lunes, 9 de marzo de 2020

TRONO DE SANGRE








Carlos Raul Hernandez



Para clasificar su malignidad hay un baremo sencillo: ¿cuánta sangre está dispuesto a derramar, incluida la suya, en plan de cambiar el mundo?
Calígula violó en público a un general y luego a su mujer, porque estaba aburrido. Chi Shi Wan Chi, creador del imperio chino, hacía enterrar vivos en masa a los niños de las provincias rebeldes. Enfurecido porque una colina “no dejaba pasar” al ejército, hizo talar todos los árboles y pintarla de rojo (color muy apropiado) devoraba mercurio porque, según sus médicos, lo haría inmortal cosa que lo mató. Hitler hasta la hora final, movilizaba batallones inexistentes y ordenaba fusilar oficiales “traidores”, entre ellos a Goering.
En plena convención del Baath que proclamó a Saddam Hussein dictador de Irak, la policía política detuvo decenas de dirigentes inconformes, y esa noche los asesinaron. En los 80 Castro reunió temblorosos y valientes intelectuales que pedían libertad de creación. “Que hable el que tenga más miedo”, y le respondió el enclenque Virgilio Piñera: “Fidel, seguro yo soy el que tiene más miedo. Quiero preguntarte es por qué debo temer”. Mesalina, la mujer del Emperador Claudio, se acostó una noche con doscientos hombres.
La emperatriz china Wu Zetian obligaba a los varones que iban al palacio a hacerle cunnilinguis, so pena de muerte. Son enfermos de la cabeza y dueños de cementerios personales. Gutiérrez Nájera es salomónico: “todos los dictadores están locos”. Son heterosexuales voraces, homosexuales, bisexuales, impotentes, paranoicos obsesivos, ansiosos, bipolares, introvertidos, cariñosos o crueles con sus familias y animales (mujeres e hija de Stalin y Hitler se suicidaron).
Joaquin Fest, Allan Bullock, Karl Schmitt, Isaac Deutscher, Jung Chang, Norberto Fuentes, Robert Service, el best-seller Sebastian Ellner (me ha sido duro hallar alguien que no diga haberlo leído) los estudiaron y una investigación norteamericana sobre Hitler de 1942, pronosticaba su suicidio, pero gozaron de inmensa popularidad y del apoyo, no solo “de las masas” sino de una intelectualidad que sabía muy bien que hacía.
Armaos los unos a los otros
¡Tantos manifiestos en apoyo a Stalin y a Castro! Para clasificar su malignidad hay un baremo sencillo: ¿cuánta sangre está dispuesto a derramar, incluida la suya, en plan de cambiar el mundo? Los más domésticos, cuando las cosas se tuercen, se meten en una embajada, huyen entre las brumas de sus millones y pasan la vida pegados de la prensa de su país a espera del mítico retorno. Otra estirpe más peligrosa tiene en la cabeza rellenos mesiánicos, los “revolucionarios”, marxistas, fascistas, suprematistas, islamofascistas.
Para ellos la vida de un hombre o de un millón no valen nada en el “huracán revolucionario”. Mao, por ejemplo, declaró que sacrificaría tres cientos millones de chinos para “derrotar el imperialismo” y en su etapa final dormía desnudo con grupos de niños y niñas. Su narcisismo les hace creer que tienen una misión. Pero ningún tratado comprende los tortuosos espíritus de estos emisarios del horror, como MacBeth de Shakespeare.
Incontables versiones penetran múltiples facetas del tirano y su terrible lady, pero tomamos para título de este artículo la del japonés Akira Kurosawa. Es apasionante su perspectiva porque las sociedades asiáticas solo conocieron tiranías hasta la llegada de los europeos. Un asiatólogo de las dimensiones de Alfred Weber, afirma que en Asia y África nunca nació la idea de libertad y que en sus lenguas ni siquiera existe una palabra equivalente.
Es una idea exclusivamente occidental que los hombres son “libres e iguales” “todos somos hijos de Dios”, gracias a la figura y la prédica de Cristo, “amaos los unos a los otros” (contra sociedades que creen en “armaos los unos a los otros”). El Sermón de la Montaña es la reivindicación de los pobres en su derecho de ser iguales, base de la democracia representativa. Y la libertad nace con la disidencia de Lutero en el siglo XVI, al reclamar “libertad de conciencia” para interpretar la Biblia.
Con pies de barro
En los dos fines de semana anteriores, la Fundación Humboldt nos ofreció un MacBeth protagonizado por el dramaturgo, narrador, director y actor José Tomás Angola con un equipo que lucha agónicamente por la cultura en este desolado país, en el que nuestro esfuerzo es agónico en sentido unamuniano: lucha por la vida, la justicia, la belleza y la democracia.
El personaje de Shakespeare no profesaba ninguna ideología moderna de las que hacen creer a los tiranos que encarnan al pueblo y tienen un destino predeterminado para salvar a los pobres, la nación o la raza. Pero también se sentía invencible, porque del más allá le habían convencido que ningún “hombre parido por mujer” podía derrotarlo y esa eventualidad era tan absurda como que “el bosque de Birnam se moviera hasta el castillo de Dunsiname” donde vivía la pareja del trono sangriento.
Las fuerzas oscuras engañaron al monstruo porque Macduff, el hombre que lo aniquiló, nació por cesárea y los soldados avanzaron al castillo camuflados con ramas de los árboles de Birnam. Antes de Freud, Lady MacBeth enloquece de remordimientos y se dedica a lavarse interminablemente las manos para limpiar la sangre que hizo derramar, y haberse lanzado, y a su marido a la perdición. Los dictadores son sangrientos, pero humanos, aunque crean lo contrario. Espero que, con ayuda de Stanislavsky, José Tomás Angola, convertido ese día en un cruento asesino, se haya salido del papel.
Carlos Raul Hernandez
carlosraulhernandez@gmail.com

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