La lenta muerte del castrismo
FERNANDO MIRES
Miremos hacia la Cuba de hoy: un Fidel canceroso y senil. Un Raúl que se sujeta en las sotanas de curas católicos para no caer definitivamente en el abismo. Una Habana maloliente, destartalada y maltratada, pero sobre todo, emputecida y violada. Cientos de presos salidos de cárceles infernales, negociados a cambio de un puñado de dólares que permitan respirar algunos minutos más a los esbirros del régimen. Prisioneros en mortales huelgas de hambre. Mártires de la democracia. Blogueros valientes, inclaudicables. Mujeres vestidas de blanco. En fin, todo eso, y muchos más, son los símbolos precisos de la lenta muerte de un sistema social injusto, de una dictadura implacable, de un error histórico cuyas magnitudes son muy superiores al tamaño de la hermosa Isla.
La dictadura del los Castro agoniza, y el problema para Raúl y sus secuaces es como saltar hacia el otro lado del abismo, o lo que es parecido: como realizar una transición económica desde el comunismo salvaje hacia el capitalismo social de mercado, salto mortal que llevará más temprano que tarde a otro salto aún más mortal: el salto que va desde una sangrienta dictadura militar hacia una democracia moderna.
Ambos saltos son muy superiores a las fuerzas de Raúl y los generales que lo siguen. De ahí que en estos momentos de triste agonía, Raúl y los suyos contemplan el otro lado del abismo, hacen como que van a saltar y luego dan un paso atrás, aterrados. Quizás Chávez, el adalid del socialismo del siglo XXl -remedo venezolano de ese remedo cubano que no era más que un remedo soviético- pueda mantenerlos intubados un tiempo más. Quizás para Raúl y los suyos el problema no es sobrevivir sino simplemente retardar el momento de la muerte final.
Cuba no muere, pero en Cuba más de algo está muriendo. Y, por lo mismo, naciendo. Tal vez algún día Pablo Milanés hará un canto a lo que está naciendo. Pero por el momento nadie sabe lo que es. En cualquier caso, después de haber leído el magnífico libro escrito por Jaime Benson tengo la impresión de que ese “algo” que muere (y que nace) es más que el fin de uno de los últimos regímenes exponentes del “socialismo real”.
2.
Por supuesto, en Cuba muere uno de los últimos exponentes del socialismo real. Y lo peor, muere antes de haber nacido, y si seguimos con atención los capítulos “económicos” (sobre todo los dos primeros del texto) del libro de Jaime Benson, tendríamos que decir que, además, muere antes aún de haber sido concebido. En ese punto el destino de Cuba no se diferencia demasiado del que corrieron los regímenes satélites de la URSS después de la caída del imperio soviético. Todos perecieron en medio de un socialismo imaginado por las correspondientes dictaduras como fase inferior del comunismo, periodo de supuesta transición hacia la sociedad perfecta, fase que constituye uno de los objetos preferidos del análisis de Benson.
No está de más recordar que todas esas economías del pasado reciente llamadas socialistas obedecían las líneas de un plan llamado de transición; por lo general, de una doble transición, a saber: la transición del capitalismo al socialismo y la transición del socialismo al comunismo. Parodiando a Trotsky quien postuló la tesis de la revolución permanente, podríamos decir que las dictaduras comunistas se orientaron de acuerdo a la tesis estalinista de la “transición permanente”.
El mismo término “socialismo real” quería significar que ese socialismo que imperaba en esas naciones era el “hasta ahora” posible, parte de una transición que alguna vez iba a terminar en el socialismo sin transición: el comunismo total, el fin de la historia, el más allá de todo más acá.
La ideología del socialismo como transición permanente cumplía, a su vez, el objetivo de justificar a las más diferentes perversiones políticas de nuestro tiempo.
De todas esas perversiones quizás la más perversa era y es la perversión dictatorial pues hasta ahora nadie ha sabido de un proceso de construcción del socialismo que haya sido realizado en términos democráticos.
La dictadura socialista -y ese es el punto que diferencia a las ideologías comunistas de las ideologías socialistas democráticas- no significa sólo una ruptura con la democracia sino que es, o nos ha sido vendida, como “una necesidad histórica” ; una etapa que hay quemar para acceder a la siguiente. Una necesidad, es decir, un medio del que se sirve la historia en ese camino que culminará, de acuerdo a la ideología marxista, en la realización del comunismo: “fase superior del socialismo”
Efectivamente, el marxismo es la única ideología de nuestro tiempo que justifica e incluso exalta a la dictadura como el mejor sistema de dominación política posible. Esa, y no otra, es la razón por la cual tantos dictadores han sido atraídos por la ideología marxista aún sin haberse dado el trabajo de leer a Marx (como confesó una vez Castro y como confesó recientemente el “neo-marxista” Chávez). Es decir, mientras los dictadores no socialistas, desde Trujillo a Pinochet, los dictadores socialistas no solamente no niegan la existencia de sus dictaduras sino, además, las enaltecen como partes de una fase “científicamente” programada, destinada a realizar la (infinita) transición que se extiende desde el capitalismo al comunismo. En ese punto Karl Marx tiene más de alguna culpabilidad.
