TRINO MARQUEZ C.
La
forma como el magnate Donald Trump ha
enfrentado el vil asesinato de George Floyd por parte de un psicópata
uniformado de policía, ha sido desastrosa.
No asumió como estadista la
violación de los derechos de Floyd y su posterior muerte. Los tomó como si
fuese un capataz. En vez de pedirles perdón a los familiares de la víctima; declarar
que el comportamiento de ese agente no representa la conducta de la mayoría de
los funcionarios policiales, profesionales apegados a las normas legales
establecidas para resguardar la vida de los detenidos; reunirse con el
gobernador de Minnesota y el alcalde de Minneapolis, para acordar la inmediata
reorganización de la policía. Es decir, en vez de comportarse como un político
experimentado -que asume ese lamentable episodio como un
eslabón más en la larga cadena de abusos cometidos durante los meses recientes
por los cuerpos policiales y grupos segregacionistas blancos, contra la
población afroamericana-, desestimó la gravedad del hecho e indujo a la
violencia con sus tuits agresivos. No entiende que el Estado debe ser justo, no
vengador. No comprende las diferencias entre la compleja esfera pública y la
privada.
El resultado del desbarro es un país
atravesado por unas protestas que pudieron haberse evitado, o al menos atenuado,
si el Presidente hubiese tenido una actitud más cónsona con la seriedad de lo
ocurrido y con el insondable conflicto social que ese crimen refleja. Trump le
dio oxígeno por una temporada larga a la izquierda, que suele ser muy machista y segregacionista
en los países donde gobierna, pero que aprovecha cualquier desmán ocurrido en
las democracias liberales, para denunciar el ‘supremacismo’, y atacar el
capitalismo y la globalización. Después
de lo ocurrido en Minneapolis, Donald Trump tenía en sus manos una granada
fragmentaria. En vez de desactivarla, le retiro la espita para que explotara.
Y, en efecto, estalló.
De una forma similar el empresario se
ha comportado frente a la pandemia provocada por el Covid19. A pesar de contar
con muchos de los cerebros más luminosos del planeta en medicina e
investigación científica, optó por ignorarlos y hacerles más caso a sus
corazonadas. Estas le sugerían que no se
trataba más que de una infección pasajera, de esas que cada cierto tiempo
estremecen al planeta o a regiones completas del globo. El resultado de esos
presentimientos es que ya van más de 110.000 muertes en Estados Unidos, la
mayor cifra de fallecidos en el mundo, gran parte de ellos concentrados en el
estado de New York. Además, ha rivalizado de forma abierta con los gobernadores
de estado negados a acatar sus impromptus.
De nuevo la impericia, la violación del sentido común y la arrogancia hicieron estragos.
El comportamiento díscolo del primer
mandatario norteamericano no es excepcional. Más bien encaja en el patrón
seguido por numerosos personajes que llegan al Gobierno, sin que antes les
hayan salido cayos en el duro campo de la política; del diálogo, la negociación
y los acuerdos concertados. Invaden el espacio público rompiendo normas,
transgrediendo. Les parece que someterse a los cánones establecidos, respetar
las tradiciones y las instituciones establecidas, está fuera de moda. Es demodé.
Las consecuencias de sus exabruptos las pagan muy caras las sociedades que los convierten
en gobernantes.
En las últimas décadas han aparecido en
América Latina y otras zonas del globo, forasteros como ese, que han infringido
daños fatales. Hugo Chávez es uno de ellos. Provenía del estamento militar, sin
ninguna experticia en el arte de la política. No había sido ni siquiera
concejal en un municipio. Insurgió con un discurso revanchista, afincado en el resentimiento
de los grupos que se sentían excluidos.
Prometió destruir la cuarta República para fundar sobre sus escombros la
quinta República. Las consecuencias de semejante desmesura han alcanzado el
nivel de hecatombe. Venezuela, luego de dos décadas de hegemonía chavista, está
arruinada y sometida.
El peruano Alberto Fujimori -modesto ingeniero
agrónomo y profesor universitario- logró derrotar en 1990 a Mario Vargas Llosa,
quien, a pesar de no ser político de profesión, había radiografiado muy bien en
sus relatos la estructura de poder en Perú. Fujimori terminó imponiendo un
régimen autoritario y corrupto, que provocó una fractura política que se conserva
hasta el día de hoy.
Nayib Bukele, el joven empresario
presidente de El Salvador, mantiene en jaque a las frágiles instituciones de
esa nación, que libró una guerra durante décadas, en la cual murieron cerca de
500.000 personas. Esas huellas están muy frescas. Bukele juega con fuego.
Es cierto que los políticos democráticos profesionales
cometen errores, muchos graves; y desatan crisis, muchas profundas. Por esa
razón, las naciones se dejan seducir por el encanto de los forasteros. Sin embargo, los políticos de carrera poseen
una virtud: entienden que por encima de ellos se encuentra el sistema, y que
este debe prevalecer sobre cualquier otra consideración. Los advenedizos no comparten
ese axioma. ¡Cuidado con los outsiders!
@trinomarquezc
No hay comentarios:
Publicar un comentario