TULIO HERNANDEZ
Venezuela apesta. Por obra y gracia de la ausencia de sentido común y de sentimientos humanitarios elementales, dominante entre la cúpula de militares golpistas y civiles ultraizquierdistas que la gobierna desde hace ya casi dos décadas, la nación se ha convertido en una especie de tumor infeccioso que desde los hombros del Cono Sur del continente, con los ríos de pus que destila sin control, amenaza por contagio la tranquilidad y la salud de los países vecinos.
En asuntos de política, el
“castrochavismo”, como se conoce la enfermedad internacionalmente, es el
nuevo Coco. Feo, malvado y maloliente.
Ya no es a los niños, sino a los
electores, a quienes se les amenaza y chantajea con el personaje. “Si
eligen mal y votan mal –se les advierte a los mayores de 18 años de cada
país vecino–, pues, no quedará otra que traerles a Maduro para que
baile salsa y diga babiecadas las veinticuatro horas del día, en
directo, por radio y TV, mientras muchos de ustedes hacen larguísimas
colas. Unos, buscando productos que escasean. Otros, en los puestos de
migración de los países vecinos tratando de conseguir sellos en el
pasaporte”. Si te portas mal, llamo a Maduro. Esa es la consigna.
II
Así ocurre en Colombia, en donde el
“castrochavismo” se ha vuelto la palabra mágica. El muro de contención
que la derecha ha encontrado para frenar el ascenso de Petro, el
candidato de la izquierda y, por extensión oportunista, de Fajardo y De
la Calle, en la opciones de centro.
La derecha o, mejor, el uribismo,
agrupado en torno a la candidatura de Iván Duque, tiene como aliado y
discurso fundamental no la esperanza, sino el miedo. No la oferta de un
futuro mejor, sino la garante seguridad de que el virus contagioso no
desembarcará en Colombia.
Con un aderezo, el de las FARC. El
castrochavismo es la infección exógena. Las FARC, la endógena. Ya lo
anunciaba Uribe muchos meses atrás, si gana el proceso de paz, Colombia
tendrá más temprano que tarde a Timochenko de presidente y a un equipo
de gays gobernando el país.
III
La operación ideológica ha
funcionado. Hasta nuevo aviso, el centro ha sido sacado de juego. El
país electoral se ha polarizado entre las opciones Petro y Duque. Y el
debate político llegará hasta el día de las elecciones con el
castrochavismo como epicentro.
Pero igual ha funcionado para bien,
es una lectura posible, el proceso de paz. Las FARC se pacificaron,
fueron incorporadas a la vida política institucional con partido propio,
se les ha dado prebendas y ventajas, a ojos de muchos, cuestionables
por excesivas, pero Timochenko ni remotamente será presidente y el
partido FARC ha sido el gran derrotado de la reciente justa electoral.
Los ex guerrilleros ahora deambulan cabizbajos. Sin armas y sin votos.
IV
Los datos de la realidad no ayudan
electoralmente a quien se afilie al “castrochavismo”. Si algún país
padece en carne propia el descomunal fracaso de los rojos, ese es
Colombia. Ha perdido un importante destino de negocios para sus
productos y servicios. Ha soportado impotente el apoyo del gobierno
venezolano, primero, a las FARC, y en el presente, al ELN. Tuvo que
aceptar en silencio, eran los días de las negociaciones de paz con las
FARC, la expulsión violenta y degradante de más de 1.000 colombianos de
territorio venezolano ejecutada a la manera de las razias nazis por el
gobernador del estado Táchira Rafael Vielma Mora. Y, como corolario,
ahora debe vérselas con el éxodo de venezolanos que algunos días ha
alcanzado 50.000 personas cruzando el puente internacional que une San
Antonio con Cúcuta, y que ya amenaza con convertirse en el más intenso
fenómeno migratorio en la historia de las fronteras entre países
latinoamericanos.
En México, un comercial en paralelo
de Chávez exaltado frente a la multitud aniquiló los sueños
presidenciales de López Obrador. Algo similar ocurrió con Ollanta
Humala, quien luego, en su segundo intento, debió abjurar de su
filiación al chavismo para llegar a la primera magistratura de Perú.
Aunque, obviamente, una parte de la población colombiana alienta deseos
de cambio, estos quedarán postergados por el pañuelo que protege la
nariz de los hedores a fracaso que vienen del país vecino.
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