En el Manifiesto Comunista, así como en sus breves trabajos destinados a comentar los luctuosos acontecimientos que dieron lugar a la Comuna de París, Marx, llevado por su innegable ímpetu literario, utilizó, y más bien como metáfora, el concepto de dictadura pero no para referirse a un régimen político determinado sino a una estructura socioeconómica dividida en clases sociales: la dictadura de la clase capitalista sobre la clase proletaria. Luego -según Marx- la revolución socialista (o comunista) debería invertir los términos y en lugar de la dictadura de la burguesía, establecer la dictadura de la clase obrera: “la dictadura del proletariado”. El audaz Lenin, a su vez, desvió el sentido literario del concepto de Marx y otorgó al concepto de “dictadura” un significado supuestamente “científico” escribiendo incluso una apología a “la dictadura del proletariado” en ese panfleto que encandiló la mente de Chávez titulado “El Estado y La Revolución”. El mismo Lenin -sin duda uno de los más eximios manipuladores ideológicos de la modernidad- se las arregló después para concebir una “dictadura del proletariado” sin proletariado, esto es, una dictadura del Partido del Proletariado. El “gran aporte” del castrismo al marxismo- leninismo fue, a su vez, concebir una dictadura militar en nombre del partido, en nombre del pueblo, en nombre de todo: “la dictadura del militariado” que eso fueron y son las diversas dictaduras tercermundistas que ha asumido el socialismo como ideología de transición perpetua, siniestra familia a la que pertenecen Gamal Abdel Nasser en Egipto, Muammar al-Gaddafi en Libia, Sadam Husein en Irak, Baschar Assad en Siria, Robert Mugabe en Zimbawe, Fidel Castro en Cuba y tantos otros dictadores “socialistas” de la modernidad tardía.
Los ilustres personajes nombrados tienen, además de la ideología socialista, algo muy en común. Todos han sido dictadores en naciones inmersas en esa creación politológica europea llamada Tercer Mundo.
3.
De acuerdo a las casi siempre arbitrarias denominaciones geopolíticas de la Guerra Fría, el primer mundo estaba formado por las economías capitalistas altamente desarrolladas, el segundo por el mundo comunista y el tercero por todo aquello que sobraba, sobre todo en África y en América Latina. El Tercer Mundo era, en efecto, el mundo destinado a ser repartido entre los otros dos mundos.
En algunas naciones de ese “resto del mundo” que era el tercero, tuvieron lugar revoluciones anticoloniales de liberación nacional que, al recibir apoyo soviético, entraron como clientes a formar parte del imperio dirigido desde Moscú. De ahí que el mundo comunista se dividía en tres esferas: 1. la del núcleo imperial formado por Rusia y las naciones anexadas durante el periodo Lenin- Stalin 2. Las llamadas “democracias populares” en la Europa del Este, y 3. Los “socialismos tercermundistas”.
La Cuba castrista gozaba de un doble status. Por una parte era una “democracia popular” con todos los derechos y deberes que esa denominación implicaba, y por otra, era un “socialismo del Tercer Mundo” al estilo sirio o iraquí. De acuerdo a ese segundo status, Fidel Castro intentó continuamente perfilarse como un líder del Tercer Mundo, primero en contra de la URSS (periodo guevarista) y cuando eso ya no fue posible, al servicio de la URSS. Es en ese marco donde deben entenderse las aparentemente absurdas intervenciones de las tropas cubanas en países africanos, las intervenciones ideológicas en el Chile de la Unidad Popular, y la ocupación de puestos claves (económicos y militares) en la Venezuela de Chávez. El castrismo ha sido y es radicalmente intervencionista.
Ahora bien, después del derrumbe del “segundo mundo”, el comunista, el concepto de Tercer Mundo ha perdido toda relevancia ideológica. Hoy sirve sólo como metáfora para designar a las naciones pobres de la tierra, que son muchas. Sin embargo, después de la caída de la URSS y del fin de las “democracias populares” continuaron existiendo como islotes separados de contextos políticos y territoriales, diversos “socialismos” del Tercer Mundo. El más importante de todos, China, ya no pertenece ni al Tercer Mundo ni mucho menos al socialismo. Por el contrario, es una de las principales potencias capitalistas de la tierra y, como muchos economistas opinan, la verdadera locomotora del mercado mundial. Otras naciones “socio-tercermundistas” como Vietnam, han pasado a formar parte del ágil y agresivo capitalismo sudasiático, incorporando además en sus gobiernos formas avanzadas propias a las democracias occidentales. De ahí que del antiguo socialismo del Tercer Mundo queda muy poco. La nación más relevante, no por su economía sino por sus arsenales atómicos, es Corea del Norte. En el mundo árabe perviven todavía algunos reductos socio-tercermundistas (Libia, Siria, Sudán) pero no son más que despojos de lo que alguna vez fue el ambicioso proyecto “nasserista” destinado a desarrollar un socialismo árabe, militar y laico bajo el amparo del imperio soviético.
Las pocas dictaduras socio-tercermundistas que todavía subsisten son muy similares entre sí. En todas gobierna el Ejército bajo el mando de algún cruel y anciano caudillo. En todas prima el más aterrador atraso económico y cultural, y en todas aumentan las cárceles donde van a parar no sólo quienes piensan distinto al régimen, sino los que simplemente piensan. Se trata, está de más decirlo, de dictaduras agónicas, y tarde o temprano, como ya está ocurriendo en la Cuba castrista, desaparecerán de la faz de la tierra, o como ya ocurre en el caso árabe, serán tragadas por otros proyectos históricos como por ejemplo, el islamista. Mas, como acontece en el caso castrista, la muerte de esas dictaduras socialistas suele ser lenta, muy lenta.
Esas dictaduras –y en este punto tiene razón Jaime Benson- son el verdadero rostro del “socialismo del siglo XXl”. Es que no hay más; definitivamente no hay más.
El proyecto chavista visto desde esa perspectiva no es otra cosa que el último intento castrista para sobrevivir en América Latina. Pero la lenta muerte del castrismo arrastra consigo al chavismo. Sin un proyecto como el castrista, que ya casi no existe, el gobierno militar de Chávez – siempre que la ciudadanía venezolana lo permita- sólo podría sobrevivir bajo la forma de una dictadura militar clásica, una más de las tantas que conoce América Latina. Sin embargo, esa forma de gobierno también se encuentra en extinción. La Cuba castrista, que ya no es parte de un proyecto socialista imperial como ocurrió durante la existencia de la URSS, que ya no es parte tampoco del “socialismo del Tercer Mundo”, ha revelado al fin, en el momento de su lenta muerte, su verdadero rostro: el de una vulgar dictadura latinoamericana, caudillesca, populista y militar.
