El hombre del año y el vicio de siempre
CARLOS ALBERTO MONTANER
Marcelo Odebrecht es el hombre del año
en América Latina. Este ingeniero brasileño nacido en 1968, nieto del
fundador de un enorme conglomerado empresarial, es el príncipe de
los coimeros del planeta. Para evitar la sentencia de 19 años de cárcel,
algo que ha logrado hace solo unos días, ha delatado a sus cómplices en
su condición de “colaborador eficaz de la justicia”, desestabilizando a
muchos de nuestros países, mostrando (muy a su pesar) las miserias y
cinismo de numerosos políticos y funcionarios.
La Organización Odebrecht era una
enorme empresa de ingeniería civil, con casi 200.000 trabajadores y una
facturación de más de 40.000 millones de dólares, de los cuales ya ha
perdido una tercera parte. Operaba en una veintena de países, algunos de
ellos con un PIB menor que los ingresos de la compañía, pero el grueso
de su operación y de sus sobornos los llevaba a cabo en Brasil.
Repartió en total unos mil millones
de dólares. En términos absolutos el país más corrupto fuera de Brasil
fue Venezuela (98 millones de dólares), algo totalmente predecible,
porque su gobierno es una especie de inodoro inmundo, pero las naciones
latinoamericanas que más coimas per cápita recibieron fueron Panamá (59
millones de dólares) y República Dominicana (92 millones de dólares).
El modus operandi era sencillo. Los
hombres de Odebrecht detectaban a un candidato con posibilidades y
comenzaban a negociar. Podían hacerlo primero presidente y luego rico.
Brasil tenía grandes publicitarios y magníficos gabinetes de campaña.
Ese estupendo expertise se ponía al servicio de la persona elegida junto
a cantidades importantes para sufragar el costo de la operación.
Todo lo que el candidato debía hacer,
una vez elegido en las urnas, era aprobar los abultados presupuestos y
confiarle a Odebrecht la ejecución de las obras públicas programadas. El
enorme monto era sufragado por los impuestos pagados por los pueblos o
mediante préstamos a los que habría que hacerle frente algún día.
Los brasileños de Odebrecht, por su
parte, hacían bien las carreteras, los túneles o lo que fuere, y se
ocupaban de pagar seriamente lo pactado en Suiza, en Andorra o en algún
otro paraíso fiscal, organizando minuciosamente la logística de la
corrupción. Cumplían su palabra. Lo de ellos no era engañar a los
políticos ni desvalijar a los ladrones, sino facilitarles la famosa
consigna secreta de “robar, pero hacer”, mientras aumentaban la
facturación año tras año.
Se podía confiar en sus palabras de
mafiosos dotados de corbatas de seda y trajes de 5.000 dólares. Carecían
de color ideológico. Sin el menor escrúpulo pactaban con el venezolano
Nicolás Maduro o con el ecuatoriano Jorge Glas, el vicepresidente de
Rafael Correa –apóstoles del socialismo del siglo XXI–, enemigos
naturales de la economía privada de mercado, de la cual la empresa
Odebrecht era la quintaesencia.
El problema, naturalmente, no
es Odebrecht, sino la mentalidad que impera en América Latina. A otra
escala más modesta, es así, mediante coimas, pequeñas o grandes, como
han funcionado la mayor parte de nuestros gobiernos desde tiempos
inmemoriales, con un agravante terrible: a nuestras sociedades no les
preocupa. La corrupción comparece al final de la lista de los males que
deben erradicarse en la mayor parte de las encuestas. En México llegan a
afirmar, seriamente, que “la corrupción es solo otra forma de
distribuir los ingresos”.
¿Por qué sucede esta ausencia de principios en nuestro mundillo?
Tal vez, porque la mayor parte de los
iberoamericanos –incluyo a los brasileños– no perciben claramente que
el dinero público es aportado por todos nosotros y la corrupción es como
si nos metieran la mano en bolsillo y nos robaran la cartera. Lo que
ocurre en el Estado no nos compete.
Acaso, porque el cinismo es total y
damos por descontado que al gobierno se va a robar y no nos preocupa,
siempre que sean “los nuestros” los que se enriquecen con los recursos
ajenos. Somos víctimas de una clara anomia moral.
Sin duda, porque el clientelismo, esa
pequeña coima otorgada por el gobierno, es una forma de corrupción en
la que millones de iberoamericanos se adiestran en ese tipo de conducta
nociva.
Por eso no es de extrañar que, pese
a Lava Jato, como se llamó en Brasil a la operación judicial contra la
corrupción, vuelvan a elegir a Lula da Silva, quien hoy encabeza las
encuestas pese a sus sucios negocios. Hace años lo dijeron los
peronistas en la vecina Argentina en un grafiti que el tiempo no ha
borrado y revela el drama de fondo: “Puto o ladrón queremos a Perón”.
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