni suelen ser exitosas, como demuestra el fracaso de decenas de procesos que trataron de impulsar cambios por la fuerza, algunos con resultados desastrosos, como en Serbia. No existe ningún escenario que el régimen ya no conozca, es quien mejor ha estudiado esta  teoría y comprende, mejor que los sectores democráticos, las dinámicas transicionales. A fin de cuentas, en ello se juega su propia existencia.
Hay que retomar una lucha asimétrica en la arena política para lograr la movilización social masiva, capaz de producir un cambio político que no pueda ser contenido por la fuerza. Una ruta estratégica debe considerar, al menos, cinco componentes básicos: presión interna, presión internacional, reducción de los costos de tolerancia, tener un plan para un gobierno que atienda la gobernabilidad durante la transición y prepararse para una elección presidencial.
Desarrollemos y razonemos brevemente cada uno de estos componentes.
  1. Presión interna. Ya dijimos que la mayor parte de las transiciones democráticas en el mundo se han producido por la movilización y presión social masivas, como lo identificó Huntington. Si quienes demandan cambio son mayoría, como el 80% de la población venezolana, pero están paralizados por miedo, por su sobrevivencia o por división en su liderazgo –los regímenes generan condiciones para todo ello–, el régimen no tiene necesidad de reprimir para sostenerse y su costo de represión es cero. Los movimientos sociales exitosos demandaron porcentajes pequeños, de entre el 3,5 y el 5% de esas poblaciones, como lo documentó el estudio de Erika Chenoweth y María Stephan (2009). Pero para alcanzar consistentemente esos niveles de participación la renuncia a la violencia de los movilizados es condición sine que non. La violencia genera la excusa para reprimir, desincentiva la participación ciudadana y deja el conflicto en manos de los más radicales, lo que escala la reacción de los cuerpos policiales, que vencen por estar mejor equipados. En sentido opuesto, con menor nivel de violencia hay mayor participación y el costo de reprimir es mayor para el gobierno. Así, crecen exponencialmente las probabilidades de producir un cambio; pero eso implica crear las condiciones para una acción colectiva coordinada y sostenible –como una gran orquesta– ello demanda organización, planificación y ejecución con una sola partitura y bajo una sola dirección o liderazgo.
  1. Presión internacional: La presión internacional ha tenido una gran importancia en buena parte de los procesos de transición política, aunque no suelen ser su variable causal. Es indudable que en el caso venezolano la comunidad internacional ha demostrado niveles de compromiso con la democracia como nunca antes, aunque ha sido también evidente que tales esfuerzos son insuficientes para producir un cambio. Ante la falta de resultados las demandas suelen ubicarse en un espectro que va desde el cese de las sanciones hasta la intervención armada. La presión internacional ejercida a través de sanciones, como es nuestro caso, sí genera una elevación de los costos para el régimen, pero tiene un efecto paradójico que perjudica un proceso de transición. Mientras por un lado tiene la virtud de elevar los costos para quienes son llamados a reprimir para mantener al gobierno en el poder, por el otro aumenta los costos que un potencial cambio tiene para quienes están en las listas de sancionados. Las esperanzas de una transición democrática en Venezuela no pueden endosarse a la comunidad internacional porque las decisiones de los países aliados no están en manos del sector que demanda cambio en Venezuela. Las actuaciones de los aliados internacionales de la democracia, al ser países democráticos, responden más a razones de política interna en cada país que a las preferencias o convicciones de sus propios mandatarios. Ante este escenario, la falta de resultados puede llevar a un desescalamiento de la presión internacional si no se reorientan los esfuerzos y se optimiza la coordinación entre actores democráticos nacionales e internacionales, de manera tal que existan expectativas creíbles para un cambio democrático. La comunidad internacional continuará apoyando los cambios democráticos, pero no invadirá Venezuela ni puede hacer la tarea que corresponde al liderazgo político y social del país. Para avanzar es esencial una estrecha coordinación entre la comunidad democrática internacional y un liderazgo nacional bien definido que tenga la responsabilidad de impulsar el proceso de transición.
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  1. Reducir los costos de tolerancia: La mayor parte de los procesos de transición se han producido por una combinación de conflicto y negociación. El conflicto generado por la movilización social masiva y la negociación con actores clave del régimen, o esenciales para su sostenimiento. En estos procesos es fundamental que el liderazgo democrático sea capaz de generar una visión de país inclusiva, en la que aquellos que apoyaron o aún sostienen al régimen no vean el cambio como una situación terminal en la que se juegan la vida, porque ello les pondría en una posición de luchar o morir. En tal sentido, es esencial que el liderazgo democrático pueda posicionarse del lado de la tolerancia y la justicia, que es lo opuesto a la venganza; demostrar que se está abierto al diálogo constructivo con los sectores que estén dispuestos a cooperar para llevar al país a la normalidad, pero no a negociaciones maliciosas como las que se dieron en República Dominicana. Es necesario que el liderazgo democrático sea capaz de convencer a quienes hoy sostienen al régimen que su futuro está en manos de ese liderazgo y no en las de un régimen que se resiste a su inevitable colapso. Estos procesos de negociación, en ocasiones, se producen con los mismos actores gubernamentales (España, Sudáfrica, Brasil o Chile), y en otros casos se producen, ante la negativa del régimen, con quienes lo soportan (Perú, Polonia, Serbia, Ucrania, República Checa, Túnez o Egipto). Quienes están dispuestos a negociar solo lo harán si saben quién gobernará la transición, lo que obliga a definir quién gobernará ese lapso y prepararse para una negociación, aunque hoy no la creamos posible.
  2. Tener un plan de gobierno que atienda la gobernabilidad durante la transición: Este es uno de los componentes más complejos, imposible de abordar en pocas líneas, me limitare a algunas ideas puntuales. Existen numerosos esfuerzos, muy valiosos, de reconocidos expertos que han trabajado en planes de gobierno, pero pocas veces se tiene presente que gobernar en una transición no es lo mismo que hacerlo en democracia. Esta diferencia queda plasmada en casos como el de Egipto, donde se perdió el gobierno de transición en menos de un año; o el de Nicaragua, donde el proceso se revirtió en el mediano plazo como consecuencia de decisiones y medidas que no se implementaron durante el gobierno de transición. Un gobierno de transición debe concentrar todos sus esfuerzos en levantar de manera simultánea y balanceada tres pilares sobre los cuales se sostendrá la gobernabilidad. Primero, el pilar democrático, lo que incluye entre otros objetivos la reforma electoral, el fortalecimiento del sistema de partidos políticos y de la sociedad civil organizada. Segundo, el pilar de la capacidad estatal mediante reformas institucionales y burocráticas que busquen el fortalecimiento de las instituciones que darán sostén a la nueva democracia, así como su capacidad para canalizar y dar respuesta a las múltiples demandas que se generan desde el sistema político y social. Tercero, el estado de derecho, lo que implica tanto la reforma del marco constitucional y legal vigente, como del sistema judicial de administración de justicia.
  3. Prepararse para una elección presidencial: Dejamos para el cierre el componente que, sin lugar dudas, será el más controversial, o sea, la necesidad de preparase para una elección presidencial que es muy difícil predecir cuándo y bajo qué condiciones se producirá. Como hemos dicho en artículos anteriores, es falsa la idea de que “dictadura no sale por votos”, de hecho, como consecuencia de una elección han salido regímenes tan represivos como los de Pinochet en Chile, Milosevic en Serbia, o Yanukovich en Ucrania. En este sentido, es importante entender que el rol de lo electoral en una transición no siempre es el mismo. Han existido casos en los que lo electoral ha sido el detonador de las crisis, que terminaron en una transición política por un error de cálculo del régimen (Perú, Serbia, Ucrania, Polonia). En otras situaciones la elección no ha sido el detonador sino el resultado de una transición negociada, como sucedió en España tras la muerte de Franco; o en Sudáfrica con las negociaciones entre Mandela y de Klerk. En otros casos, los menos frecuentes, las elecciones se han constituido en el capítulo inicial de un proceso de transición, tras la ruptura o la salida del régimen anterior, por mecanismos distintos a los electorales (golpe de estado o colapso del régimen gobernante) como sucedió en los casos de Venezuela tras la caída de Pérez Jiménez y Portugal tras la Revolución de los Claveles. En respuesta a quienes alegan que el actual gobierno ha cerrado la vía electoral o jamás permitirá una elección, es importante recordar que ninguna autocracia o dictadura, como la de Venezuela, renuncia o celebra una elección voluntariamente para perder el poder, sino porque la presión supera su capacidad de represión o porque quienes ejercen la represión deciden no continuar asumiendo los costos de sostener al régimen y éste se ve obligado a renunciar o negociar la forma y consecuencias de su salida. Bien sea en el escenario de una salida electoral –producto de un error de cálculo del régimen–, de una transición electoral negociada o de una elección posterior a una ruptura, el sector democrático del país está obligado a definir un liderazgo unitario que tenga la capacidad de ganar una contienda electoral, sin las condiciones y garantías ideales, y tenga la legitimidad necesaria para desarrollar las tareas propias de una transición, durante un periodo que nunca podría ser menor a dos años. La no definición de tal liderazgo con suficiente anticipación coloca al sector democrático en una posición de gran vulnerabilidad que implicaría la pérdida de una importante oportunidad de cambio, como sucedió con el caso de la Primavera Árabe. En Egipto, en menos de un año, los Hermanos Musulmanes perdieron el gobierno de transición tras un golpe de estado ejecutado por el mismo ejército que estuvo bajo las ordenes de Mubarak y que luego lo desalojó del poder. Ese ejército resultó “legitimado” en un proceso electoral posterior  que colocó a su comandante como nuevo jefe de un estado hoy mucho más represivo.
En Venezuela, la demanda por una nueva elección presidencial es una de las pocas banderas en torno a la cual se puede unificar y coordinar la presión nacional e internacional. En lo internacional, porque una parte importante de la comunidad democrática ha desconocido la validez de la elección presidencial del pasado mes de mayo y ha exigido, una y otra vez, la celebración de elecciones democráticas. En lo interno, porque una proporción mayor a dos tercios del país no reconoce tampoco la pasada elección presidencial, pero además está consciente de que la grave problemática del país no cambiará sin que antes haya un cambio de gobierno.
La ruta descrita demanda un factor común para su desarrollo exitoso, un liderazgo que asuma la dirección y vocería única del proceso, que debe desarrollarse bajo un plan debidamente concebido. Tal como sucede con una orquesta, se necesita un director y una partitura, sin tal liderazgo resulta prácticamente imposible lograr avances significativos en ninguno de los componentes descritos. Sin un liderazgo único, o unitario, es imposible lograr el nivel de coordinación para movilizar a la sociedad de manera masiva para generar los niveles necesarios de presión interna. Sin un liderazgo único, o unitario, no es posible coordinar esfuerzos con la comunidad internacional de manera eficiente. Sin un liderazgo que ejerza la dirección y vocería del cambio es imposible construir una visión coherente del país posible y tampoco es posible que los actores gubernamentales, o quienes les sostienen en el poder, encuentren una contraparte con quien negociar. Sin liderazgo unitario alrededor del que se generen expectativas creíbles de cambio, es imposible conformar con suficiente anticipación equipos que puedan preparase adecuadamente para gobernar en medio de las dificultades e inestabilidad propias de una transición política. Sin un liderazgo único, o unitario, es imposible estar preparados para ganar una elección y blindar a un nuevo gobierno con la legitimidad necesaria para consolidar una democracia, bien sea porque esta elección se produzca como resultado de la presión interna e internacional, de una negociación, o como consecuencia de una renuncia o ruptura del bloque de gobierno.
Lo expuesto nos obliga a una conclusión inevitable: la transición, como ha sucedido en la mayoría de los casos, exige la definición de su liderazgo y de una estrategia única que permita orquestar la presión interna e internacional, asumir la vocería que permita construir una visión de país y la interlocución con quienes estén dispuestos a negociar. Un liderazgo con un equipo y un plan de gobierno apropiados a los desafíos de un proceso de democratización, y alrededor del que se construya el consenso y apoyo necesarios para garantizar su éxito en una elección que lo envista de la legitimidad imprescindible para emprender los cambios urgentes que el país necesita, pero que no resultarán sencillos.
Tal liderazgo, para ser efectivo, demanda un importante nivel de consenso, por lo que difícilmente puede derivarse de un acuerdo entre élites partidistas. Tales liderazgos, normalmente, son legitimados desde las propias bases, bien sea mediante procesos formales, como una primaria, o ante la falta de reglas y procesos que permitan su elección, terminan por emerger y abrirse paso en medio de las dificultades y desafíos propios de un proceso de cambio político.
Las circunstancias y condiciones bajo las cuales se celebró la elección presidencial del pasado mes de mayo hacen imposible para la comunidad internacional democrática el reconocimiento de la presidencia de Maduro a partir de enero de 2019. Tal situación constituye una nueva ventana de oportunidad que solo es posible aprovechar, sí y solo sí, el país y la comunidad internacional se unifican en torno a un solo objetivo: elecciones democráticas para elegir al Presidente que liderará un gobierno de transición a partir de enero de 2019.
@benalarcon