No Marx ni Lenin, ni siquiera Stalin viven en Castro. Tampoco Martí ni Guiteras. Pero sí Machado y Trujillo, Somoza y Batista, han regresado desde ultratumba para morir nuevamente, cubiertos esta vez bajo ese piadoso manto ideológico que eso, y no más, es la ideología del socialismo del siglo XXl.
Pero tampoco hay ningún motivo para regocijarse. Cuando derrocado Batista los guerrilleros de la Sierra Maestra entraron en la Habana, traían consigo la promesa de un mundo mejor. Fue por eso que no sólo en Cuba sino que en muchas naciones del mundo, recibimos a la joven revolución con los brazos abiertos. Cuando Cuba fue anexada por la URSS a iniciativas del propio Fidel, muchos supimos que ese mundo mejor estaba muy lejos de ser representado por los hermanos Castro. Mantuvimos todavía una que otra esperanza en que, en algún momento -pese al caso Huber Matos, al caso Cienfuegos, o al caso Padilla- “la revolución” regresaría a ese momento democrático y popular que le dio origen. Pero la revolución siguió adelante, hasta que terminó, como todas las revoluciones, devorándose a sí misma.
4.
Mi ruptura personal con la Cuba de los Castro la realicé después del golpe de Estado de Pinochet en Chile. Desde ese momento prometí posicionarme en contra de todo gobierno que mantuviese cárceles repletas de presos políticos, que obligara a miles a abandonar su patria y vivir en el exilio, que en vez de políticos, gobernaran militares. Cuba era una de esas naciones. Decidí entonces romper con la Cuba castrista y comencé a escribir en 1975 un libro que diera testimonio de esa ruptura. El libro fue publicado recién en 1978, en Medellín, Colombia. El título de ese libro es: “La revolución no es una isla”. Algunos de mis amigos habían realizado esa ruptura algo antes que yo. Otros la realizaron después. Otros, mucho después. Algunos no la realizaron jamás. Estos últimos son para mí un enigma.
5.
El libro de Jaime Benson tiene la particularidad de hacer revivir, paso por paso, los diversos momentos y estadios atravesados por la Cuba castrista. Para decirlo en clave semiótica, se trata de un libro de-constructivo. Las discusiones ideológicas en las que participaron teóricos como Mandel y Bettelheim, los objetivos nunca alcanzados, el terror estatal, la utopía de la revolución continental, la locura del Hombre Nuevo, las zafras milagrosas, los interminables discursos de Fidel, la lógica de la lucha armada, en fin, pasaje tras pasaje nos son presentados diversos momentos ya olvidados de un proceso que nunca fue lineal..
De-construcción dificilísima. Jaime Benson ha resistido, por ejemplo, la tentación de analizar todo eso que sucedió desde la perspectiva presente-pasado, que es lo que hacen muchos. Por cierto, como el autor de una novela policial, Benson conoce el final trágico de esa historia, pero la va narrando como si no lo supiera, es decir, desde una rigurosa perspectiva pasado- presente que es y debe ser la del buen historiador. En ese sentido se trata de un libro no ideológico. El autor no quiere fundamentar ninguna gran verdad ni mucho menos una visión del futuro. Benson deja que los hechos hablen por sí solos; y los hechos, hablan. Esa es quizás una de las razones que me impulsa a preguntar nuevamente acerca del enigma ya mencionado.
¿Cómo puede ser posible que todavía existan personas de las cuáles yo pienso que son suficientemente sensibles e inteligentes o por lo menos, normales, y que sin embargo siguen prestando su apoyo a “eso” que hoy es el castrismo? Entre esas personas hay algunas que han sufrido bajo dictaduras militares, que han perdido deudos y amigos, que han vivido el exilio, que han sido incluso torturados y a pesar de todo eso no sienten o no son capaces de expresar un mínimo de solidaridad con las víctimas, las miles de víctimas del militarismo castrista ¿Cómo puede ser posible que existan esos seres que nunca han sido muy fieles en sus vidas privadas pero que con respecto a la Cuba castrista mantienen una fidelidad a toda prueba, dignas del más apasionado de los amores? ¿Cuáles son los mecanismos que llevan a esos individuos a tratar de traidores y renegados a todos aquellos que viendo el rostro horroroso de la realidad se niegan a decir que ese rostro es bello? Creo que ya ha llegado el momento de intentar algunas respuestas. Para comenzar, debo afirmar que no creo en el poder hipnótico-erótico de Fidel Castro. Deben existir otras razones.
Una, la que se me viene primero a la mente, es la razón ideológica. Para explicar mejor dicha suposición es preciso entender que las ideologías no sólo son sistemas de ideas petrificadas, sino, además, verdaderos programas de pensamiento. Hay quienes al adscribir a una ideología introducen en sus mentes un sistema de programación que los obliga a pensar en términos exclusivamente inter-ideológicos, de tal modo que cualquier intento para llevar una discusión más allá del programa ideológico internalizado, está condenado al fracaso. Esas personas pueden estar muy vivas en otras esferas de la vida cotidiana; en la literatura, en el arte, por ejemplo. Pero si tú intentas discutir políticamente con ellas, activas de inmediato la programación ideológica. Esa es la razón que me ha llevado a pensar que las ideologías en muchos casos son patológicas, del mismo modo como muchas patologías son ideológicas.
Ahora, uno de los elementos centrales de la programación ideológica castrista dice más o menos así: independientemente a los errores cometidos en Cuba, hay que tener en cuenta que Cuba es socialista, y por lo tanto, Cuba se encuentra situada en una fase superior al capitalismo.
Está de más decir que dicho recurso ideológico reposa en una creencia basada en una suerte de naturalismo historicista (materialismo histórico de acuerdo al léxico marxista) heredado de la doctrina positivista y que la ideología marxista hizo suya. De acuerdo a dicho naturalismo, muy presente en diversos institutos de sociología latinoamericanos, la historia sigue una línea que la impulsa a avanzar hacia adelante, produciendo formaciones sociales cada vez más evolucionadas. Por lo tanto, que en Cuba se pueden cometer todas las atrocidades imaginables está justificado de antemano pues la naturaleza socialista de Cuba es superior a la de cualquier país capitalista.
