IBSEN MARTINEZ
Día de elecciones en una población de Colombia, a fines del siglo XIX.
Sin ser visto por la multitud de electores, alguien ata una soga a la cola de una mula que pasta en las cercanías, indiferente a la inmemorial discordia entre liberales y conservadores que, como siempre en nuestra América, violan la ley seca y la prohibición de portar armas.
Poco antes de cerrar las mesas y del escrutinio público al aire libre, otro conspirador, a espaldas de la muchedumbre que se agolpa en torno al tribunal electoral, acerca al anca de la mula la punta encendida de un tabaco. La proverbial espantada de la mula deja ver que el otro extremo de la soga está amarrado a la pata de la mesa en que descansa la urna electoral.
Debo esta viñeta inolvidable a un libro del brillante historiador colombiano Eduardo Posada Carbó sobre las elecciones presidenciales de su país en 1875. Resume visualmente una de las taras latinoamericanas. Esa mula al galope tirando de una urna electoral podría muy bien ilustrar la portada de los anales del fraude electoral en la era chavista.
No hubo, en el curso de toda su carrera pública, votación en la que Hugo Chávez no desconociese la voluntad del electorado cuando esta le fue adversa. Sus valedores extranjeros, como Pablo Iglesias y Rodríguez Zapatero, repiten aún hoy que el caudillo bolivariano accedía a medirse una y otra vez en innumerables elecciones libres. Olvidan decir que cuando perdía, ¡y perdió en más de una ocasión!, Chávez prefirió siempre desconocer los resultados. Considérese lo ocurrido en las elecciones para gobernaciones estadales de 2008.
La oposición unida propinó entonces a Chávez un descomunal varapalo: junto con la Alcaldía Mayor de Caracas, el chavismo perdió los cinco Estados más populosos y económicamente activos de Venezuela, Estados que albergan la mitad de la población del país. ¿Qué hizo ante ello el Comandante?
Abrogó sin más las potestades de la Alcaldía Mayor, negándole recursos presupuestarios. Luego nombró “protectores” para cada gobernación opositora. Por completo violatoria de la Constitución, y evocativa del gauleiter de la era nazi, esa figura le fue impuesta, arbitrariamente y a la carrera, exclusivamente a los gobernadores de oposición. Este expediente todavía obra en contra de la voluntad electoral de las mayorías venezolanas.
Tal es el caso de la gobernadora del Estado Táchira quien es militante del opositor partido Acción Democrática y fue electa en las todavía controvertidas elecciones regionales de 2017. La gobernadora, pese a ser muy visible y audible en los medios de prensa complacientes con la dictadura, es por completo irrelevante en lo gubernativo pues nada se mueve en aquel Estado sin la anuencia de su protector cívico -militar, Freddy Bernal, antiguo inspector de la extinta Policía Metropolitana de Caracas y uno de los hombres fuertes de la dictadura.
Chávez instauró la práctica de encarcelar, inhabilitar políticamente u obligar a exilarse a sus adversarios electorales. Nicolás Maduro no ha hecho más que prolongar la estrategia de convocar elecciones cuidando bien de hacer del todo irrelevante el voto y extremando a sangre y fuego los alcances de esa política: activistas asesinados en salas de tortura, secuestro de centenares de opositores, verdaderas masacres perpetradas en barrios populares para acallar la protesta.
Correlativa a toda esta violencia de años es la fingida disposición al diálogo que invoca el hampa política que, sedicentemente opositora, se da silvestre en toda dictadura latinoamericana y cuya función será la de comparsas en el aguaje electoral anunciado por Maduro para fines de este año de pandemia y hambruna.
¿Qué hará la coalición de Juan Guaidó ante el fraude anunciado desde el momento en que un Tribunal Supremo obsecuente designó la semana pasada un colegio electoral pelele? Insiste, por ahora, en exigir condiciones que Maduro, desde luego, no concederá.
Opino que denunciar el designio continuista del usurpador y reclamar para la fantasmal y escorada Asamblea Nacional la potestad de nombrar los rectores electorales es futilidad si no se llama también a la abstención desde ahora mismo.
Abstenerse de acudir a una elección espuria, fullera y farsesca no es, a mi parecer, renunciar a la vía electoral sino, al contrario, un modo inequívoco de mostrar compromiso con ella, de dar a entender cuánto valoramos los venezolanos el voto cuando es consignado libremente, sin coerción ni chantaje, sin presos políticos sometidos a tortura, sin diputados exilados, sin canjear votos por cupos de gasolina o cajas de alimentos en mal estado.
Cuando no se puede elegir libremente, abstenerse no equivale a encogerse de hombros. Llamar a la abstención es la respuesta más gallarda y políticamente efectiva que puede darse en esta hora difícil al designio de Nicolás Maduro de esterilizar el voto y perpetuarse en el poder con falsos atavíos.
Una sola palabra, Juan Guaidó: “abstención”.
Dila.
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