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EN VENEZUELA NO EXISTE EL REPUBLICANISMO

ELIAS PINO ITURRIETA
 
PRODAVINCI
 
Deberíamos ser republicanos en Venezuela, pero solo lo somos de fachada. Pensamos hoy  en la democracia y en su falta, sin parar mientes en el hecho de que para su establecimiento debe cumplirse el paso previo de tener una república hecha y derecha. En nuestro caso poco hemos hecho para convertirla en permanencia, o en posibilidad cercana. ¿Por qué la república puede ser la clave para explicar una conducta colectiva capaz de impedirla? Porque la asumimos en términos formales desde 1811 hasta convertirla en un credo incuestionable, pero apenas en un credo.  Nadie se ha atrevido, desde entonces,  a su negación en sentido formal y público, pero la conducta de las mayorías se ha empeñado en evitarla. Es decir, nadie abjura de la república, pero nadie quiere participar en el desafío del republicanismo.
El asunto importa porque nos remite a una omisión o a un defecto compartidos, pero también porque la república es una creación temporal. Nos pone en cuenta de la alternativa de hacerla cuando convenga, esto es, de la necesidad de levantarla  de nuevo debido a que la sociedad la condujo al cementerio   en uno o en varios lapsos. El punto se comprende sin problemas al volver a  unas afirmaciones que dirige Clemenceau al conde de Anuay, en agosto de 1898. Escribe, ante la crisis finisecular de Francia:
Habría un medio de asombrar al universo, haciendo algo totalmente nuevo: la República, por ejemplo.
Busca el salvavidas de una  forma política creada en la antigüedad y teorizada desde los tiempos de Tito Livio, que ha desaparecido de la faz de un territorio que la hizo realidad esplendente en las postrimerías  del siglo XVIII. En 1898 la república debe ser la novedad regeneradora de una colectividad que la estableció como forma de vida cuando acabó con el antiguo régimen, de acuerdo con la afirmación de un político que no vino al mundo a decir tonterías.
Sobre la actualidad del vital negocio, independientemente de las búsquedas y de las justificaciones históricas que han abundado a su alrededor, el test para  detectar republicanos que debemos al filósofo argentino Andrés Rósler (Razones públicas, Buenos Aires, 2016) nos mete de cabeza en el reto vigente que entre nosotros no  ha tenido desenlace.
En efecto, de te fábula narratur, (Horacio, Sátiras) si usted está en contra de la dominación, no tolera la corrupción, desconfía de la unanimidad y de la apatía cívicas, piensa que la ley está por encima incluso de los líderes más encumbrados, se preocupa por su patria mas no soporta el chauvinismo, y cree, por consiguiente, que el cesarismo es el enemigo natural de la república, entonces usted es republicano aunque usted no lo sepa.
Rósler no solo nos hace un interrogatorio que, en apariencia, se puede responder con comodidad. También propone una agenda tortuosa. Si se buscan contestaciones genéricas, esto es, lucimientos que  se atengan a una lógica principista y aún a la alternativa de pensar que se contesta sin mentir ni ocultar nada de importancia sobre comportamientos y sentimientos relacionados con el bien común,  cada quien puede quedar en paz al asegurar que es indudablemente republicano. Pero debe recordar que es un asunto de te fábula narratur, esto es, que habla de ti, que te concierne directamente, que quiere hurgar en tus vicisitudes.  Se refiere a un individuo que, para superar los escollos aparentemente inexistentes del test, seguramente deba reconocer que carece de la posibilidad de ser aprobado para ufanarse después mostrando la credencial del club del republicanismo nacional. Entre otras cosas, porque ese club no existe.
Porque el republicanismo, de acuerdo con lo que el autor machaca más adelante, depende del entendimiento de la política como debate, lo cual implica trasparencia de razones, claridad conceptual y guerra contra el dogmatismo. Pero también de advertir que las razones del debate son siempre públicas, es decir, dirigidas a todos pese a que encuentran origen en   una responsabilidad individual. De allí que el pugilato  reclame la existencia de instituciones que le den adecuado cauce, mediante la apelación a una autoridad política cuyo deber es la imposición del imperio de la ley. Se va de menor a mayor, o más bien al contrario, en una pirámide cuya base es el ciudadano cabalmente establecido. ¿Existe gente entre nosotros, que forme el fundamento de la mole?
La existencia del soporte depende del ejercicio de la virtud, que no se debe entender ahora en sus connotaciones morales sino como cualidad relativa a un ejercicio público. Las siguientes afirmaciones de Tocqueville ofrecen claridad al punto:
En la Constitución de todos los pueblos, sin que importe cual fuera la naturaleza de la misma, se llega a un punto donde el legislador está obligado a depender del buen sentido y de la virtud de los ciudadanos.
Hay, agrega Tocqueville,  un conjunto de prácticas morales de un pueblo que se trasmiten  a través de las generaciones para garantizar la existencia de la libertad y de las fuerzas que la custodian. Pero se puede dar y se ha dado el caso de que tal tipo de pedagogía pública deje de existir, o se interrumpa, hasta el extremo de volverse imperiosa la obligación de sembrarla otra vez  en parcela de apariencia yerma. ¿Quiénes son, siempre, los imprescindibles sembradores? Los ciudadanos, porque no cuentan ni deben contar en forma permanente  con un sistema político: deben ser el sistema político.
La pedagogía de las virtudes que son la esencia del republicanismo no ha contado con aulas amplias y estables en Venezuela. Solo en el lapso que corre entre la culminación de las guerras de Independencia y el advenimiento de la dictadura de los Monagas, los impresos del liberalismo moderno, una campaña terca sobre los fundamentos de una nueva sociabilidad y una experiencia de cohabitación respetuosa de los principios ilustrados que antes no pasaron  del papel, probó las posibilidades de un intento exitoso de vivir como ciudadanos de estreno en un lugar que apenas lo había intentado, pero hablamos apenas de una duración de veinte años.  La interrupción de las guerras civiles y la reiteración de cesarismos sucesivos, destrozan las posibilidades del republicanismo propuesto desde una altura no pocas veces inaccesible por los padres conscriptos, y mantenido en la letra de  discursos posteriores  sin pasar de la tribuna a los espacios de los destinatarios de la retórica.
Viniendo de una escuela intermitente y accidentada que apenas recibe impulsos fugaces en el país petrolero y pospetrolero, mientras el arraigo del populismo y la reiteración de cesarismos disfrazados o impúdicos se hace frecuente, o mientras los impulsos de ciudadanía se esfuman en los círculos de la disciplina partidista, o suponen que existen y suenan de veras cuando son apenas el eco de las banderías, el republicanismo venezolano espera la hora de un asombro como el sugerido por Clemenceau para  su país en 1898.  También la ocasión de atender con seriedad el test de Andrés Rósler, empeñado en descubrir  con desafiante sencillez la existencia de republicanos cabales.