Es evidente que para mantener un programa de pensamiento como el descrito, se requiere de una firme creencia en la idea de la progresividad histórica. Sin esa creencia, la ideología, efectivamente, no funciona. No hay, en verdad, ideología sin creencias. Pero las creencias son, a su vez, bases del pensamiento religioso. Esa constatación me lleva, por lo tanto, a un segundo intento de explicación. La formularé como tesis: se trata de la ausencia, o baja presencia de religiosidad que, en América Latina, aunque parezca lo contrario, es evidente. Esa ausencia de verdadera religiosidad (espiritualidad) es la que, a su vez, permite la entrada triunfal de las ideologías. De acuerdo con Hanna Arendt, las ideologías no son religiones, pero pueden substituir perfectamente a las religiones.
Hay que precisar que bajo el término religiosidad no entiendo nada parecido a eclesialidad, ni tampoco a determinadas adscripciones formales o rituales a diversas confesiones y religiones. Religiosidad significa antes que nada establecer una relación de comunicación con una instancia que si bien pertenece a este mundo no sólo es de este mundo, instancia que es antes que nada espiritual, y por lo mismo, adquiere, para los creyentes, la categoría de divina. En cierto modo, y la tesis no es mía sino de Peter Sloterdijk (“Zorn und Zeit”), el ser humano al ser pensante (metafísico) es portador de un potencial trascendente. Sin embargo, y sigo también aquí a Sloterdijk, ese potencial puede ser invertido en un objeto adecuado, que en una religión es Dios, pero también puede, y de hecho es lo que ocurre más frecuentemente, en la divinización de un objeto no religioso que suele ser otra persona, un cantante entre los más jóvenes, o un deportista, y en la política, una ideología reencarnada en la presencia de un líder al cual le son conferidas propiedades sobrehumanas. En ese caso estamos frente al síndrome de la idolatrización que en la vida política, sobra decirlo, suele ser muy frecuente. También es frecuente que, frente a la incapacidad de encontrar a Dios hay quienes optan por depositar ese amor destinado a Él, en cualquier pobre diablo. Si mal no recordamos, hasta Hitler fue divinizado por un pueblo enloquecido.
No obstante, más allá de cualquier intento racional de explicación, hay algo que parece cada vez, aún para las personas más ideologizadas, imposible de ser negado. El castrismo está llegando lentamente a su hora final. Con ello quiero insinuar que de a poco nos aproximamos al momento en que después del derrumbe definitivo, cuando sean reveladas todas las verdades que ha ocultado el régimen, muchos de los que todavía hoy defienden ese “socialismo” tomarán su cabeza con ambas manos y preguntarán: ¿“Cómo pude haber apoyado a “esto?” Así pasó después de la caída del nazismo. Así pasó después del derrumbe del comunismo.
No, no estoy juzgando a Fidel Castro ni a los suyos. Al fin y al cabo nadie es nadie para juzgar a nadie. Por el contrario, soy de los que piensan que hubo una vez en Cuba un joven idealista, lleno de ideas y arrojo, capaz de morir pero también de matar por una utopía. Como él hubo varios en la isla, y los hay y los habrá en muchas otras partes. Ese joven, así como quienes lo siguieron, imaginaron en su ardiente fantasía que no sólo había que derribar una tiranía sino, además, cambiar el mundo. Por lo tanto el problema no sólo está en la mente de esos jóvenes sino también en quienes creyeron en ellos. El problema es que para cambiar al mundo había que hacer, desde el comienzo, una división tajante entre quienes cambian el mundo y quienes debían ser cambiados. Y, como suele ocurrir, hubo muchos que no querían ser cambiados de acuerdo a quienes querían cambiarlos. Esos jóvenes decidieron entonces cambiarlos por la fuerza, para terminar así convirtiendo a todo un pueblo en un objeto de cambio. De este modo la isla que iba a cambiar el mundo fue convertida en una mazmorra que al serlo, terminó cambiando a quienes querían cambiar el mundo. Fue así que los Castro y muchos otros se convirtieron de liberadores en carceleros. Y esa cárcel siguió creciendo, y creció hasta tal punto, que hasta los propios carceleros llegarían una vez a ser prisioneros. Porque en el fondo Raúl Castro lo sabe: él es un prisionero, uno de los tantos que pululan en esa cárcel que es Cuba. Un prisionero que, por si fuera poco, no puede huir. Porque además de un prisionero, él, Raúl, es su propio carcelero.
Fidel Castro, en cambio, no lo sabe; o no quiere saberlo. He escuchado con atención sus últimos mensajes. Nos habla de guerras atómicas, de colapsos ecológicos, del fin del mundo: en fin de aterradoras visiones apocalípticas.
No es necesario ser un eximio psicoanalista para entender que las visiones apocalípticas son reproducciones de ese colapso personal cuya posibilidad porta cada uno: la muerte. Fidel Castro ha descubierto tal vez que él también es un ser mortal, un simple mortal entre tantos. Sabe, pero no quiere saber, que todo aquello que fundó sobre la sangre derramada está muriendo y que el socialismo cubano no es más que la ruina de lo que nunca fue. En gran medida Fidel, el Patriarca, ha buscado refugio en el triste otoño de su senilidad. De esa senilidad que lo protege de sí mismo, o de esas verdades de las que no quiere saber ni escuchar porque esas verdades no son otra cosa que sus miedos. Sus propios, terribles e infinitos miedos.
NOTA DEL AUTOR: Este artículo ha sido escrito como prólogo al libro “Castrismo y Socialismo”- “Crítica a los fundamentos del socialismo siglo XXl” escrito por Jaime Benson, Profesor Catedrático en el Departamento de Economía en el recinto de Río Piedras, Universidad de Puerto Rico. Como si fueran tocados por una vara mágica para que aparezcan justo en el momento preciso, hay libros que traen consigo el extraño signo de la oportunidad. Es el caso de éste libro y cuyo subtítulo es “Los fundamentos del socialismo del siglo XXl”. De acuerdo al autor, el llamado socialismo del siglo XXl no significa ningún aporte teórico; no trae consigo nada nuevo; no es más que la prolongación del castrismo del siglo XX hacia el siglo XXl. De ahí que no deja de ser muy interesante mencionar que el libro al que hago referencia y que me honro en prologar ha sido terminado justo cuando está finalizando una historia que atravesó y marcó todo el universo latinoamericano: la tortuosa historia de la revolución cubana.
