¿CÓMO SE MIDE LA CALLE?
Jean Maninat
La concentración, manifestación, marcha, protesta -como se le quiera denominar- del 16 de noviembre volvió a demostrar que a la hora de medir las distancias callejeras y la gente que las ocupa, cada quien tiene su método particular. Los organizadores señalan lo bien que estuvo a pesar del momento de reflujo que se vive, mientras la prensa internacional resalta la escasa asistencia y la falta de fuelle en comparación con movilizaciones anteriores. “Ah, pero la del gobierno también fue escuálida”, se argumenta en modo de Mal de muchos... (Ese día quedó muy claro que hay un cansancio transversal con la convocadera a marchas y contramarchas que van de aquí para allá desangeladas e insomnes como zombis).
Allá en el denodado pleistoceno político venezolano, la fortaleza electoral y organizativa de un partido político, en momentos de elecciones presidenciales, se medía por la capacidad para llenar la Avenida Bolívar en el mitin de cierre de la campaña. ¡A llenar la Bolívar!, se conjugaba con un rotundo, ¡y llenamos la Bolívar!, estampado sobre la foto a página entera de una multitudinaria concentración de militantes, simpatizantes y curiosos que asistían a mostrar pacíficamente su predilección por uno u otro candidato, y dejar constancia de la vocación democrática que nos hizo ejemplo en el subcontinente. ¡Caracas era centro de una fiesta ciudadana¡
Surgió un nuevo subproducto de la encuestología: los expertos que se encargaban de medir la relación entre metros cuadrados y densidad de bípedos que los ocupaban para calcular la asistencia a las concentraciones. Quienes militábamos en los partidos minoritarios de entonces, hacíamos malabares organizativos para alargar nuestras menguadas posibilidades y crear el espejismo de que nosotros también habíamos llenado la Bolívar. Una bicicleta que intentaba abrirse paso entre las gandolas de AD y Copei, según la franca e incisiva frase de Teodoro Petkoff. La calle era de la democracia… resguardada por la policía. Perdonen la nostalgia.
Hoy la calle es una consigna que atiza los humores de unos y otros, según convenga a sus predilecciones políticas, su particular interpretación de una fotografía incendiaria, o la fe que cifró en el pavimento como solución de conflictos en una sociedad. Las hay pacíficas, multitudinarias y democráticas, las hay destructivas y carniceras con los derechos de propiedad y el bienestar cotidiano de la población. Fascistas y comunistas las han usado para descalabrar opositores, las democracias para que la gente transite su ciudadanía y en el tiempo pautado hagan fila para votar. Tiene el valor del uso que se le dé.
La calle no es un programa político -parece que habrá que repetirlo hasta la nausea-. No tiene mucho sentido, salvo el declarativo, decretar una permanencia in saecula saeculorum a menos que el gobierno se marche. Menos aun alentar a estudiantes inermes a enfrentarse con militares armados, y hacerlo desde un autoimpuesto régimen de casa por calle. Mientras más lejos del “sitio de los acontecimientos”, más aventurados son en sus apuestas con vidas ajenas.
En estos momentos es inútil medir las cuadras que se llenaron, o se dejaron de llenar, o se llenarán en un giro favorable de la fortuna. Mejor preguntarse por qué se corre tanto para estar siempre en el mismo lugar, como Alicia en el país de las maravillas…
@jeanmaninat
Allá en el denodado pleistoceno político venezolano, la fortaleza electoral y organizativa de un partido político, en momentos de elecciones presidenciales, se medía por la capacidad para llenar la Avenida Bolívar en el mitin de cierre de la campaña. ¡A llenar la Bolívar!, se conjugaba con un rotundo, ¡y llenamos la Bolívar!, estampado sobre la foto a página entera de una multitudinaria concentración de militantes, simpatizantes y curiosos que asistían a mostrar pacíficamente su predilección por uno u otro candidato, y dejar constancia de la vocación democrática que nos hizo ejemplo en el subcontinente. ¡Caracas era centro de una fiesta ciudadana¡
Surgió un nuevo subproducto de la encuestología: los expertos que se encargaban de medir la relación entre metros cuadrados y densidad de bípedos que los ocupaban para calcular la asistencia a las concentraciones. Quienes militábamos en los partidos minoritarios de entonces, hacíamos malabares organizativos para alargar nuestras menguadas posibilidades y crear el espejismo de que nosotros también habíamos llenado la Bolívar. Una bicicleta que intentaba abrirse paso entre las gandolas de AD y Copei, según la franca e incisiva frase de Teodoro Petkoff. La calle era de la democracia… resguardada por la policía. Perdonen la nostalgia.
Hoy la calle es una consigna que atiza los humores de unos y otros, según convenga a sus predilecciones políticas, su particular interpretación de una fotografía incendiaria, o la fe que cifró en el pavimento como solución de conflictos en una sociedad. Las hay pacíficas, multitudinarias y democráticas, las hay destructivas y carniceras con los derechos de propiedad y el bienestar cotidiano de la población. Fascistas y comunistas las han usado para descalabrar opositores, las democracias para que la gente transite su ciudadanía y en el tiempo pautado hagan fila para votar. Tiene el valor del uso que se le dé.
La calle no es un programa político -parece que habrá que repetirlo hasta la nausea-. No tiene mucho sentido, salvo el declarativo, decretar una permanencia in saecula saeculorum a menos que el gobierno se marche. Menos aun alentar a estudiantes inermes a enfrentarse con militares armados, y hacerlo desde un autoimpuesto régimen de casa por calle. Mientras más lejos del “sitio de los acontecimientos”, más aventurados son en sus apuestas con vidas ajenas.
En estos momentos es inútil medir las cuadras que se llenaron, o se dejaron de llenar, o se llenarán en un giro favorable de la fortuna. Mejor preguntarse por qué se corre tanto para estar siempre en el mismo lugar, como Alicia en el país de las maravillas…
@jeanmaninat
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