EL PAÍS, EDITORIAL
Uno de los datos más reveladores sobre el yihadismo —y que a menudo suele pasar desapercibido— es que el mayor número de víctimas mortales causadas por sus atentados son personas de religión musulmana. La celebración del mes de Ramadán de este año es un buen ejemplo de cómo el Estado Islámico se ha cebado con aquellos países y personas que considera se han apartado de su fanática y excluyente concepción del mundo.
En Turquía, Bangladesh, Arabia Saudí,Irak, Yemen y Jordania —todos ellos países de religión musulmana— se han repetido en las últimas semanas las escenas de pánico ante la detonación de los explosivos de terroristas suicidas y la desolación y el dolor de los heridos y sus familiares. El aeropuerto de Estambul, una importante mezquita de Medina, un restaurante de Dacca, un puesto militar jordano o una heladería de Bagdad son sólo algunos de los escenarios elegidos por los yihadistas para enviar su letal e indiscriminado mensaje.
Aunque el ISIS intenta legitimar el proyecto totalitario que quiere imponer con su habitual palabrería pseudorreligiosa, la realidad es que todos los musulmanes, de cualquier edad y condición, están en el punto de mira. Ellos están tan amenazados como el resto de los habitantes del planeta por un grupo que se caracteriza por, además de una extrema crueldad, por el intento de imponer por la fuerza un modelo social incompatible con la dignidad humana.
Derrotar al yihadismo es muy complejo, y la tentación del desánimo y el recurso a las soluciones simples demasiado fuerte. Pero todos debemos ser conscientes de que es una amenaza global que no hace distinciones y que aplica el terror en primer lugar a aquellos por los que dice luchar. Una sangrienta demostración de la inexistencia del llamado choque de civilizaciones enunciado por Samuel Huntington. Si algo ha constatado el trágico Ramadán de 2016 es que el ISIS ha declarado la guerra al islam.
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