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La diáspora no es el problema, es parte de la solución
 
TOMÁS PÁEZ
 
Más de 90 países y 300 ciudades cobijan a 3,8 millones de ciudadanos venezolanos, de acuerdo con el Observatorio de la Diáspora Venezolana (UCV). Más de 2 millones de ellos se concentran en Norte, Centro y Suramérica. Estas cifras continuarán creciendo con un ritmo trepidante, proporcional a la tragedia humana que profundiza el modelo del “socialismo del siglo XXI” en Venezuela. La envergadura del éxodo preocupa a todo el mundo, excepción hecha del régimen que la ocasiona y el de sus compinches en el Foro de Sao Paulo y el ALBA.
La dictadura venezolana es enemiga declarada de la propiedad privada (no la de ellos) y del sistema de mercado. Su animadversión le ha llevado a destruir el tejido empresarial y a expropiar y “gobiernizar” empresas que pronto dejan en rojo para colocarlas luego en el renglón de irrecuperables. Como consecuencia, ha disminuido la producción de bienes y servicios que se calcula en cerca de 50% del PIB.  Se suma a lo dicho la contracción próxima a 80% de las importaciones que ocasiona una severa escasez de todo, hambre, desnutrición y muerte.
Este desmoronamiento ha perjudicado severamente el comercio, la creación de empleo, la generación de riqueza, la productividad y la calidad de vida de toda la región. La paralización afecta el comercio con Argentina y demás países miembros del Mercosur. La destrucción de más de dos tercios de la producción petrolera afecta el comercio con las islas del Caribe (menos Cuba, faltaba más) y Centroamérica. Particularmente grave ha sido el desplome del comercio bilateral con Colombia, que llegó a alcanzar la cifra de 7.000 millones de dólares.
El comercio bilateral formal en proceso de extinción ha sido sustituido por el contrabando de gasolina, ganado, carne, etc., y el establecimiento de complejas bandas que propician la anarquía criminal. En el plano político, el régimen venezolano rompió la experiencia de integración más longeva, deshizo convenios con otros países, se marginó de la OEA y Unasur debió expulsar a Venezuela de su seno.
A todo ello se añade la crisis de inseguridad que se refleja en una elevada tasa de homicidios, a la violencia política consistente en el uso de grupos paramilitares para amedrentar a los ciudadanos,  la asfixia de la democracia y la judicialización de la política.  Esto es lo que explica el vertiginoso incremento en el número de solicitudes de refugio y asilo en la región, que supera las 100.000 en todo el mundo.
El socialismo trastocó la historia migratoria del país acostumbrado a recibir con los brazos abiertos a inmigrantes que provenían de Europa y Latinoamérica. Igual que Estados Unidos a lo largo de su historia y España en este siglo, Venezuela dio cobijo, ofreció oportunidades y se benefició de las sucesivas oleadas migratorias a lo largo del siglo XX.  En el siglo XXI se estima que 14% de la población española está formada por inmigrantes (aproximadamente 700.000 ecuatorianos, cerca de 300.000 venezolanos, además de dominicanos, peruanos, colombianos, argentinos, bolivianos, etc). Una estimación parecida ha sido hecha en Estados Unidos, país que también acoge a millones de ciudadanos latinoamericanos.
Los inmigrantes reciben en el país de acogida las oportunidades de trabajo, la posibilidad de procurarse alimentos y medicinas, adquirir competencias y tecnologías de las que carece el país de origen, establecer contactos y encontrar oportunidades de crecer en un clima de paz. El inmigrante consume, compra comida y transporte, paga una vivienda, ahorra, emprende, invierte, aporta su know-how y sus redes sociales. Tal como afirma Vargas Llosa, “el inmigrante no quita trabajo, lo crea y es siempre un factor de progreso, nunca de atraso”, y como lo reitera R. Guest, la diáspora contribuye a reducir la pobreza global.
También contribuye al progreso del país de origen a través del envío de remesas, alimentos, de la difusión de tecnologías y realizando inversiones y alianzas estratégicas entre los países de origen y destino. La evidencia rigurosa confirma que la inmigración contribuye a un mayor crecimiento económico, al aumento de la productividad, de la innovación y de la difusión tecnológica. Por ello adquiere pleno sentido el encabezamiento de este artículo, la diáspora no es el problema, es parte de la solución y  hace que carezca de sentido cualquier psicosis antiinmigración.
Los efectos positivos descritos deberían servir para disuadir la sola  tentación de adoptar políticas restrictivas en relación con la inmigración;  son una forma de desaprovechar las ventajas que ella ofrece. Vargas Llosa agrega que políticas restrictivas socavan la democracia, legitiman la xenofobia y abren puertas al autoritarismo. Se trata de políticas destinadas al fracaso, como lo confirma la experiencia global. Además, son ineficientes y contribuyen al desplazamiento irregular y a la corrupción.
Los frenos y controles, incluidos los muros como el de Berlín, dificultan pero son insuficientes para impedir la migración no autorizada. No es una forma de evitar el sufrimiento humano e inexplicable que se permita el tránsito de bienes y servicios y no el de las personas que los producen. A diferencia de Venezuela, los países de la región han exportado emigrantes al resto del mundo y conocen muy bien su significado y el papel que desempeñan.
El mundo es consciente de las causas del éxodo y por ello ha condenado a la dictadura venezolana, a la que reconocen como responsable de la crisis humanitaria en la que se encuentra sumido el país (Grupo de Lima, OEA, Estados Unidos, UE, Canadá, etc.). En consecuencia, muchos gobiernos han desplegado políticas para la integración de los ciudadanos que escapan de ella: los han censado y han creado mecanismos que faciliten su acceso a la educación y la salud, para lo cual han recibido apoyo internacional, imprescindible para atender las necesidades acuciantes de los ciudadanos.
La total disposición se enfrenta a la realidad de que las regiones y ciudades en las que se instalan los venezolanos carecen de las fortalezas para atender esas necesidades. Por ello compartimos la decisión de convocar al mundo para que coloque su mirada en esta nueva realidad y solicitar la cooperación internacional y multilateral para poder atender la emergencia. Los organismos internacionales, como por ejemplo la OIT que acaba de aprobar la Comisión Encuesta en Venezuela, tienen ante sí el reto de facilitar la administración ordenada y humana de la migración internacional.
Hay que acompañar este esfuerzo con el de la sanción a las redes de corrupción global que se han venido denunciando en los sonados casos de Odebrecht, Pdvsa y las recientes confesiones de quien fuera ministro en el anterior gobierno argentino. Los países no pueden convertirse en refugio de los responsables de la crisis humanitaria venezolana. Es necesario imponer consecuencias legales individuales y recuperar lo robado, recursos que serán útiles para atender las necesidades de la población.
Un asunto medular es contribuir a la recuperación del sendero de la decencia,  la Constitución, la economía y la sociedad venezolanas. Ese proceso va a requerir el concurso de inversionistas de todo el mundo y el respaldo de países, organismos internacionales y multilaterales. En este terreno la diáspora desempeñará un importante rol como parte activa en la solución de los problemas.
El mundo ha colocado su mirada en Venezuela para aliviar la tragedia y para hacer un llamado al respeto de los derechos humanos. Amartya Sen sostiene que donde existe democracia no hay hambrunas, y democracia significa un buen gobierno, libertad económica y mercados, portentosos instrumentos para reducir la pobreza.
También es necesaria la democracia, como afirmaba Rómulo Betancourt, para hacer posible la verdadera integración, pues los regímenes dictatoriales son perjudiciales para los países vecinos. Reaprender con la experiencia de la Unión Europea lo que había hecho la OEA a principios de los sesenta, excluir aquellos regímenes que desconocen los derechos humanos.
La diáspora desempeñará un importante papel en la reconstrucción de las instituciones y el tejido social. Ha desarrollado vínculos con el liderazgo regional privado y público, posee información privilegiada de ambos puntos de la relación que facilitan la inversión y el progreso, participan de nuevas redes que a relativamente corto plazo dinamizarán los acuerdos, los proyectos e inversiones conjuntos y las alianzas estratégicas, cada uno en su área, y por ello forman parte de la solución de la integración y el progreso regional.
@tomaspaez
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jueves, 30 de agosto de 2018