La dictadura del los Castro agoniza, y el problema para Raúl y sus secuaces es como saltar hacia el otro lado del abismo, o lo que es parecido: como realizar una transición económica desde el comunismo salvaje hacia el capitalismo social de mercado, salto mortal que llevará más temprano que tarde a otro salto aún más mortal: el salto que va desde una sangrienta dictadura militar hacia una democracia moderna.
Ambos saltos son muy superiores a las fuerzas de Raúl y los generales que lo siguen. De ahí que en estos momentos de triste agonía, Raúl y los suyos contemplan el otro lado del abismo, hacen como que van a saltar y luego dan un paso atrás, aterrados. Quizás Chávez, el adalid del socialismo del siglo XXl -remedo venezolano de ese remedo cubano que no era más que un remedo soviético- pueda mantenerlos intubados un tiempo más. Quizás para Raúl y los suyos el problema no es sobrevivir sino simplemente retardar el momento de la muerte final.
Cuba no muere, pero en Cuba más de algo está muriendo. Y, por lo mismo, naciendo. Tal vez algún día Pablo Milanés hará un canto a lo que está naciendo. Pero por el momento nadie sabe lo que es. En cualquier caso, después de haber leído el magnífico libro escrito por Jaime Benson tengo la impresión de que ese “algo” que muere (y que nace) es más que el fin de uno de los últimos regímenes exponentes del “socialismo real”.
2.
Por supuesto, en Cuba muere uno de los últimos exponentes del socialismo real. Y lo peor, muere antes de haber nacido, y si seguimos con atención los capítulos “económicos” (sobre todo los dos primeros del texto) del libro de Jaime Benson, tendríamos que decir que, además, muere antes aún de haber sido concebido. En ese punto el destino de Cuba no se diferencia demasiado del que corrieron los regímenes satélites de la URSS después de la caída del imperio soviético. Todos perecieron en medio de un socialismo imaginado por las correspondientes dictaduras como fase inferior del comunismo, periodo de supuesta transición hacia la sociedad perfecta, fase que constituye uno de los objetos preferidos del análisis de Benson.
No está de más recordar que todas esas economías del pasado reciente llamadas socialistas obedecían las líneas de un plan llamado de transición; por lo general, de una doble transición, a saber: la transición del capitalismo al socialismo y la transición del socialismo al comunismo. Parodiando a Trotsky quien postuló la tesis de la revolución permanente, podríamos decir que las dictaduras comunistas se orientaron de acuerdo a la tesis estalinista de la “transición permanente”.
El mismo término “socialismo real” quería significar que ese socialismo que imperaba en esas naciones era el “hasta ahora” posible, parte de una transición que alguna vez iba a terminar en el socialismo sin transición: el comunismo total, el fin de la historia, el más allá de todo más acá.
La ideología del socialismo como transición permanente cumplía, a su vez, el objetivo de justificar a las más diferentes perversiones políticas de nuestro tiempo.
De todas esas perversiones quizás la más perversa era y es la perversión dictatorial pues hasta ahora nadie ha sabido de un proceso de construcción del socialismo que haya sido realizado en términos democráticos.
La dictadura socialista -y ese es el punto que diferencia a las ideologías comunistas de las ideologías socialistas democráticas- no significa sólo una ruptura con la democracia sino que es, o nos ha sido vendida, como “una necesidad histórica” ; una etapa que hay quemar para acceder a la siguiente. Una necesidad, es decir, un medio del que se sirve la historia en ese camino que culminará, de acuerdo a la ideología marxista, en la realización del comunismo: “fase superior del socialismo”
Efectivamente, el marxismo es la única ideología de nuestro tiempo que justifica e incluso exalta a la dictadura como el mejor sistema de dominación política posible. Esa, y no otra, es la razón por la cual tantos dictadores han sido atraídos por la ideología marxista aún sin haberse dado el trabajo de leer a Marx (como confesó una vez Castro y como confesó recientemente el “neo-marxista” Chávez). Es decir, mientras los dictadores no socialistas, desde Trujillo a Pinochet, los dictadores socialistas no solamente no niegan la existencia de sus dictaduras sino, además, las enaltecen como partes de una fase “científicamente” programada, destinada a realizar la (infinita) transición que se extiende desde el capitalismo al comunismo. En ese punto Karl Marx tiene más de alguna culpabilidad.
En el Manifiesto Comunista, así como en sus breves trabajos destinados a comentar los luctuosos acontecimientos que dieron lugar a la Comuna de París, Marx, llevado por su innegable ímpetu literario, utilizó, y más bien como metáfora, el concepto de dictadura pero no para referirse a un régimen político determinado sino a una estructura socioeconómica dividida en clases sociales: la dictadura de la clase capitalista sobre la clase proletaria. Luego -según Marx- la revolución socialista (o comunista) debería invertir los términos y en lugar de la dictadura de la burguesía, establecer la dictadura de la clase obrera: “la dictadura del proletariado”. El audaz Lenin, a su vez, desvió el sentido literario del concepto de Marx y otorgó al concepto de “dictadura” un significado supuestamente “científico” escribiendo incluso una apología a “la dictadura del proletariado” en ese panfleto que encandiló la mente de Chávez titulado “El Estado y La Revolución”. El mismo Lenin -sin duda uno de los más eximios manipuladores ideológicos de la modernidad- se las arregló después para concebir una “dictadura del proletariado” sin proletariado, esto es, una dictadura del Partido del Proletariado. El “gran aporte” del castrismo al marxismo- leninismo fue, a su vez, concebir una dictadura militar en nombre del partido, en nombre del pueblo, en nombre de todo: “la dictadura del militariado” que eso fueron y son las diversas dictaduras tercermundistas que ha asumido el socialismo como ideología de transición perpetua, siniestra familia a la que pertenecen Gamal Abdel Nasser en Egipto, Muammar al-Gaddafi en Libia, Sadam Husein en Irak, Baschar Assad en Siria, Robert Mugabe en Zimbawe, Fidel Castro en Cuba y tantos otros dictadores “socialistas” de la modernidad tardía.
