RAMON PEÑA
Desde el pasado mes de septiembre los medios noticiosos se concentran en la agitación social, casi telúrica, que ha sacudido a Perú, Ecuador, Chile, Bolivia y, ahora, a Colombia. Eventos todos, sin duda, de importancia para la opinión pública mundial.
Entretanto, sin ser noticia porque ya no es novedosa, se profundiza incesante la tragedia social de Venezuela. Ojalá esto no signifique que el padecimiento de la inmensa mayoría de los venezolanos, dentro y fuera de su propio territorio, comience a configurar un hecho que los medios y la opinión mundial den por descontado. Los eventos reportados en los países vecinos son en buena medida de naturaleza coyuntural. Lo que acontece en Venezuela ya es estructural.
Como indicador de la tragedia venezolana basta una mirada a cualquier rubro social del país. Tomemos la salud. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha calificado la condición sanitaria del país como “emergencia humanitaria compleja”. Esta semana reporta la reaparición de fiebre amarilla en el Estado Bolívar, temiendo que pueda esparcirse como ha ocurrido con la malaria, la difteria y el sarampión. La Organización Panamericana de la Salud enumera 32 mil casos de malaria y decenas de muertes en 2019. La OMS registra “una caída brutal de la vacunación infantil”, en el caso de fiebre amarilla solo cubre a 37% de los niños. Las autoridades sanitarias, para ocultarlo, descaradamente no emitien boletines epidemiológicos. Esta semana, se exhibieron decenas de zapatos de niños como testimonios desgarradores de sus muertes por precariedad de los hospitales infantiles. Médicos y enfermeras en todo el país denuncian salarios de hambre. Miles de médicos y paramédicos continúan emigrando al mundo entero. Jubilados con pensiones miserables carecen de seguros de salud… Entretanto, millones de dólares son dedicados a fortalecer las fuerzas militares que sostienen al régimen.
Si permitimos que la tragedia venezolana perdure y envejezca, cada día será menos noticiosa.
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