Totalitarismo: recuerdo y reflexión


Karl Popper se le atribuye una de las citas más acertadas para exponer la operativa de los totalitarismos: “Aquellos que nos prometieron el paraíso no trajeron otra cosa que el infierno”. Es cierto, anteayer en términos históricos, los europeos erigimos un mundo en tinieblas sobre falsas promesas de una sociedad mejor. Hoy es un día para reflexionar sobre ello y para recordar a los millones de víctimas que fueron injustamente asesinadas por los regímenes totalitarios.
Aunque sea al final de verano, no estemos atentos al calendario y todo pase desapercibido, hace 79 años Viacheslav Molotov y Joachim von Ribbentrop, respectivos ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética y de la Alemania nazi, firmaron el Tratado de No Agresión por el que ambas potencias se repartían Polonia, marcando así el inicio de la guerra más devastadora de la historia. Fue, en palabras del ex primer ministro polaco, Jerzy Buzek, “la colusión de las dos peores formas de totalitarismo en la historia de la humanidad”.
La cifra total de víctimas civiles bajo el nazismo y el estalinismo roza los 20 millones de personas. Los nazis asesinaron a 11 millones de civiles no combatientes, y los soviéticos, en el período estalinista, a 9 millones, según las cifras que arrojó en 2010 el historiador Timothy Snyder. A estos abismales números corresponden otros 40 millones de muertos durante la Segunda Guerra Mundial.
Por ello, el 23 de septiembre de 2008, mediante una aséptica Declaración, el Parlamento Europeo estableció el 23 de agosto -tradicionalmente señalado como el Día del Listón Negro para denunciar los crímenes del comunismo- como el Día Europeo Conmemorativo de las Víctimas del Estalinismo y del Nazismo; conocido también como el Día Europeo de Recuerdo de las Víctimas del Totalitarismo.
En la actualidad tenemos muchos días conmemorativos: el Día del Trabajo, el Día de la Mujer, el Día del Orgullo Gay, o el Día por la Eliminación de la Discriminación Racial, por ejemplo. Y está bien que así sea. Incluso, tenemos el Día de Recuerdo de las Víctimas del Holocausto, en el que hacemos extensivo nuestro homenaje y recordamos a todas las víctimas de la voracidad totalitaria -no sólo a los seis millones de judíos- y alertamos sobre los peligros de buscar culpables colectivos a los problemas cotidianos. A pesar de ello, a esta efeméride que nos ocupa no le damos la importancia que merece.
Este día sirve, en primer lugar, para que saquemos a las víctimas de la estadística, –Borges decía que la democracia es un abuso de la estadística- e intentemos ponerles nombre y apellidos. Por un mecanismo de supervivencia mental, y también social, tendemos a olvidar a los muertos y a anonimizarlos en grandes números. La sangre se seca y las víctimas se diluyen en las heladas cifras que nos han dejado cronistas e historiadores. Los millones de muertos bajo el nazismo y el estalinismo eran padres, madres, hijos, hijas, hermanos y hermanas. Tenían historias personales, inquietudes, sueños, vicisitudes y rutinas. Como nosotros. Se convirtieron en el otro, en el enemigo. En “una masa de carne en putrefacción” como dijo Franz Stangl, comandante de los campos de Sobibor y Treblinka, cuando fue interrogado sobre sus sentimientos al observar los cadáveres de prisioneros hacinados como si fueran escombros.
Es sano que curemos las heridas, que miremos hacia adelante y que dejemos atrás un tiempo inundado de muerte y locura, pero no debemos olvidar nuestro pasado ni a todos los que sufrieron por el derecho humano más elemental: ser o pensar diferente sin sufrir por ello.
Como ciudadanos libres, tenemos el deber moral de recordar en este día a todos los que fueron perseguidos, defenestrados, torturados, hacinados, apresados, explotados, asesinados y exterminados por tener endosada la etiqueta de enemigos del Estado. Es nuestra obligación, por ende, permanecer alerta y no tratar al totalitarismo como una reliquia de un tiempo ido, sino como un virus que puede mutar cuando menos lo esperemos.
Personalizar la estremecedora cantidad de 20 millones de muertos sirve a su vez para mitigar la latente lucha de narrativas sobre la historia del pasado siglo. En este sentido, dicha lucha lleva a que de Auschwitz sepamos mucho, pero muy poco sobre el Gulag. Como bien recordó Martin Amis en su certero Koba el Temible (Anagrama, 2002), “todo el mundo ha oído hablar de Auschwitz y Belsen. Nadie sabe nada de Vorkutá ni de Solovetski… Todo el mundo ha oído hablar de Himmler y Eichmann. Nadie sabe nada de Yeyov ni de Dzerzhinski…”.
Que el Holocausto sea un crimen masivo e industrial de características únicas en la historia de los hombres no debería eclipsar los estremecedores crímenes cometidos en la Unión Soviética durante el estalinismo. Pese a que existen ciertas diferencias, ambos hechos tienen su origen en el mismo fenómeno: la absurda y peligrosa creencia de que el responsable de nuestras miserias se apellida diferente, reza diferente, se relaciona diferente o piensa diferente.
En segundo lugar, esta jornada llama a la reflexión sobre la naturaleza del totalitarismo, mucho más temible que cualquier catástrofe o epidemia. De acuerdo con la definición que dio el propio Benito Mussolini, el totalitarismo se reduce a “todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada en contra del Estado“. Pero más allá de la apropiación absoluta de la maquinaria estatal, el totalitarismo basa su credo y su praxis en la destrucción de la persona y en la construcción demagógica del siervo y en la potestad arrogada -sostenida sobre la mentira y generalmente otorgada por una turba entusiasta y cómplice- de decidir quién es apto para vivir en el nuevo orden y quién no. El totalitarismo, en suma, convierte a los ciudadanos en súbditos, a los vecinos en enemigos, a la discrepancia en crimen y a la diferencia en condena; “un estado de la sociedad en el que los hijos denuncian a sus padres a la policía”, como sentenció Churchill.
Desde aquel infausto día de agosto de 1939, que hoy recordamos, hemos avanzado mucho. No obstante, la democracia sigue siendo más frágil de lo que parece. En 2018 somos testigos de cómo vuelven a infravalorarse nuestros regímenes garantistas y de cómo se coquetea con el nacionalismo excluyente, con la búsqueda de culpables imaginarios, con la xenofobia y con formas autoritarias de gobierno.
Solemos pensar que el asesinato indiscriminado, el abuso de poder, y la persecución del diferente permanecen extramuros de nuestros cómodos torreones occidentales. Sin embargo, debemos hacer un alto en el camino y acordarnos de lo que sucede cuando la democracia es cuestionada. Hitler y Stalin no fueron extraterrestres de Ganímedes, fueron seres humanos como nosotros, así como toda la larga, silenciosa y anónima cadena desde los tiranos hasta los ejecutores. Parafraseando al gran estudioso del Holocausto, Raul Hilberg, “fueron hombres quienes a otros hombres hicieron esto”.
Si aspiramos a seguir teniendo sociedades abiertas y pacíficas, nunca la voluntad de un grupo puede apropiarse de nuestros derechos individuales como ciudadanos, sin distinción ni excusa. Nunca, ningún concepto u ofrenda, por loable o hermoso que se presente (“justicia”, “prosperidad”, “futuro”) debe estar por encima de nuestra propia libertad ni de toda la estructura que la protege: los contrapesos al poder, la educación basada en el respeto, la prensa libre, la presunción de inocencia y todos los demás instrumentos que los totalitarismos aspiran a derruir.
La advertencia de Popper, en este día de recuerdo a las víctimas del totalitarismo, es muy actual: aquellos que nos prometen el paraíso, terminarán trayéndonos el infierno. Sin metáforas, el totalitarismo mata en masa y nuestras democracias son muy preciadas. Hoy es un día para recordar ambas cosas.
Elías Cohen es abogado, analista político y Secretario General de la Federación de Comunidades Judías de España.