Los ilustres personajes nombrados tienen, además de la ideología socialista, algo muy en común. Todos han sido dictadores en naciones inmersas en esa creación politológica europea llamada Tercer Mundo.
3.
De acuerdo a las casi siempre arbitrarias denominaciones geopolíticas de la Guerra Fría, el primer mundo estaba formado por las economías capitalistas altamente desarrolladas, el segundo por el mundo comunista y el tercero por todo aquello que sobraba, sobre todo en África y en América Latina. El Tercer Mundo era, en efecto, el mundo destinado a ser repartido entre los otros dos mundos.
En algunas naciones de ese “resto del mundo” que era el tercero, tuvieron lugar revoluciones anticoloniales de liberación nacional que, al recibir apoyo soviético, entraron como clientes a formar parte del imperio dirigido desde Moscú. De ahí que el mundo comunista se dividía en tres esferas: 1. la del núcleo imperial formado por Rusia y las naciones anexadas durante el periodo Lenin- Stalin 2. Las llamadas “democracias populares” en la Europa del Este, y 3. Los “socialismos tercermundistas”.
La Cuba castrista gozaba de un doble status. Por una parte era una “democracia popular” con todos los derechos y deberes que esa denominación implicaba, y por otra, era un “socialismo del Tercer Mundo” al estilo sirio o iraquí. De acuerdo a ese segundo status, Fidel Castro intentó continuamente perfilarse como un líder del Tercer Mundo, primero en contra de la URSS (periodo guevarista) y cuando eso ya no fue posible, al servicio de la URSS. Es en ese marco donde deben entenderse las aparentemente absurdas intervenciones de las tropas cubanas en países africanos, las intervenciones ideológicas en el Chile de la Unidad Popular, y la ocupación de puestos claves (económicos y militares) en la Venezuela de Chávez. El castrismo ha sido y es radicalmente intervencionista.
Ahora bien, después del derrumbe del “segundo mundo”, el comunista, el concepto de Tercer Mundo ha perdido toda relevancia ideológica. Hoy sirve sólo como metáfora para designar a las naciones pobres de la tierra, que son muchas. Sin embargo, después de la caída de la URSS y del fin de las “democracias populares” continuaron existiendo como islotes separados de contextos políticos y territoriales, diversos “socialismos” del Tercer Mundo. El más importante de todos, China, ya no pertenece ni al Tercer Mundo ni mucho menos al socialismo. Por el contrario, es una de las principales potencias capitalistas de la tierra y, como muchos economistas opinan, la verdadera locomotora del mercado mundial. Otras naciones “socio-tercermundistas” como Vietnam, han pasado a formar parte del ágil y agresivo capitalismo sudasiático, incorporando además en sus gobiernos formas avanzadas propias a las democracias occidentales. De ahí que del antiguo socialismo del Tercer Mundo queda muy poco. La nación más relevante, no por su economía sino por sus arsenales atómicos, es Corea del Norte. En el mundo árabe perviven todavía algunos reductos socio-tercermundistas (Libia, Siria, Sudán) pero no son más que despojos de lo que alguna vez fue el ambicioso proyecto “nasserista” destinado a desarrollar un socialismo árabe, militar y laico bajo el amparo del imperio soviético.
Las pocas dictaduras socio-tercermundistas que todavía subsisten son muy similares entre sí. En todas gobierna el Ejército bajo el mando de algún cruel y anciano caudillo. En todas prima el más aterrador atraso económico y cultural, y en todas aumentan las cárceles donde van a parar no sólo quienes piensan distinto al régimen, sino los que simplemente piensan. Se trata, está de más decirlo, de dictaduras agónicas, y tarde o temprano, como ya está ocurriendo en la Cuba castrista, desaparecerán de la faz de la tierra, o como ya ocurre en el caso árabe, serán tragadas por otros proyectos históricos como por ejemplo, el islamista. Mas, como acontece en el caso castrista, la muerte de esas dictaduras socialistas suele ser lenta, muy lenta.
Esas dictaduras –y en este punto tiene razón Jaime Benson- son el verdadero rostro del “socialismo del siglo XXl”. Es que no hay más; definitivamente no hay más.
El proyecto chavista visto desde esa perspectiva no es otra cosa que el último intento castrista para sobrevivir en América Latina. Pero la lenta muerte del castrismo arrastra consigo al chavismo. Sin un proyecto como el castrista, que ya casi no existe, el gobierno militar de Chávez – siempre que la ciudadanía venezolana lo permita- sólo podría sobrevivir bajo la forma de una dictadura militar clásica, una más de las tantas que conoce América Latina. Sin embargo, esa forma de gobierno también se encuentra en extinción. La Cuba castrista, que ya no es parte de un proyecto socialista imperial como ocurrió durante la existencia de la URSS, que ya no es parte tampoco del “socialismo del Tercer Mundo”, ha revelado al fin, en el momento de su lenta muerte, su verdadero rostro: el de una vulgar dictadura latinoamericana, caudillesca, populista y militar.
No Marx ni Lenin, ni siquiera Stalin viven en Castro. Tampoco Martí ni Guiteras. Pero sí Machado y Trujillo, Somoza y Batista, han regresado desde ultratumba para morir nuevamente, cubiertos esta vez bajo ese piadoso manto ideológico que eso, y no más, es la ideología del socialismo del siglo XXl.
