ELIAS PINO ITURRIETA
PRODAVINCI
Los sucesos del desmantelamiento de Colombia parecen caóticos, hasta el punto de que cueste descifrarlos con propiedad. Un conjunto de situaciones contradictorias llevan a la desaparición de la gran nación, para que después abunden explicaciones que no aclaran el panorama. Ahora miraremos hacia un solo detalle, capaz de decir mucho sobre los enredos de la época. Pero antes, una descripción somera de los hechos fundamentales.
La historia comienza formalmente en 1826, cuando la municipalidad de Caracas protesta ante el senado de Bogotá por unos atropellos cometidos por Páez en un acto de reclutamiento. Los ediles aseguran que ha actuado como un tirano desenfrenado. El senado, movido por el vicepresidente Santander, se apresura a iniciar el proceso, mientras el procesado comienza a manifestar preocupaciones ante los que lo quieren oír. Muchos, por cierto, debido al crecimiento de la incomodidad provocada en los círculos políticos por el dominio de Bogotá sobre la lejana y aguerrida Caracas. Bolívar observa los acontecimientos sin intervenir, quizá porque le convenga un enfrentamiento entre don Francisco de Paula y don José Antonio, rivales espinosos y apoyados, o porque espera mejor oportunidad.
Los munícipes de Valencia afirman desde el comienzo del episodio que se está ante un atropello de los bogotanos contra los derechos de “la antigua Venezuela”, y promueven, con acogida favorable, campañas de prensa contra la autoridad de Colombia. En breve, y pese a que el senado ha atendido su clamor de protección contra el autoritarismo militar, los miembros del Concejo Municipal de Caracas se solidarizan con los colegas valencianos y cambian de opinión sobre el Centauro. Sin la presentación de razones convincentes, inician movimientos de descrédito contra las autoridades de la indeseada capital, ante las cuales habían acudido en la víspera, y la apología del soldado a quien antes motejaron de violento y prepotente.
Una figura de importancia, Santiago Mariño, guerrero célebre, se une a los movimientos de los ediles cada vez más atrevidos. En breve los acompaña otra figura de trascendencia en la guerra y en el alto gobierno, Carlos Soublette, sin que Bolívar se muestre activo ante lo que ya se observa como una disidencia de peligrosas proporciones. Se entera de que Páez ha sido suspendido de las funciones públicas por decisión del vicepresidente, sin decir mayor cosa en público.
Desde 1825 se ha iniciado una cruzada caraqueña en solicitud de reformas de envergadura en la forma de gobierno, llevada a cabo por una nueva generación de letrados de orientación liberal. Las carestías provocadas por la guerra, la imposibilidad de participar en términos serios en la toma de decisiones, la ausencia del Libertador y la influencia de las doctrinas liberales que circulan después del triunfo de Carabobo, procedentes de Europa y de los Estados Unidos, conducen a debates ricos en ideas sobre el destino de la gigantesca comarca dependiente de Bogotá.
Se llega a asegurar entonces que el Estado nacido de la guerra es lo más parecido a un sistema colonial retocado. La polémica trasciende las fronteras del Departamento de Venezuela, a través de escritos solventes que tienen una lectoría cada vez más numerosa y entusiasta. Se está, por lo tanto, ante un acontecimiento de gran calado que no depende únicamente de los intereses castrenses, aunque sean estos los que de veras parezcan determinantes.
El 27 de abril de 1827, los concejales de Valencia y Caracas solicitan la anulación de la orden de Bogotá que suspende a Páez de sus funciones y promueven un acto público en la población de Maracay. Va mucha gente con cohetes y banderolas. Los escribanos de los municipios recogen la aclamación de Páez de la siguiente manera:
Todos los talentos de la capital creyeron íbamos a envolvernos en la más espantosa anarquía (sic), no tuvieron otro recurso que la presencia del general Páez, y volaron solicitándola los miembros de la corte superior, comisionados de la intendencia, de la municipalidad, del clero, de todas las demás corporaciones. (…) S. E. el general Páez es el hombre célebre, el hombre extraordinario; el hombre señalado por la fortuna, conservación y dicha de Venezuela.
Hay una gran aglomeración pendiente de los sucesos y en espera de la llegada del mesías. El historiador Francisco González Guinán recogió de uno de los presentes el testimonio que sigue:
El General Páez se había presentado a la sesión vestido de paisano porque no quería, según dijo, usar más insignias militares. Agregó que se encontraba perplejo para aceptar el mando que se le proponía, pero que no pudiendo resistir el deseo general, aceptaba la autoridad que se le confería. De seguidas se introdujeron en la sala en una gran bandeja el vestido e insignias militares, e incontinenti se adornó el General Páez con aquellos arreos.
Seguramente todo se hace de acuerdo con un libreto establecido para que no circulen dudas sobre el propósito del acto: el pueblo presente en el lugar, o representado por los miembros de las instituciones más respetables en la escala regional, manifiesta su intención secesionista y selecciona a quien la llevará hacia la meta. Sin diputados nacionales a mano, sin figuras del poder establecido en la sabana, sin oradores célebres, sin palacios que sirvan de domicilio, se siembra una raíz municipal que producirá un árbol nuevo y distinto.
Si no hay exageración en lo señalado desde el principio, se está ante el primer capítulo de un movimiento de origen comarcal que no se limita a un grupo menor de protagonistas. Pero el detalle comunicado por González Guinán hace una advertencia cardinal, no en balde estamos en el inicio de un proceso sin retorno hacia la autonomía de Venezuela, en la antesala de la fundación de una nacionalidad. Tal vez Páez solo simulara entonces su orientación civilista para no mostrar los colmillos del militarismo en términos desgarradores, mas no gastemos el tiempo en una predecible pose de magistrado en estreno, sino en registrar cómo las fuerzas vivas del país en ciernes se rinden ante los paramentos militares, o quieren que así se vea. Los transportan en bandeja, quizá en una grande y adornada bandeja de plata, para que se revista cabalmente de autoridad un hombre salvador.
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