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EL CARNET DE LA PATOTA

TRINO MARQUEZ

La última escalada de control del régimen  sobre el país apunta a elevar a su máxima potencia los alcances y cobertura del carnet de la patria. Tratan de convertirlo en el mecanismo de empadronamiento, control, chantaje e intimidación más eficaz de cuantos han aplicado. Pretenden ir más allá de los consejos comunales, las ubch y las salas situacionales. Es una versión de la lista de tascón, pero más sofisticada y ligera, porque supuestamente incluye  a las personas que lo obtienen en los beneficios otorgados por el gobierno o facilita los trámites  que los ciudadanos deben realizar ante los organismos del Estado. Con el carnet de la patria se pretende sustituir la cédula de identidad, único documento de nacionalidad que se les exigía  a los venezolanos.
         De acuerdo con el ritmo de los acontecimientos, pronto el carnet de la patria será necesario para conseguir empleo, viajar al exterior, moverse por el interior del país, abrir una cuenta bancaria, inscribir a los niños en las escuelas, ser atendido en un hospital, obtener el RIF u obtener cualquier permiso o licencia. Será el documento con el cual el régimen satisfará su delirio persecutorio.
         Durante dos décadas hemos visto lo que el oficialismo entiende por refundar la patria.  Desde los aspectos accesorios hasta los cimientos de la sociedad han sido modificados o vulnerados. Desde los cambios en las estrellas de la Bandera Nacional y la postura del caballo en el Escudo Nacional, hasta la destrucción de los partidos políticos, la eliminación del Senado, la desaparición de la autonomía de los poderes públicos, la estatización de activos que pertenecían a la sociedad, la compra de medios de comunicación, no queda ningún espacio vital donde el régimen no haya impuesto su hegemonía. Su vocación totalitaria es insaciable.
         El relanzamiento del carnet de la patria se produce en medio del cuadro de debilidad general que padece la oposición. El gobierno sabe que con tanta confusión y desconcierto, puede plantearse las metas más caprichosas que se le ocurran, sin que sus abusos impliquen ningún costo político. Se ensañan contra el adversario frágil. Es una vieja recomendación de los Castro: cuando veas a tu oponente débil, destrúyelo. La piedad no constituye ninguna virtud Es un signo de debilidad inaceptable en un comunista. El gobierno está demostrando la autoridad del caporal. Se ha convencido de que en las actuales circunstancias puede obligar a la mayoría del país a doblegarse porque la capacidad de resistencia de la población es muy reducida. Casi inexistente.
El carnet de la patria se transformó en el vehículo mediante el cual Maduro puede mantener la fachada democrática y electoral, sin correr un riesgo serio de perder las consultas que convoque. Ese documento crea la ficción de que el gobierno puede saber quiénes votan a favor de los candidatos oficialistas y quiénes no. Sirve para extorsionar a los electores. Quienes no lo porten no recibirán las bolsas clap, no recibirán los bonos que irresponsablemente concede el gobierno, no obtendrán la pensión del seguro social o, incluso, no serán atendidos en los centros públicos de  salud. El carnet alimenta la sensación de que el gobierno y Nicolás Maduro son como el Gran Hermano orwelliano. Todo lo sabe porque está en todas partes. Es un ser omnisciente y omnipresente.
Para la dirigencia opositora constituye un inmenso reto tomar una decisión correcta y firme frente a la emboscada tramada por la pandilla. Carece de la fuerza organizativa para convertir en una jornada nacional de protesta y resistencia la convocatoria a no sacar el carnet. Tampoco puede pedirle a la gente a que forme filas para inscribirse,  como si fuésemos corderitos. El llamado de algunos opositores a registrarse masivamente  para obtener el carnet, con el fin de quitarle su carga explosiva y hacerlo inofensivo, me parece de una ingenuidad patética. ¿Qué concepto de oposición y resistencia es ese que claudica sin combatir ante una medida tan arbitraria, ilegal e inconstitucional? Una cosa es reconocer nuestra debilidad y, a partir de allí, proponerle a la gente que decida de acuerdo con su libre albedrío y sus propias necesidades; y otra completamente distinta consiste en llamar a convalidar un atropello como el que intenta consumar la pandilla que asaltó Miraflores. El sentido de realidad no puede desplazar al sentido político. Una buena dosis de pragmatismo siempre conviene. Pero el servilismo es otra cosa  porque conlleva degradación. Pedir que la gente vaya a inscribirse para obtener el carnet de la patria equivale a imaginarse que los judíos hubiesen actuado muy bien, si hubiesen formado, motu proprio, colas para convertirse en los primeros en ser enviados a los campos de concentración, antes de que esos lugares de exterminio se pusiesen demasiado incómodos. 
Frente a la patota gobernante hay que resistir. El carnet de la patria habría sido una nueva oportunidad para demostrar en todo el país el rechazo a Maduro y el deseo de cambio. Parece que no será así y que cada quien hará lo que mejor le parezca. Lamentable.
@trinomarquezc

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miércoles, 29 de agosto de 2018

EL PEOR RÉGIMEN DE NUESTRA HISTORIA


GEHARD CARTAY
 
Nunca antes hubo un régimen tan incapaz, inepto, corrupto e insensible como el actual, pese a que, desde 1999, manejaron una montaña de petrodólares como ninguno otro en nuestra historia.
Nunca tuvimos un presidente peor evaluado que el actual, cuyo único mérito histórico será haber superado en esa escala a Julián Castro (1858-1859), a quien siempre se le tuvo como el más infame de todos los gobernantes en nuestra historia republicana.
Y es que, luego de casi dos décadas de ininterrumpido y abusivo ejercicio del poder por parte del castrochavomadurismo, son inocultables sus signos como el peor régimen de todos: una economía en ruinas (hambre, miseria, desabastecimiento, escasez, alto costo de la vida, hiperinflación), inseguridad como nunca, huída de millones de venezolanos hacia otros países y una desvergonzada corrupción en todas las escalas oficiales (desde la más alta hasta la más baja) y privadas. Ciertamente, Venezuela nunca estuvo peor que ahora, lo cual ya es mucho decir.
Lo que estamos presenciando en estos trágicos días es la demostración más escandalosa de que en Venezuela no hay gobierno, sino un régimen dictatorial –tutelado por otra dictadura foránea– signado por la corrupción, el saqueo y su propósito criminal de destruir el país. ¿O alguien, a estas alturas, puede dudarlo?
Así las cosas, nadie sensato puede pretender que este régimen va a ocuparse de resolver los problemas que ha creado desde 1999, sobre todo si hay que concluir forzosamente que hoy el principal problema de Venezuela es precisamente ese mismo régimen.
No han faltado quienes señalan que, más allá de tan colosal ofensiva de destrucción nacional y del vulgar despojo que el régimen nos ha hecho a todos –empobreciéndonos cada vez más–, hay motivaciones mucho más sombrías. No faltan economistas serios y prestigiosos han llegado a afirmar, incluso, que detrás de todo este colosal desastre castrochavomadurista hay una gigantesca operación de lavado de dineros sucios, provenientes de mafias oficialistas vinculadas a negocios ilícitos. Tal vez tengan razón, porque con gente de esta ralea todo es posible.
Otros han señalado que se trata de un plan estructurado desde Cuba con el propósito de extraerle a Venezuela todos sus recursos financieros y económicos hasta arruinarla completamente. Así, la dictadura castrocomunista podría mantenerse por un tiempo más, gracias a sus sirvientes chavomaduristas, quienes desde el principio han demostrado que actúan siempre en su beneficio, así eso signifique traicionar a su país, lo que, en efecto, han hecho. Puede que a los más descreídos esto pueda parecerle un argumento de película de ficción, pero a la mayoría nos consta que es una realidad que ya dura varios años.
Por cierto que ese saqueo y explotación de nuestros recursos por parte de la dictadura cubana y sus lacayos de aquí forma parte, como resulta lógico suponer, de un proyecto de dominación absoluta sobre Venezuela, lo que nos ha convertido en una colonia suya. Y no deja de ser paradójico que un país extenso y rico como el nuestro sea dominado, desde una isla pequeña y pobre, por una dictadura de las peores que ha sufrido Latinoamérica y que se ha convertido históricamente en un parásito de otros países para poder subsistir (antes la extinta Unión Soviética y ahora Venezuela).
Por desgracia, y a pesar del largo tiempo transcurrido, todavía hay sectores de la oposición que no han terminado de entender esta realidad y juegan a ser adversarios del régimen dentro de un supuesto juego democrático. Algunos cínicos se hacen los desentendidos para continuar sus negociados con el régimen, y otros parecen no darse cuenta, tal vez por pendejos o estúpidos, vaya usted a saber.
Como lo ha afirmado Fernando Egaña en reciente artículo de opinión esos sectores de la oposición “se agotan en la minucia del día a día, y soslayan por completo el contexto general, sin el cual los asuntos particulares, o no se comprenden en lo absoluto, o se comprenden de una manera peligrosamente equivocada”.
Lo cierto es que ese proyecto de dominación castrocomunista y sus cómplices chavomaduristas ha arruinado y destruido a Venezuela en estos casi 20 años de desgracias y miserias. Eso nadie lo discute hoy día, ni siquiera ellos mismos, que culpan del desastre que crearon –porque resulta imposible ocultarlo o negarlo– a una supuesta “guerra económica”, a “la derecha”, al “imperio”, a “la oligarquía” y al largo etcétera de excusas y chivos expiatorios que siempre citan para no asumir sus trágicos errores y traiciones.
Tampoco podría siquiera discutirse que el actual régimen pasará a la historia –insisto– como el peor de nuestra vida republicana, no sólo por haber empobrecido y destruido a Venezuela, sino por haberlo hecho para beneficiar a la cúpula dictatorial de otro país, lo cual no puede merecer otra calificación como no sea la de traición a la patria.
@gehardcartay