Pero tampoco hay ningún motivo para regocijarse. Cuando derrocado Batista los guerrilleros de la Sierra Maestra entraron en la Habana, traían consigo la promesa de un mundo mejor. Fue por eso que no sólo en Cuba sino que en muchas naciones del mundo, recibimos a la joven revolución con los brazos abiertos. Cuando Cuba fue anexada por la URSS a iniciativas del propio Fidel, muchos supimos que ese mundo mejor estaba muy lejos de ser representado por los hermanos Castro. Mantuvimos todavía una que otra esperanza en que, en algún momento -pese al caso Huber Matos, al caso Cienfuegos, o al caso Padilla- “la revolución” regresaría a ese momento democrático y popular que le dio origen. Pero la revolución siguió adelante, hasta que terminó, como todas las revoluciones, devorándose a sí misma.
4.
Mi ruptura personal con la Cuba de los Castro la realicé después del golpe de Estado de Pinochet en Chile. Desde ese momento prometí posicionarme en contra de todo gobierno que mantuviese cárceles repletas de presos políticos, que obligara a miles a abandonar su patria y vivir en el exilio, que en vez de políticos, gobernaran militares. Cuba era una de esas naciones. Decidí entonces romper con la Cuba castrista y comencé a escribir en 1975 un libro que diera testimonio de esa ruptura. El libro fue publicado recién en 1978, en Medellín, Colombia. El título de ese libro es: “La revolución no es una isla”. Algunos de mis amigos habían realizado esa ruptura algo antes que yo. Otros la realizaron después. Otros, mucho después. Algunos no la realizaron jamás. Estos últimos son para mí un enigma.
5.
El libro de Jaime Benson tiene la particularidad de hacer revivir, paso por paso, los diversos momentos y estadios atravesados por la Cuba castrista. Para decirlo en clave semiótica, se trata de un libro de-constructivo. Las discusiones ideológicas en las que participaron teóricos como Mandel y Bettelheim, los objetivos nunca alcanzados, el terror estatal, la utopía de la revolución continental, la locura del Hombre Nuevo, las zafras milagrosas, los interminables discursos de Fidel, la lógica de la lucha armada, en fin, pasaje tras pasaje nos son presentados diversos momentos ya olvidados de un proceso que nunca fue lineal..
De-construcción dificilísima. Jaime Benson ha resistido, por ejemplo, la tentación de analizar todo eso que sucedió desde la perspectiva presente-pasado, que es lo que hacen muchos. Por cierto, como el autor de una novela policial, Benson conoce el final trágico de esa historia, pero la va narrando como si no lo supiera, es decir, desde una rigurosa perspectiva pasado- presente que es y debe ser la del buen historiador. En ese sentido se trata de un libro no ideológico. El autor no quiere fundamentar ninguna gran verdad ni mucho menos una visión del futuro. Benson deja que los hechos hablen por sí solos; y los hechos, hablan. Esa es quizás una de las razones que me impulsa a preguntar nuevamente acerca del enigma ya mencionado.
¿Cómo puede ser posible que todavía existan personas de las cuáles yo pienso que son suficientemente sensibles e inteligentes o por lo menos, normales, y que sin embargo siguen prestando su apoyo a “eso” que hoy es el castrismo? Entre esas personas hay algunas que han sufrido bajo dictaduras militares, que han perdido deudos y amigos, que han vivido el exilio, que han sido incluso torturados y a pesar de todo eso no sienten o no son capaces de expresar un mínimo de solidaridad con las víctimas, las miles de víctimas del militarismo castrista ¿Cómo puede ser posible que existan esos seres que nunca han sido muy fieles en sus vidas privadas pero que con respecto a la Cuba castrista mantienen una fidelidad a toda prueba, dignas del más apasionado de los amores? ¿Cuáles son los mecanismos que llevan a esos individuos a tratar de traidores y renegados a todos aquellos que viendo el rostro horroroso de la realidad se niegan a decir que ese rostro es bello? Creo que ya ha llegado el momento de intentar algunas respuestas. Para comenzar, debo afirmar que no creo en el poder hipnótico-erótico de Fidel Castro. Deben existir otras razones.
Una, la que se me viene primero a la mente, es la razón ideológica. Para explicar mejor dicha suposición es preciso entender que las ideologías no sólo son sistemas de ideas petrificadas, sino, además, verdaderos programas de pensamiento. Hay quienes al adscribir a una ideología introducen en sus mentes un sistema de programación que los obliga a pensar en términos exclusivamente inter-ideológicos, de tal modo que cualquier intento para llevar una discusión más allá del programa ideológico internalizado, está condenado al fracaso. Esas personas pueden estar muy vivas en otras esferas de la vida cotidiana; en la literatura, en el arte, por ejemplo. Pero si tú intentas discutir políticamente con ellas, activas de inmediato la programación ideológica. Esa es la razón que me ha llevado a pensar que las ideologías en muchos casos son patológicas, del mismo modo como muchas patologías son ideológicas.
Ahora, uno de los elementos centrales de la programación ideológica castrista dice más o menos así: independientemente a los errores cometidos en Cuba, hay que tener en cuenta que Cuba es socialista, y por lo tanto, Cuba se encuentra situada en una fase superior al capitalismo.
Está de más decir que dicho recurso ideológico reposa en una creencia basada en una suerte de naturalismo historicista (materialismo histórico de acuerdo al léxico marxista) heredado de la doctrina positivista y que la ideología marxista hizo suya. De acuerdo a dicho naturalismo, muy presente en diversos institutos de sociología latinoamericanos, la historia sigue una línea que la impulsa a avanzar hacia adelante, produciendo formaciones sociales cada vez más evolucionadas. Por lo tanto, que en Cuba se pueden cometer todas las atrocidades imaginables está justificado de antemano pues la naturaleza socialista de Cuba es superior a la de cualquier país capitalista.
Es evidente que para mantener un programa de pensamiento como el descrito, se requiere de una firme creencia en la idea de la progresividad histórica. Sin esa creencia, la ideología, efectivamente, no funciona. No hay, en verdad, ideología sin creencias. Pero las creencias son, a su vez, bases del pensamiento religioso. Esa constatación me lleva, por lo tanto, a un segundo intento de explicación. La formularé como tesis: se trata de la ausencia, o baja presencia de religiosidad que, en América Latina, aunque parezca lo contrario, es evidente. Esa ausencia de verdadera religiosidad (espiritualidad) es la que, a su vez, permite la entrada triunfal de las ideologías. De acuerdo con Hanna Arendt, las ideologías no son religiones, pero pueden substituir perfectamente a las religiones.
