ELIAS PINO ITURRIETA
En 1802, el arzobispo de Caracas ordena unas pláticas para las feligresas que se aficionaban a los hábitos mundanos, pero propone que los sermones se hagan con un método adecuado a las debilidades de comprensión de las usuarias. Ordena Monseñor Ibarra: “Que les reserven dolores de cabeza con historias simples y no con asuntos de complicación, pues que no entienden y el tiempo es perdido”. Contra las prevenciones del mitrado levanta su voz la ciudadana Tibisay Lucena, quien no solo las considera aptas para cualquier tipo de mensajes sino también para pronunciarlos en el seno de la AN.
El nuevo arzobispo, Narciso Coll y Prat, observa en 1811 cómo las damas de su diócesis asisten a concentraciones políticas y se preocupa por el motor que las mueve a ese tipo de aglomeraciones. No comprende el motivo de su intromisión en asuntos manejados hasta entonces por los hombres, “pues no pueden entender nada de filosofemas, ni de revoluciones políticas, ni de lectura de rudimentos”. Hoy se rebela contra una posición así de reaccionaria la ciudadana Tibisay Lucena, quien las considera capaces de participar en la revolución, especialmente si es roja-rojita, de leer lo que les parezca y de pontificar sobre sus lecturas en la tribuna pública.
En 1843, otro prelado ilustre mantiene la posición. Se trata del mitrado Fernández Peña, quien escribe así ante el crecimiento del Partido Liberal: “Más que el pueblo en la calle, me preocupan las varonas. Si ellas se meten se hará un revoltillo porque no saben de gobierno, mucho menos de partidos. No pueden saber más que de sus maridos y de sus hijos. ¿Revoltillo, dije? El parto de las bachilleras será peor, que ni Páez lo podrá componer”. Parece que el Centauro tuvo éxito en la faena de contención de las féminas, que hoy convierte en agua pasada la decisión de la ciudadana Tibisay Lucena cuando ordena a la MUD que no las ningunee en sus planchas.
Los laicos no piensan entonces de manera distinta. En El Verbo. Órgano de la juventud liberal, los lectores de 1889 quizá no se sorprendan cuando topan con la afirmación que sigue: “El que busque veleidades no se dilatará en encontrarlas, pues con ver a una mujer le basta. La veleidad y el deseo de asuntos frívolos es flor abundante en el jardín de nuestras damas”. Pues no, jóvenes del liberalismo, están muy equivocados, riposta ahora la ciudadana Tibisay Lucena desde su cátedra del CNE, cuando las convoca a la tarea suprema de legislar junto con los varones.
Tal vez no deba fatigar las neuronas la ciudadana Lucena ante las afirmaciones del autor positivista Luis López Méndez, quien se alarma ante ciertas propuestas aisladas que ha escuchado para que las mujeres voten en las elecciones del año anterior. En su famoso Mosaico de política y literatura, para oponerse a lo que considera un disparate acude al auxilio de la ciencia médica. Escribe en 1888, sin que nadie lo contradiga: “El cerebro de una mujer pesa una décima parte menos que el del hombre. A lo que deberá agregarse que las diversas regiones cerebrales no aparecen igualmente desarrolladas: en el hombre lo está la región frontal y en la mujer la lateral y posterior. La mujer es un ser perpetuamente joven que debe colocarse entre el niño y el hombre, como dice Letourneau”. No necesitará ahora una balanza que pese sesos masculinos y femeninos para pelearse con López Méndez y con el compinche Letourneau. A la ciudadana Lucena le sobrará auxilio científico para sustentar la orden perentoria que puede convertir a sus compañeras de género en representantes del pueblo.
No deja de ser curioso que la disposición sobre paridad de géneros en las nominaciones de la oposición salga de un organismo gobernado por cuatro rectoras y un rector. Increíble, dirían los jóvenes liberales. Fin de mundo, pudieran pensar en sus túmulos los obispos Ibarra y Fernández Peña. No puede ser, apuntaría el sorprendido don Narciso. Catastrófico, pudiera exclamar desde ultratumba López Méndez. Inútiles expresiones del pasado, sonidos sin eco en nuestros días, testimonios de un proceso muerto y enterrado. La aplastante mayoría de mujeres frente a la solitud de la representación masculina en el manejo del CNE remite a una historia que superó las conductas que se acaban de describir, y el entuerto que la ciudadana Lucena quiere remendar a deshora. Otros resortes han movido su decisión, por consiguiente.
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