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martes, 28 de agosto de 2018

El contradictorio legado de Marx

ENRIQUE GIL CALVO



Cuando se produjo la caída de los regímenes comunistas, los centinelas del mundo libre decretaron la muerte de Marx. Y en efecto, las principales categorías del pensamiento marxista, como el análisis de clase, comenzaron a caer en desuso. Hasta el punto de que un conocido intelectual publicó un escrito titulado “El marxismo ha muerto pero ya soy demasiado mayor para cambiar de oficio”. No obstante, igual que Mark Twain, Marx también podría decir, aunque fuera póstumamente: “Las noticias sobre mi muerte son exageradas”. En efecto, 200 años después de su nacimiento, el marxismo es un muerto que está muy vivo, como demuestra su cíclico renacimiento cada vez que se reproduce, confirmando sus augurios, una crisis periódica del capitalismo internacional. Es lo que ha pasado ahora, cuando una nueva generación de neomarxistas okupan nuestras librerías y universidades, denunciando los deletéreos efectos del austericidio decretado tras la gran recesión. ¿Revive, pues, Marx? ¿Cuál es el legado que nos deja hoy? Ambivalente y contradictorio, pues combina partidas que han quedado obsoletas con otras todavía fecundas y practicables. Y eso en sus diversas líneas de trabajo e investigación.
En su legado filosófico predomina la obsolescencia, pues su utopía escatológica sobre la necesidad histórica, que predestina a la humanidad para la futura sociedad sin clases ni Estado, es una profecía religiosa que hoy resulta tan inverosímil como la civitas dei de San Agustín, en la que se inspira trufada de mesianismo judío. Lo mismo cabe decir de su peculiar metodología hegeliana, el materialismo dialéctico, que los marxistas analíticos de los años setenta, como Elster, Cohen, Roëmer o Van Parijs, intentaron revisar y depurar con la esperanza de reconstruir un marxismo científico, lo que no pudieron lograr con éxito. También su concepto de ideología está periclitado, al carecer de una teoría de la cultura, que habrían de construir Gramsci y Bourdieu. Y lo único aprovechable es su teoría de la alienación, que podría citarse como arqueología de la crítica anticonsumista.
Doscientos años después de su nacimiento, el marxismo es un muerto que está muy vivo
Su legado político es más antitético, pues exhibe contrastes más parejos. Desde el punto de vista teórico presenta una ceguera total por su incapacidad para entender el papel como sujeto histórico del Estado moderno (las coronas y las élites burocráticas), que después descubrieron y analizaron Weber y Hintze. Aunque peor resulta su legado normativo, pues los regímenes políticos creados bajo su inspiración, los totalitarismos comunistas, no solo han supuesto un absoluto fracaso histórico (con la posible excepción de China, tras reconvertirse al capitalismo) sino algo aún más grave, al caer en la violación sistemática y genocida de los derechos humanos. No obstante, junto a este lado oscuro, también subsiste un legado político fecundo, como es su teoría de la lucha de clases y su apoyo práctico a los movimientos emancipadores, que sigue siendo de perfecta aplicación tanto ahora como siempre. De ahí procede la actual vigencia de la teoría de la movilización de Tilly, Tarrow y seguidores.
Pasemos al legado económico. En la vertiente negativa destaca su concepto de plusvalía fundado en la errada teoría del valor trabajo: un callejón sin salida en la historia del análisis económico. Otro grueso error de bulto, denunciado por críticos como Gray, fue su ingenua creencia positivista en el determinismo del progreso tecnológico, lo que le produjo una inexplicable ceguera para advertir la futura destrucción ambiental que habría de generar. Aunque geógrafos como Lipietz y Harvey se sigan inspirando en su teoría de la renta de la tierra, los ecologistas sin embargo no pueden erigirlo en su santo patrón.
En cuanto a su legado económico positivo y fecundo, ahí está su teoría de las crisis capitalistas y los ciclos económicos, de la que partiría una senda investigadora continuada primero por Kondratiev y Schumpeter, y después por Mandel y Arrighi. También continúa prevaleciendo su análisis estructural de clase, que permite refutar el modelo neoclásico idealizador del mercado. Y ello tanto en clave histórica, lo que fue después continuado por Polanyi, como a nivel micro, lo que hoy investigan neomarxistas como Wright y la nueva sociología económica de Granovetter, Portes o Viviana Zelizer. Y valga la referencia a esta para lamentar que Marx, tan dispuesto a denunciar la explotación de clase, fuera ciego para la de género.
Junto al lado oscuro, existe un legado político fecundo como la teoría de la lucha de clases
Pero sin duda, aparte de su propio ejemplo teórico-práctico, el principal legado de Marx ha sido, al menos para mí, de carácter científico-social, al proponer y aplicar su célebre paradigma infraestructural, entendiendo por tal la determinación en última instancia del comportamiento individual y colectivo por la posición ocupada en la estructura social. Un paradigma por él fundado que hoy aplicamos todos los investigadores sociales, cualquiera que sea nuestra disciplina: sociológica, política, económica o histórica. Y un paradigma que puede reducirse sintéticamente a tres simples notas. La primera es su metodología relacional (es decir, no holística ni individual), que aparece ya en sus Tesis sobre Feuerbach, interpretable en el sentido de que todos los conceptos, como el de capital, deben analizarse como una relación social (establecida entre dos a más actores individuales o grupales). La segunda es el ya citado determinismo económico en última instancia (es decir, a largo plazo), que hace depender la superestructura institucional de la base material o infraestructural. Y la tercera es la indeterminación, a corto y medio plazo, de la coyuntura política, según su célebre fórmula: “El desarrollo de las fuerzas productivas pronto entra en conflicto con las relaciones de producción, abriéndose una época de crisis y (posible) revolución social”.
Este axioma, que resume el paradigma de Marx, es el modelo explicativo que ha sido asumido como propio por la escuela de sociología histórica directamente heredera de Marx, empezando por el propio Weber y siguiendo por los grandes autores que han sabido combinar las dos tradiciones marxiana y weberiana: Elias, Moore, Braudel, Mann, etcétera. Pero no solo eso, pues también en la otra vertiente liberal del análisis histórico ha sido tomado en cuenta por el llamado nuevo institucionalismo de North, cuyo más conocido representante actual es Acemoglu. Resulta particularmente significativo el modelo teórico de este último, que se inspira en el paradigma marxiano para construir una especie de materialismo histórico de derechas (favorable a los propietarios en vez de a los asalariados). Véase para ello su modelo de conflicto entre instituciones políticas y económicas que abre coyunturas críticas y círculos viciosos, que no es más que una versión del citado axioma de Marx sobre la contradicción crítica entre fuerzas productivas y relaciones de producción. Está visto que, igual que el conservador Nixon hubo de confesar que “hoy todos somos keynesianos”, también ahora hasta los liberales deberían reconocer que hoy todos somos marxianos sin por ello parecer marcianos.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid

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lunes, 27 de agosto de 2018

Pobreza controlada 
 

¿Es coherente el plan de recuperación económica del régimen, presumiblemente ideado para sacar al país de la pobreza? Veamos qué puede tener en común con la manera cómo otras dictaduras comunistas han enfrentado situaciones comparables derivadas de su propio modelo económico.
En 1921, Lenin, ante ante la miseria que se agudizaba en la temprana Unión Soviética, propuso un sistema económico mixto, La Nueva Política Económica (NEP), que toleraba libre mercado y capitalismo y exigía rentabilidad a las empresas estatales, para generar riqueza y contener el deterioro de las condiciones de vida. En 1976, en China, Deng Tsiao Ping, para frenar la hambruna que diezmaba a millones, sencillamente abrió el camino hacia el capitalismo económico. Para infortunio de los ciudadanos soviéticos, la NEP no sobrevivió al dogmatismo de Stalin y la URSS, con su infinito potencial natural, terminó hundiéndose, en tanto que China, respetando la ruta trazada por Deng, inició la erradicación de su inmensa pobreza y hoy es la segunda economía del mundo. En ambos casos, naturalmente, la alternativa económica no perturbaría el poder político del partido comunista.
En 1991, en Cuba, tras el colapso de la Unión Soviética, nodriza de su economía durante tres décadas, el país se hundió en feroz miseria. Castro ideó formas alternas de sobrevivencia ciudadana, de agricultura, de transporte, permitió las remesas mayameras, atrajo inversiones extranjeras, turismo, entre otros recursos. Sobrevivió política y económicamente hasta que en 1999, la largueza de Chávez reflotó de nuevo su economía.
Las soluciones propuestas por esas dictaduras comunistas, fueron bastante congruentes con su propósito. Al revisar el plan económico de la nuestra, también lo encontramos bastante coherente, porque no persigue acabar con la pobreza, sino domesticarla, administrarla sin interferencia de empresarios y comerciantes, comprimirla mediante la emigración y controlarla policialmente. Su propósito: salvaguardar su perpetuidad en el poder, único medio para mantenerse a salvo de la justicia nacional e internacional…