Hay que precisar que bajo el término religiosidad no entiendo nada parecido a eclesialidad, ni tampoco a determinadas adscripciones formales o rituales a diversas confesiones y religiones. Religiosidad significa antes que nada establecer una relación de comunicación con una instancia que si bien pertenece a este mundo no sólo es de este mundo, instancia que es antes que nada espiritual, y por lo mismo, adquiere, para los creyentes, la categoría de divina. En cierto modo, y la tesis no es mía sino de Peter Sloterdijk (“Zorn und Zeit”), el ser humano al ser pensante (metafísico) es portador de un potencial trascendente. Sin embargo, y sigo también aquí a Sloterdijk, ese potencial puede ser invertido en un objeto adecuado, que en una religión es Dios, pero también puede, y de hecho es lo que ocurre más frecuentemente, en la divinización de un objeto no religioso que suele ser otra persona, un cantante entre los más jóvenes, o un deportista, y en la política, una ideología reencarnada en la presencia de un líder al cual le son conferidas propiedades sobrehumanas. En ese caso estamos frente al síndrome de la idolatrización que en la vida política, sobra decirlo, suele ser muy frecuente. También es frecuente que, frente a la incapacidad de encontrar a Dios hay quienes optan por depositar ese amor destinado a Él, en cualquier pobre diablo. Si mal no recordamos, hasta Hitler fue divinizado por un pueblo enloquecido.
No obstante, más allá de cualquier intento racional de explicación, hay algo que parece cada vez, aún para las personas más ideologizadas, imposible de ser negado. El castrismo está llegando lentamente a su hora final. Con ello quiero insinuar que de a poco nos aproximamos al momento en que después del derrumbe definitivo, cuando sean reveladas todas las verdades que ha ocultado el régimen, muchos de los que todavía hoy defienden ese “socialismo” tomarán su cabeza con ambas manos y preguntarán: ¿“Cómo pude haber apoyado a “esto?” Así pasó después de la caída del nazismo. Así pasó después del derrumbe del comunismo.
No, no estoy juzgando a Fidel Castro ni a los suyos. Al fin y al cabo nadie es nadie para juzgar a nadie. Por el contrario, soy de los que piensan que hubo una vez en Cuba un joven idealista, lleno de ideas y arrojo, capaz de morir pero también de matar por una utopía. Como él hubo varios en la isla, y los hay y los habrá en muchas otras partes. Ese joven, así como quienes lo siguieron, imaginaron en su ardiente fantasía que no sólo había que derribar una tiranía sino, además, cambiar el mundo. Por lo tanto el problema no sólo está en la mente de esos jóvenes sino también en quienes creyeron en ellos. El problema es que para cambiar al mundo había que hacer, desde el comienzo, una división tajante entre quienes cambian el mundo y quienes debían ser cambiados. Y, como suele ocurrir, hubo muchos que no querían ser cambiados de acuerdo a quienes querían cambiarlos. Esos jóvenes decidieron entonces cambiarlos por la fuerza, para terminar así convirtiendo a todo un pueblo en un objeto de cambio. De este modo la isla que iba a cambiar el mundo fue convertida en una mazmorra que al serlo, terminó cambiando a quienes querían cambiar el mundo. Fue así que los Castro y muchos otros se convirtieron de liberadores en carceleros. Y esa cárcel siguió creciendo, y creció hasta tal punto, que hasta los propios carceleros llegarían una vez a ser prisioneros. Porque en el fondo Raúl Castro lo sabe: él es un prisionero, uno de los tantos que pululan en esa cárcel que es Cuba. Un prisionero que, por si fuera poco, no puede huir. Porque además de un prisionero, él, Raúl, es su propio carcelero.
Fidel Castro, en cambio, no lo sabe; o no quiere saberlo. He escuchado con atención sus últimos mensajes. Nos habla de guerras atómicas, de colapsos ecológicos, del fin del mundo: en fin de aterradoras visiones apocalípticas.
No es necesario ser un eximio psicoanalista para entender que las visiones apocalípticas son reproducciones de ese colapso personal cuya posibilidad porta cada uno: la muerte. Fidel Castro ha descubierto tal vez que él también es un ser mortal, un simple mortal entre tantos. Sabe, pero no quiere saber, que todo aquello que fundó sobre la sangre derramada está muriendo y que el socialismo cubano no es más que la ruina de lo que nunca fue. En gran medida Fidel, el Patriarca, ha buscado refugio en el triste otoño de su senilidad. De esa senilidad que lo protege de sí mismo, o de esas verdades de las que no quiere saber ni escuchar porque esas verdades no son otra cosa que sus miedos. Sus propios, terribles e infinitos miedos.
NOTA DEL AUTOR: Este artículo ha sido escrito como prólogo al libro “Castrismo y Socialismo”- “Crítica a los fundamentos del socialismo siglo XXl” escrito por Jaime Benson, Profesor Catedrático en el Departamento de Economía en el recinto de Río Piedras, Universidad de Puerto Rico. Como si fueran tocados por una vara mágica para que aparezcan justo en el momento preciso, hay libros que traen consigo el extraño signo de la oportunidad. Es el caso de éste libro y cuyo subtítulo es “Los fundamentos del socialismo del siglo XXl”. De acuerdo al autor, el llamado socialismo del siglo XXl no significa ningún aporte teórico; no trae consigo nada nuevo; no es más que la prolongación del castrismo del siglo XX hacia el siglo XXl. De ahí que no deja de ser muy interesante mencionar que el libro al que hago referencia y que me honro en prologar ha sido terminado justo cuando está finalizando una historia que atravesó y marcó todo el universo latinoamericano: la tortuosa historia de la revolución cubana.
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