LLUIS BASSETS
No es solo Alemania la que ha cambiado. Hace ya más de dos décadas que Helmut Kohl y François Mitterrand se preguntaban angustiados sobre el rumbo que tomaría Europa una vez desapareciera la última generación que conoció y quiso evitar la repetición de la guerra entre europeos, es decir, los auténticos orígenes del proyecto de “unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa”. Angela Merkel encarna plenamente el nuevo espíritu generacional, olvidadizo respecto a los orígenes del proyecto común. Justo cuando empezó la crisis de la deuda soberana el anciano Kohl, hoy muy enfermo, le dijo a un amigo que Angela Merkel estaba destruyendo su Europa (“Die macht mir mein Europa kaputt”).
Dos hechos bien conocidos están en el origen de la mutación. El más evidente es la unificación alemana, que desequilibró la ecuación sobre la que ha basculado todo el peso de la construcción europea entre Francia y Alemania. El segundo es la ampliación hasta 28 países socios, con la incorporación de multitud de enanos políticos que hace más sobresaliente y solitario el papel de una Alemania dominadora en el plazo comercial y financiero.
Dos hechos bien conocidos están en el origen de la mutación. El más evidente es la unificación alemana, que desequilibró la ecuación sobre la que ha basculado todo el peso de la construcción europea entre Francia y Alemania. El segundo es la ampliación hasta 28 países socios, con la incorporación de multitud de enanos políticos que hace más sobresaliente y solitario el papel de una Alemania dominadora en el plazo comercial y financiero.
Sin el impulso del motor franco-alemán y con un mosaico de intereses nacionales variopintos y alejados, el proyecto europeo común ha ido perdiendo inspiración y sentido, hasta el punto de que el euroescepticismo británico pugna ahora por borrar de los tratados esa “unión cada vez más estrecha” consagrada por los padres fundadores. Jacques Delors, ahora ya nonagenario, se lamentaba al poco de abandonar la presidencia de la Comisión en 1995 sobre la pérdida del sentido de familia entre los países socios. Hoy es un hecho. Apenas queda nada del espíritu de familia y de la solidaridad obtenida a través del gradualismo de las pequeñas solidaridades.
La cumbre del euro del pasado 13 de julio es el mejor ejemplo del punto al que se ha llegado, en el que la enemistad y el rencor sustituyen a la responsabilidad compartida y las solidaridades entre socios. Tsipras rompió la baraja con el disparo de un referéndum que le salió por la culata. Lo mismo les puede suceder a Schäuble y Merkel con un rescate impuesto a Grecia que dejará heridas incurables y permite las teorías demenciales de una imposición imperial donde antes se hablaba de soberanías compartidas o el diktat de un IV Reich sobre una Europa alemana.
Europa ha dejado atrás la etapa de la construcción de su unidad política y se adentra en otra de mera competición geoeconómica, guiada por los intereses desnudos de cada socio, en una nueva especie de guerra sin violencia, a través del comercio, la innovación y las finanzas. Edward Luttwak acuñó el término en 1990 en un ensayo en National Interest y Hans Kundnani lo ha aplicado a la Alemania de la actual crisis en su excelente ensayo The Paradox of German Power, donde asegura que “Alemania es única en la combinación de una gran firmeza económica con su abstinencia militar”.
Esta es la gran mutación europea. La guerra, incluso si es geoeconómica, es la suma cero, exactamente lo contrario del método sinérgico que ha hecho a Europa. Por eso ahora se nos está deshaciendo a ojos vista.
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