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domingo, 26 de agosto de 2018

MEDIDAS DE MADURO TIENEN SEMIPARALIZADA LO QUE QUEDA DE LA ECONOMIA VENEZOLANA

PEDRO BENITEZ


Agentes policiales y militares fiscalizando precios en automercados y grandes almacenes, y de paso llevándose detenidos a algunos gerentes de negocios estratégicamente seleccionados para infundir temor y crear la sensación de autoridad. Mientras que la mayoría de los establecimientos que expenden repuestos de vehículos, productos de ferretería, farmacias, hoteles, que brindan servicios médicos y casi todos los pequeños o medianos negocios no abren desde el lunes pasado cuando entraron en vigencia las medidas económicas dictadas por Nicolás Maduro.
No lo hacen porque no saben a qué precios vender o por temor a vender por debajo del ritmo hiperinflacionario y descapitalizarse.
Aunque el Gobierno anunció una lista de “25 precios acordados” con algunas grandes empresas, en realidad ha usado esto como excusa para exigir que todos los comerciantes mantengan en medio de la hiperinflación fijos sus precios de venta al público, al mismo tiempo que decreta un enorme aumento de los salarios de los trabajadores.
El resultado ya es previsible: muchos empresarios medianos y pequeños cerraran definitivamente sus negocios, con la consecuente ola de desempleados que se sumaran a la mayoritaria economía informal o intentaran cruzar las fronteras.
Los países vecinos de Venezuela se pueden preparar porque la corriente migratoria desde este país no va a menguar, todo lo contrario.
Además, sobre las empresas que no abran pende la amenaza de la expropiación por medio del denominado “control obrero”. El miedo a que el Estado chavista termine por confiscar el resto de la economía privada ha retornado.
Por otro lado solo se han necesitado un par de días para hacer evidente el naufragio de la nueva estrategia oficial para fijar el dólar paralelo. El gobierno de Maduro, que no tiene dólares para alimentar el sistema de subasta cambiaria que ha creado, pretende que en medio de este caos los privados vendan los suyos.
Como no podía ser de otra manera el precio del nuevo bolívar soberano se cotiza en mercado paralelo entre 90 y 140 por dólar. Muy por encima de los 60 bolívares (6 millones de bolívares fuertes anteriores) con que se pretendió fijar la tasa oficial luego de la reciente devaluación.
En sus palabras del pasado miércoles en la noche, transmitidas por radio y televisión, Maduro dejó muy clara su intención de “gobernar la economía” y “derrotar la especulación” y despejó cualquier tipo de dudas sobre quién autorizó la detención de gerentes y dueños de algunos locales comerciales emblemáticos, en el mismo estilo que se le aplicó en mayo a Banesco, el banco privado más importante de Venezuela.
Como diría Jorge Luis Borges del peronismo, el chavismo/madurismo es incorregible. No puede renunciar a su estilo matonesco ni a sus ideas.Hace apenas una semana Maduro aseguraba la necesidad de cerrar el déficit fiscal y de no emitir más dinero sin respaldo. Poco le duro su propósito de enmienda porque está haciendo exactamente lo contrario. Para asegurar el pago de los aumentos de salarios decretados ha ofrecido cubrir por tres meses las nóminas de las empresas privadas.
Justo en un momento en el cual diversos reportes indican la continúa caída de las exportaciones petroleras venezolanas.
Sin más ingresos en divisas fuertes por exportaciones, sin préstamos externos, y con una producción nacional que hoy es casi la mitad de 2012, mayores incrementos de salarios bolívares sin respaldo solo pueden provocar todavía más inflación y escasez.
Las evidencias del desastre son de tales dimensiones que hace pocos días Maduro reconoció en una intervención en el IV Congreso del Partido Socialista Unido de Venezuela que “hemos fracasado”.
Pero como el adicto, necesita cada vez mayores dosis para mantenerse en pie. Nicolás Maduro está haciendo exactamente lo mismo con lo que arrancó su gobierno en 2013. Culpabilizar y hostigar al sector privado de la economía.
Espectáculos políticos para problemas económicos. Consignas en vez de soluciones técnicas.
Así, las tibias expectativas de una rectificación han rodado por el piso.
Maduro está intentando dar muestras de autoridad e iniciativa ante la desmoralización de sus propias bases de apoyo, las crecientes críticas internas a su gestión y el inocultable descontento dentro de los cuadros militares, autentica columna vertebral de su régimen.
Ha querido pasar a la ofensiva aplicando el mismo catastrófico resultado de los últimos cinco años. Ha logrado, eso sí, levantar la esperanza dentro del chavismo con la promesa de que esta vez las cosas saldrán bien y la economía se recuperara. Todo indica que esta será una primavera muy corta.
No obstante, ha tenido la ayuda de una oposición cada vez más dividida y enfrentada. Esto le ha facilitado esta nueva operación de prestidigitación a la que muchos venezolanos no les queda más remedio que aferrarse.
Junto con el apoyo de los servicios de inteligencia cubanos es la falta de una alternativa clara la explicación a la permanencia en el poder del destructivo régimen de Nicolás Maduro.
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LOS PLANES PIRATAS

CARLOS RAUL HERNANDEZ

En los ochenta después de un par de décadas de fiascos de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) y de gobiernos populistoides, la región entra en un espantoso remolino, la Crisis de la Deuda Externa, por haber derrochado los recursos y no poder pagar las importaciones. Sus monedas desaparecieron por la inflación y la devaluación, y la gente se depaupera. Allí nacen los Programas de Estabilización Macroeconómica apoyados por el FMI y el duro aprendizaje sobre las reglas para que una economía funcione sana: que el flujo de los precios los mantiene equilibrados y la libre convertibilidad evita la fuga de divisas. 

Que el Estado debe estimular y no hostilizar la inversión privada nacional y extranjera, tener gastos fiscales bajo control y moderar las ganas de “hacer el bien” a costa de castigar a los productores. Invertir los recursos públicos con transparencia en puertos, aeropuertos, hospitales, electricidad, escuelas y demás servicios, pero no administrarlos porque fracasan. Los dirigentes se vieron obligados a aprender a nadar mientras se hundía la canoa y costó ahogos. Muchos lo lograron y hoy, naturalmente con problemas, sobre todo a partir del Socialismo de Siglo XXI, viven prosperidad suficiente para recibir oleadas de migrantes venezolanos desesperados. 

Durante el aprendizaje fracasaron con programas híbridos de estabilización, merengadas de apertura con ojeriza por la libertad económica. Raúl Alfonsín asume la Presidencia de Argentina en 1983 para enfrentar la crisis que dejó la dictadura militar fracasada. Presenta el llamado Plan Austral de 1985, cuyos autores creían como Hans que el problema era el sofá y quitar ceros a la moneda detenía la inflación. Hubo forcejeos con el “neoliberalismo” y la “inhumanidad tecnocrática” que cuestionaban tales espejismos. 

Hans, el sofá y la economía
Al final doblaron el brazo del FMI y crearon un plan híbrido, pirata, de los que llamaban heterodoxos, que no erradican la enfermedad porque el tratamiento duele. Conservaba control de precios de servicios públicos que quebraron y de alimentos que desaparecieron. El patriotismo no aceptó privatizaciones y a cambio hubo recesión, devaluación, hiperinflación, desempleo y miseria. El austral se hunde y se editaron a la carrera billetes de 10.000, 50.000, 500.000 y 1.000.000. Como no pueden pagar la deuda externa, emprenden una nueva acción inútil, el Plan Primavera, que trajo saqueos, incendios, fuga de divisas, devaluación. 

Récord histórico de pobreza y renuncia del presidente. Asume Carlos Menem y con un plan serio, el de Convertibilidad, bajó la inflación a un dígito para que su sucesor, De la Rúa, en lucha antineoliberal, descarrilara a los pobres de nuevo al abismo con el fin de ayudarlos (como Caldera aquí y otro plan pirata, la Agenda Venezuela). Luego la peste Kirchner crea el caos. En 1986 Brasil durante la presidencia de Sarney, con problemas parecidos, ejecuta su plan salvador, otra piratería parecidísima a la anterior, lo que ahorra repetir muchas cosas. 

