Fernando Mires
Cuando Alexis Tsipras convocó al referendo del 5 de Julio, lo hizo enarbolando la bandera de un doble discurso. Hacia afuera del país presentó al referendo como una simple consulta popular destinada a recabar apoyo para seguir negociando con la Troika (CE, BCC y FMI). Esa parte del discurso la compró de inmediato el presidente Hollande y su primer ministro Valls, ambos necesitados del apoyo o por lo menos de la neutralización de la izquierda francesa. Alemania en cambio, no la compró, entre otras cosas porque la coalición de centro no necesita de la izquierda no-socialdemócrata (pro-Tsipras) para nada. El 80% de la nación alemana apoya a su gobierno frente a Tsipras. Si Ángela Merkel hubiera sido populista y llamado a un referendo sobre si ayudar o no ayudar a Grecia, Alexis Tsipras habría quedado muy mal parado. Gracias a Dios o a no sé quién, Merkel no es populista.
Pero no fue Ángela Merkel, fue el propio presidente de la socialdemocracia, el vice-canciller Sygmar Gabriel, quien, radicalizando su escepticismo con respecto a Tsipras, señaló: “El gobierno de Grecia ha roto todos los puentes ”. Merkel en cambio, siempre cauta, argumentó con un viejo refrán “Cuando hay voluntad, siempre hay un camino”. Ella piensa que Europa necesita de Grecia, pero también sabe que Grecia necesita aún más de Europa. Por eso, aunque diga lo contrario, no ha cesado de jugar al póquer con Tsipras.
Es decir, Tsipras necesita de Europa. La necesita, pero no solo para saldar deudas e intentar salir de la profunda crisis que —seamos honestos— heredó de gobiernos anteriores. La necesita, además, para llegar a ser lo que todo líder populista desea ser: no un líder nacional sino un líder regional.
En otras palabras: Tsipras, como todo “europeo antieuropeo”, necesita —al igual que los populistas de extrema derecha— de una Europa unida para desunir a Europa. Eso quedó muy claro en la otra mitad de su doble discurso, precisamente la que no vieron o no quisieron ver Hollande y Valls.
En multitudinarias manifestaciones que precedieron al triunfo del NO, Tsipras no presentó al referendo como medio para una futura negociación con organismos acreedores, sino como una declaración de guerra al capitalismo financiero mundial y a los Estados que supuestamente lo representan. No vaciló incluso en apoderarse de la terminología de los fascistas de Aurora Dorada haciendo mención a “la patria humillada” a la vez que su ex ministro y amigo Varufakis calificaba, en una declaración muy calculada, al FMI como terrorista. Así Tsipras se presentaba como defensor de los bolsillos de los pobres en contra de las restricciones impuestas “desde fuera” por el capitalismo mundial.
Manejando ese discurso doble (y, por lo mismo, tramposo) el NO de Tsipras no podía sino ganar. ¿Qué ciudadano común y corriente va a votar en contra de la patria y en contra de su bolsillo? Solo pequeños grupos esclarecidos, las clientelas de la antigua clase política y muy poco más.
Sintetizando: es posible afirmar que mientras hacia fuera de su país, Tsipras presentó el referendo como un medio político para lograr un objetivo económico, hacia adentro, utilizó el tema económico para lograr un objetivo político, a saber: alcanzar, de una vez por todas, la mayoría absoluta y erigirse así como líder indiscutido de toda la nación griega.
Tsipras, si seguimos la lógica de la “razón populista” (Ernesto Laclau), realizó una maniobra magistral. Gracias a esa jugada solo podía “ganar o ganar”. De este modo, si los gobiernos europeos no aceptan la incapacidad de pago de Grecia, se presentará ante el mundo como una víctima del capitalismo financiero global. Si en cambio la acepta, se presentará como el Titán que doblegó la mano a la lógica del neoliberalismo europeo.
Maniobra que lamentablemente no ha sido entendida ni por gran parte de la clase política ni mucho menos por los ciudadanos de Europa. Aparte de una extrema minoría con conocimientos históricos que le permiten comparar los discursos fascistas y comunistas de los años veinte y treinta con los del Tsipras de hoy, para la gran mayoría de los europeos se trata de un fenómeno absolutamente nuevo. No así para un observador latinoamericano.
A cualquier latinoamericano medianamente informado, más allá de sus convicciones políticas, el doble discurso de Tsipras ha de resultar muy familiar. Fue el discurso de Eva y Domingo. Fue el discurso del joven Castro y del primer Alán García. Pero sobre todo fue el discurso de Hugo Chávez. Todos esos discursos tuvieron algo en común: una irracionalidad muy racional. Todos contribuyeron a una extrema polarización. Todos convirtieron a la política en locura colectiva. Todos contribuyeron a la ruina económica y moral de sus respectivas naciones. Todos apostaron a la magia de un gran líder.
Sin intentar analizar causas y razones —ese debería ser otro articulo— lo cierto es que tanto en Europa como en América Latina estamos frente a una fuerte oleada nacionalista y populista a la vez. El nacional –populismo, al igual que el populismo fascista de los años treinta, ya ha logrado convertirse en gobierno o en alternativa de gobierno en diversos países europeos.
En Europa el nacional-populismo adquiere incluso características más peligrosas que en América Latina. Mientras en la versión latinoamericana los populistas aparecen como alternativa nacionalista frente a un imperio lejano y muchas veces abstracto, en Europa lanza dardos envenenados en contra de los organismos que dan sentido, estructura y orden a la región. Más aún, todos —ya sea de manera solapada, como Podemos o Syriza, o de un modo abierto como el Frente Nacional de Marine Le Pen o el gobierno facho-cristiano de Urban en Hungría— simpatizan con el anti-europeismo que representa esa potencia militar no imaginaria que es la Rusia de Putin.
No fue casualidad que las primeras felicitaciones recibidas por Syriza y Tsipras después del referendo provinieron de los dos gobiernos más antidemocráticos de América Latina (Venezuela y Cuba), de la Rusia autocrática de Putin y del neo-fascismo de Marine Le Pen. En cierto modo el gobierno Tsipras es ya parte de una informal “internacional populista” que de modo lento pero progresivo está alcanzando un carácter formal.
Por el momento Grecia ha pasado a ocupar un rol similar en Europa al que ocupa la Venezuela de Maduro en América Latina. No nos referimos solo al desastre económico que ha tenido lugar en dos naciones que, bien gobernadas podrían haber sido ejemplos de prosperidad, sino al hecho inocultable de que ambas, Venezuela desde el pasado reciente, Grecia desde ahora, han sido el epicentro de movilizaciones y proyectos que no solo amenazan la estabilidad económica sino la unidad política de las respectivas regiones.
Sin embargo, el hecho más peligroso de todos es que Merkel, Hollande, Lagarde, Jüncker, Draghi y otros de los múltiples interlocutores del habilidoso Tsipras, parecen estar convencidos de que solo enfrentan un problema de carácter puramente económico. Da la impresión de que ninguno de ellos ha sabido calibrar las dimensiones políticas que se esconden detrás del tema de la deuda griega. Lo que está en juego -es lo que ellos no nos han dicho- no es un sistema monetario. Lo que está en juego es la propia idea de la Europa unida.
Europa no es el Euro, es una frase repetida hasta el cansancio. Pero –y ahí reside el nudo del problema- para la mayoría de los gobiernos democráticos de Europa, sí lo es.
Fernando Mires
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