MIBELIS ACEVEDO
Acuciado por su propio desasosiego respecto a lo que llamó la “degeneración de la democracia italiana”, Norberto Bobbio retomaba en su lúcido ensayo, “Política y moral”,
la añeja pero no menos vital discusión sobre la relación entre ambas
nociones. En el marco de la diferenciación de los dictámenes que rigen
la vida pública y la privada, Bobbio admitía la instrumental
divergencia, la tensión entre principios y responsabilidad, el contraste
entre idealismo y realismo; la certeza de que el criterio que determina
si una acción es buena o mala en política (donde es preciso mirar el
fin, alertaba Maquiavelo) es distinta al que se aplica para una acción
moral.
“No es casual -escribía Bobbio- que la máxima virtud del
político sea no tanto la sabiduría sino la prudencia, es decir, la
suprema capacidad de entender las cuestiones concretas, de adaptar los
principios a las soluciones de hechos particulares que requieren agudeza
y mesura”. De allí que colija que la distancia entre moral y política atiende
“casi siempre a la distinción entre la ética de los principios y la
ética de los resultados, en el sentido de que el hombre moral actúa y
valora las acciones ajenas a partir de la ética de los resultados. El
moralista se pregunta: “¿qué principios debo observar?”. El político se
cuestiona: “¿qué consecuencias derivan de mi acción?” (…) El moralista
puede aceptar la máxima “Fiat iustitia pereat mundus”, pero el político
actúa en el mundo y para el mundo. Y no puede tomar una decisión que
implique la consecuencia de que “el mundo perezca”.
La reflexión del teórico turinés -de la que se desprende no la idea
de la absoluta incompatibilidad entre ambas categorías, sino la de dos
prácticas sociales con desiguales aplicaciones, dos modos de juzgar la
misma faena; de allí la sospecha de la necesaria autonomía de la política
respecto a otros sistemas de acción, a sabiendas de esa compleja
búsqueda del bien común- viene a santo del intenso baile que han
desplegado palabras como “moral” y “dignidad”, asociadas al quehacer
político en Venezuela. Según algunos de nuestros avispados sofistas
resulta inadmisible moverse en la ciénaga gris de los relativismos, así
que para “salvar” a la sociedad de los mercenarios del pragmatismo toca
depurar a fondo e instalarse en la petrificada esquina del orgullo;
parte de la cura consistiría entonces en voltearle los ojos, sacarle la
lengua, cerrar puertas al farsante que ose cruzar ese inmaculado zaguán:
y sí, “hacer justicia aunque el mundo perezca”. Al más rancio estilo
del jacobinismo francés (cuyo ascenso a partir de la derrota girondina
fue avivado por el extremismo) cunde una soflama de “rabiosos” y “exagerados”, emponzoñada por el delirio de una minoría “selecta”, últimos “reductos de dignidad”: una estirpe en extinción, auto-ungida para la tarea de conducir a las masas hacia la instauración de un régimen de virtud, pero cuya intolerancia parece llevar el mismo sello del autoritarismo que censura.
Penosamente, a merced de la molienda, la fatigosa incertidumbre y los
tropiezos con la misma piedra, del desamor que nace como pago por el
pecado de incoherencia, esa tendencia a la moralización de la política,
esa dislocada aplicación de los valores particulares de la moral
cotidiana a la vida pública parece seducir ahora a la dirigencia con su
súbito sex-appeal, su boca roja, el puñal de su verbo bello e
hiriente. De allí que en aras de una verticalidad que, en teoría,
serviría de alcázar frente a la inmoralidad indomeñable del entorno, la
alternativa es confinarnos al callejón sin salida del “todo o nada”,
encadenarnos a la talanquera del pensamiento binario y evadir las luces
del pensamiento estratégico. Menuda tragedia. La inercia de los
“decentes” se ha disfrazado de solución.
¿Cómo explorar una transición a la democracia a partir de tal
rigidez? ¿Cómo aspirar a definir una ruta de concreciones que incidan en
el beneficio colectivo cuando se trafica sólo con lo apolíneo, lo
inasible, con el fervor por lo impoluto? ¿Cómo zanjar el dilema
entre opciones en apariencia excluyentes -participar o no- sin mutilar
un espacio de maniobra que podría redundar en saldos relevantes para la
vida en la polis? No en balde quienes han vivido las
encrucijadas que empujan este tipo de procesos apuntan que la
inflexibilidad no sólo es infame mentora, sino un rasgo de ingenuidad
que emparentada con la antipolítica suele urdir peligrosas engañifas.
Asumiendo así que la acción política no debe juzgarse como “buena” o
“mala” sino por ser pertinente o no, por estar estratégicamente apegada
al objetivo o no, la clave podría estar en apartar la estorbosa moralina
y activar el pensamiento integrador: esa capacidad para “movernos con soltura entre dos aguas”, casar ideas contrarias y sintetizarlas para encontrar un mejor resultado. Eso es lo que hay que pedir, diría Savater: “no se trata de exigir moral”, entonces, ”sino que el político funcione bien como político”.
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