Era
cuestión de tiempo para que Evo Morales se lanzara por un barranco. Desde hacía
tiempo venía mostrando peligrosos signos de megalomanía. Convocó el referendo
aprobatorio de 2016, convencido de que cambiaría la Constitución para
reelegirse indefinidamente luego de una década en la cual había cosechado
notables éxitos económicos y sociales. La consulta la perdió por escaso margen.
Su respuesta fue terminar de dividir
Bolivia. Comenzó su presión sostenida sobre el Tribunal Constitucional para que
este dejara sin efecto las consecuencias de esos resultados: no podría
participar en los comicios presidenciales previstos para 2019. Forzó al
Constitucional y este al Tribunal Electoral. El resultado fue que, contra la
voluntad de más de la mitad del país, se presentó en las elecciones del pasado 20
de octubre. La secuencia es harto conocida: envanecido por el poder, intentó
perpetrar un fraude obsceno. El país le dijo basta y lo obligó a renunciar.
En su largo camino hacia la locura
egocéntrica, se le extravío el sentido práctico. Irrespetó a los militares, proponiendo
crear una escuela de formación de cuadros marxistas dentro de las Fuerzas
Armadas, para ideologizarlas. No indultó a los altos mandos de las distintas
Fuerzas que reprimieron las manifestaciones de 2003 por órdenes del presidente Gonzalo
Sánchez de Lozada, a quien hostigó hasta expulsarlo, tal como luego hizo con
Carlos Mesa. Eso avivó el descontento dentro de la alta oficialidad. Se le olvidó que el Ejército boliviano
persiguió, acorraló y, finalmente, asesinó a Ernesto ‘Che’ Guevara, acto del
cual se sentían orgullosos porque significó el exterminio de la guerrilla
comunista en el Altiplano.
Evo Morales pudo haberse convertido, a
partir de enero de 2020 cuando debía producirse la trasmisión de mando, en la
figura civil más importante de la historia boliviana por los notables logros
alcanzados a lo largo de sus catorce años como mandatario. Sus políticas
permitieron que la economía creciera a un robusto 4.5% de promedio durante gran
parte de ese ciclo. Redujo la pobreza en
algo más de la mitad. Incorporó a los indígenas, más de la mitad de los
habitantes, a los planes de desarrollo. Elevó la capacidad de consumo de los bolivianos.
Estabilizó política e institucionalmente a la nación, tal vez su conquista más
significativa. Bolivia, luego de su creación en 1825 y hasta 2006, cuando
Morales arribó a la Presidencia, había
sufrido más de cincuenta golpes de Estado.
Prefirió, sin embargo, practicarse un
harakiri. Se dejó seducir por las temeridades de los representantes de ese
esperpento llamado socialismo del siglo XXI, para terminar dando patéticas
ruedas de prensa como la de Ciudad de México el día 13 de noviembre. Daba pena
oírlo hablar de la ‘traición’ de sus oficiales y del golpe de Estado en su
contra. En realidad el único que trató de alzarse con el poder de forma
ilegítima fue él. Primero, pisoteó los resultados del referendo del 16; luego,
trató de violentar los de las votaciones del 20-O. La imagen del Canciller mexicano dándole unas
palmaditas de consuelo en la cara y el cuello el día que lo recibió en el
aeropuerto, sintetizan los desbarros cometidos por el antiguo héroe y el lugar
donde lo coloca la estricta diplomacia mexicana.
A Morales se le olvidó que los militares
solo son leales a sus propios intereses, los cuales en este caso coincidieron
con los de la inmensa mayoría de personas que gritaban fraude y con los de una dirección civil, conducida por Carlos Mesa
y Luis Fernando Camacho, quienes no parpadearon a la hora de cercar al
atribulado mandatario.
La salida de Morales no significa que esté
acabado. Todavía cuenta con un sólido respaldo de cerca de 40% de los
bolivianos. Este porcentaje significa que la salida del caudillo resolvió parte
del asunto, no la totalidad. A la oposición le corresponde ahora convertirse en
una opción legítima frente al antiguo líder cocalero, quien fue desvariando
hasta convertirse en caricatura de sí mismo. En el curso de las próximas
semanas está obligada a devolverle la calma política al país y, luego, debe
retomar los programas de desarrollo económico y social para repotenciarlos. La
población indígena y los sectores más vulnerables tendrán que sentirse
incluidos. Ya vemos lo que sucede en Chile, donde las cifras macroeconómicas no
sirven para ocultar el inmenso descontento existente en amplias capas de la
población. La situación de Bolivia es más frágil que la de Chile, país con un
nivel de industrialización mucho más elevado.
La élite que sustituirá a Evo Morales y su
equipo debe diferenciar entre la política económica y la economía política. El
movimiento campesino y obrero se empoderó durante la era del exdirigente
sindical. Los programas de inversión y la ayuda económica que reciba Bolivia han
de incorporar la opinión y la participación activa de esas clases. Crecimiento
con equidad e inclusión tendrá que ser la consigna.
Sería lamentable que luego del inmenso
esfuerzo realizado por los bolivianos para sacudirse a Evo, un líder popular
devenido en cacique egocéntrico, este regrese cabalgando sobre el alto
porcentaje que todavía lo respalda. Morales está fuera y debilitado, pero no extinguido.
De la nueva dirigencia depende alejar su fantasma.
@trinomarquezc
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