Al cruceiro le quitan tres ceros y se convierte en el cruzado, nombre del plan. Y la eterna historia: control de precios y de cambio, con el iluso fin de parar inflación y devaluación. Editan una tabla con los precios controlados en las dos monedas (¿algún parecido?) y una manada de lobos de la superintendencia con credencial aterrorizaba comerciantes. Resultado, el mismo: hiperinflación, hiperdevaluación, hambre, marginalidad, delincuencia, las favelas obtuvieron fama mundial de criminalidad y muchedumbres de niños bajaban de Pan de Azúcar a Copacabana para asaltar a los bañistas. 

Cardiocirugía del FMI
La heterodoxia produjo catástrofes. Para bien de Brasil llegó al poder en los 90 Fernando H. Cardoso, que aunque confesó no saber nada de economía, tenía cultura e inteligencia para saber qué hacer y rodearse de técnicos de primera. Y produjo tal milagro que tres períodos de corrupción del PT solo lo hirieron. Los camaradas ecuatorianos que prueban fortuna en Venezuela de asesores, han oído campanas. El plan de Cardoso creó una moneda ficticia llamada URV (unidad real de valor) que coexistió unos meses con el cruzado. Los artículos tenían un precio invariable en URV, aunque la inflación inercial en cruzados seguía. 

Pero la gente se acostumbró al URV. Lo que parecen no saber los amigos correístas, es que mientras creaba así confianza en el Real, Cardoso realizaba cirugía de corazón abierto a la economía con la cardióloga jefe del FMI (tal como hicieron Menem y Carlos Andrés Pérez) con una montaña de dólares a cambio de racionalizar los gastos del Estado y privatizar despojos. Libera las importaciones y estimula las exportaciones para traer divisas. Emprende la reconversión industrial y la inversión masiva en formar mano de obra técnica. Sube las tasas de interés por sobre la inflación para recuperar la moneda como depósito de valor. 

Y sobre todas las cosas con el apoyo internacional creó confianza a los trabajadores, comerciantes, empresarios, campesinos, profesionales, que ningún bandido con carnet del gobierno podía arrebatarle a alguien sus propiedades o los productos de su trabajo a nombre de ninguna patria. Que quienes invertían su dinero para generar empleo, tenían la protección de las instituciones. Que quienes querían vivir mejor debían trabajar y estudiar más. Esos pequeñísimos detalles le faltan al Plan Maduro I. Pero veremos el Plan Maduro II. 

@CarlosRaulHer

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¿Qué debe hacer Colombia ante la crisis venezolana?

Tulio Hernandez

BOGOTÁ — El destino de Colombia y Venezuela siempre ha estado entrelazado. Pero hoy el sentimiento mutuo de repúblicas hermanas, con el que históricamente se han reconocido ambas naciones, ha cobrado un nuevo giro.
Ya no solo se trata de países vecinos con raíces históricas comunes. Desde que se agudizó su conflicto político y la crisis social, Venezuela se ha convertido en un componente ineludible del presente y el futuro de Colombia: todas las desgracias venezolanas tienen repercusión inmediata al otro lado del río Táchira. Y desde que se convirtió en el destino mayor de sus emigrantes, Colombia es la nueva casa donde cientos de millares de venezolanos intentan rehacer sus vidas.
Siendo candidato, el presidente Iván Duque y su equipo lo entendieron. Sopesaron el sentimiento de temor al contagio que suscitan las hordas de inmigrantes empobrecidos, y lo convirtieron en dilema electoral. Votar por Gustavo Petro, esgrimieron, significaba abrirle las puertas al castrochavismo. Hacerlo por Duque, cerrárselas. El dilema funcionó y a pesar del alto rechazo al uribismo, una mayoría holgada de los electores decidió impedirle el paso a la amenaza del socialismo del siglo XXI.
Ya instalado en el Palacio de Nariño, Duque debe haber revisado lo retos que le plantea el conflicto venezolano. Todos esperan que haya entendido que los desafíos que representa son tan complejos como los de los otros grandes problemas nacionales, de cuya resolución dependerá el éxito de su gestión: el proceso de paz, la lucha contra la corrupción y el narcotráfico.
El mayor reto que plantea Venezuela es el éxodo que, según la cancillería colombiana, ya constituye la más grave crisis migratoria en la historia del país. Es, además, la primera gran oleada de inmigrantes que recibe Colombia en su historia, una oleada que en seis meses pasó de cerca de 400.000 venezolanos, reconocidos en marzo por el gobierno como inmigrantes legales, a poco más de un millón en el presente.
La realización, entre abril y julio, del Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos en Colombia (RAMV), dirigido a los inmigrantes irregulares, arrojó un total de 442.662 que ahora están legalizados. Si a esa cifra se le suman 250.000 colombianos con nacionalidad venezolana que han retornado, más los 367.572 ya existentes en el mes de marzo, el total será de 1.060.234. Esto hace suponer que la cifra real, si se incluyen los aún irregulares, debe rondar por el millón y medio de venezolanos establecidos en Colombia.
La complicidad del gobierno venezolano con los grupos armados colombianos, especialmente el Ejercito de Liberación Nacional (ELN), que operan con libertad plena en los estados fronterizos, es otro desafío para el gobierno colombiano. El hecho de que Venezuela es hoy un territorio libre para el transporte de cocaína hacia Europa y Norteamérica es otro impedimento en la lucha de Colombia contra el narcotráfico.
Un problema añadido es la disparidad entre la economía venezolana artificial, hipertrofiada por el control de cambio y el subsidio estatal, y el modelo de libre cambio y libre mercado que caracteriza a la colombiana. La mejor expresión de este problema es el desequilibrio que genera la multiplicación de los contrabandos organizados en la frontera —de gasolina, dinero en efectivo, armas, alimentos y medicinas—, apuntalados por ganancias exhorbitantes.
Por último, el intercambio comercial entre Colombia y Venezuela también preocupa. Solo entre 2016 y 2017, sufrió una contracción del 32,75 por ciento. Aunque en los primeros meses de 2018 se registró un ligero repunte de las exportaciones a Venezuela, el comercio entre ambos países no ha dejado de disminuir en los últimos cinco años y el efecto acumulado de esta caída ha sido dramático para la economía colombiana.
Esta serie de problemas binacionales, sumados a un contexto latinoamericano marcado por el triunfo de Andrés Manuel López Obrador y el poder debilitado de los presidentes Michel Temer y Martín Vizcarra —en Brasil y Perú— fuerzan a Duque a ejercer de gran líder regional para resolver por vía diplomática la catástrofe venezolana. Cumplir ese papel requerirá de un gran esfuerzo de su cancillería y demandará hacer lo más posible para mantener con vida las acciones en la Organización de los Estados Americanos (OEA), el Grupo de Lima y la Corte Penal Internacional, adonde prometió en la campaña llevar a Maduro a juicio por crímenes de derecho internacional.
Similar esfuerzo exige lidiar con la oposición venezolana, que ha establecido su base en Bogotá, desde donde opera públicamente a través de líderes políticos, numerosos diputados y la exfiscal general en el exilio.
Ciudadanos venezolanos cruzan el puente internacional Simón Bolívar, que conecta San Antonio del Táchira en Venezuela con Cúcuta en Colombia, en julio de 2017. Credit Luis Acosta/Agence France-Presse — Getty Images
Estas circunstancias obviamente exponen a Colombia a las provocaciones y escaramuzas contraofensivas que se dispararán desde Caracas. Lo demuestran los tambores de guerra tocados recientemente por voceros oficiales venezolanos y la operación mediante la cual Maduro, pocos días antes de la toma de posesión de Duque, responsabilizara del atentado en su contra al entonces presidente Juan Manuel Santos.
Con tantos flancos abiertos en los próximos años, el gobierno colombiano tiene que dedicar planificación estatal, recursos fiscales, educación antixenofóbica e inteligencia especial para atender la crisis venezolana.
El primer paso del presidente Duque frente al desafío venezolano debe ser el de aceptar que el fenómeno migratorio y la recuperación económica de su vecino permanecerán un largo tiempo, incluso si Maduro saliera pronto del poder.
El segundo es intentar buscar respuestas eficientes a preguntas del tipo: ¿cuánto recursos fiscales y equipamiento escolar se requerirán para incorporar en el aparato escolar a los miles de nuevos estudiantes producto del éxodo venezolano? O ¿cómo atender a los cientos de miles de recién llegados que tendrán que recurrir a la salud pública? Incluso, si se actúa con precaución ante las amenazas, ¿cuánto nuevo armamento adquirir y cuántas tropas se deberán formar para enfrentar un escenario de guerra?
En conclusión, dado que la crisis venezolana será uno de los ejes de su gobierno, Duque debe prever de manera estructural y fiscal cómo gestionarla a través de políticas publicas de largo aliento y alto vuelo. Tiene que evitar la negligencia y el populismo. O la catástrofe venezolana le puede estallar entre las manos.

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