EL PAIS
A algunos entrevistados se les presenta por cómo llegan a la cita; a otros, por la forma en que se marchan. El profesor Steven Levitsky (Princeton, Nueva Jersey, 1968) forma parte del segundo grupo. Después de más de una hora de conversación en un hotel céntrico de Nueva York, el politólogo se cuelga la mochila a la espalda y pregunta de un modo que parece completamente franco: “¿Cómo es que querían ustedes hablar conmigo?”. Hay quien cree que puede escribir un libro como How Democracies Die (Cómo mueren las democracias, editorial Ariel, 2018), que ha hecho ruido, y que nadie lo va a buscar para hacerle unas preguntas.
Levitsky, doctorado por la Universidad de Stanford y profesor de Gobernanza en Harvard, es algo así como un médico forense de regímenes políticos, tanto liberales como tiránicos. Ha dedicado buena parte de su carrera al estudio del autoritarismo y los procesos de democratización, a la esperanza de vida de los regímenes revolucionarios, al papel del populismo. Especialista en América Latina, es autor de varias obras sobre la región, aunque el citado título, coescrito con su colega Daniel Ziblatt, ofrece un panorama global. Mientras habla (en español), es fácil imaginarlo dando clases como da una entrevista, abriendo mucho los ojos y gesticulando sin parar, con las mangas de la camisa declaradas en anarquía.
PREGUNTA. ¿Se percibe un cambio en los estudiantes, en lo que preguntan o lo que les preocupa? ¿Ha visto cambiar Estados Unidos a través de sus alumnos?
RESPUESTA. Tengo un grupo muy poco representativo de EE UU. En términos de etnicidad o de país de origen, Harvard nunca ha sido más diverso, hace 50 años solo había chicos ricos de Nueva Inglaterra. Ahora son de todos lados y de todo tipo. Pero estoy dando una clase de 150 estudiantes y probablemente no hay ningún trumpista.
P. Pero eso no tiene sentido…
R. El país está dividido entre centros urbanos, con gente con título universitario, y pueblos pequeños en zonas rurales, con gente sin tanta formación. En esa división, todos los profesores y la mayoría de los estudiantes están en un lado. Además, en EE UU la juventud es mucho más demócrata que republicana. Trump tiene apoyo en la gente mayor que yo, 60, 70 años… Pero entre gente entre 18 y 20 años, casi el 70% hoy en día es demócrata. Ahora hay dos mundos: el mundo urbano de las costas es mucho más cosmopolita, mucho más progresista, más liberal; el interior es muy conservador.
P. ¿Una fractura tan grande “campo-ciudad” erosiona la democracia?
R. Sí. Ocurre en otros países, pero aquí, quizás por el tamaño, la segregación entre las bases sociales de los dos partidos es tremenda. Hay pocos lugares en EE UU donde conviven demócratas y republicanos. Donde vivo, en Boston, tengo que conducir 20 kilómetros para encontrar a un trumpista. Tienes que salir de la ciudad y llegar al campo para encontrar un trumpista, eso no es normal. Y, al contrario, si vas a Oklahoma vas a encontrar pueblos enteros que votan 99% por Trump, no hay demócratas. Si caigo ahí me ven como marciano. Es un cambio lento, pero relativamente nuevo, y no me parece sano para la democracia. Los ciudadanos pierden la costumbre y la capacidad de coexistir, de tolerar la diferencia, de poder discutir sobre política y después ir a jugar al fútbol juntos. Estamos perdiendo esa capacidad mínima del ciudadano de poder convivir con gente de otro partido. Los políticos representan a su territorio, y si este es homogéneo, no tienen necesidad de llegar a compromisos, ni de negociar. En Oklahoma puede ser puramente trumpista porque toda su base es 100% trumpista. Y todo el electorado de mi representante, que es un nieto de Bob Kennedy [Joseph Kennedy, de Massachusetts], es demócrata, así que si el tipo empieza a negociar con la derecha, lo linchamos. La ausencia total de integración entre las personas de los dos partidos es muy dañina para la democracia.
“Se está perdiendo la capacidad de discutir de política y después ir a jugar al fútbol juntos”
R. Trump es más síntoma que causa. El principal problema, en nuestra opinión, es la polarización partidista, que está basada, además, no en términos de derecha o izquierda, sino en raza, religión y cultura. Producto de esa polarización es el debilitamiento de las normas básicas de la democracia.
P. ¿Pero eso es tan nuevo o ahora llama más la atención?
R. Es nuevo en un sentido muy importante. El tema de la raza ha estado con nosotros desde el nacimiento de la república, y ha sido fuente de autoritarismo, abuso, conflicto y hasta guerra civil en el siglo XIX. Lo nuevo es que la raza está fuertemente ligada al partidismo. Por primera vez desde el siglo XIX, desde la guerra civil, la identidad partidaria tiene que ver con raza y religión. La gente blanca y cristiana es republicana, por generalizar, y los demás son demócratas. El partido republicano se ha convertido en un bastión de blancos cristianos que fue mayoría en toda la historia de la república. Era el grupo que ha dominado las jerarquías políticas, económicas, sociales y culturales de este país por 200 años, pero que está perdiendo peso en la sociedad norteamericana. Es un cambio de largo plazo, inevitable.
P. Sorprende que no mencione el factor del género.
R. En mi opinión, el efecto de genero está ahí en el sentido de que la mayoría de las mujeres votan como demócratas y que la figura de Trump representa una marcha atrás de más o menos de medio siglo en términos de normas sociales de género. Pero hay muchas mujeres republicanas y demócratas. La raza y la religión dividen la sociedad, no tanto el género. Si usted fuera gringa y yo le preguntase su religión, su raza y su nivel de formación, acertaría más fácilmente qué partido vota que sabiendo su género.
“Hoy a nadie le gusta la gente que está en el poder, ya sea en Suecia, Finlandia o Reino Unido”
P. El objeto de su libro es cómo mueren las democracias. ¿Y los regímenes autoritarios? Dicen que el chavista se está autodestruyendo.
R. De varias maneras. En este caso, el Gobierno sufre la maldición del petróleo. Muchos regímenes, inclusive la democracia venezolana en los setenta, sufren por la abundancia de crudo y terminan arruinando la economía. Mientras el precio estaba por encima de 100 dólares por barril, Chávez utilizaba los recursos para mantener un apoyo mayoritario. Cuando el precio cae y la economía empieza a bajar en 2011, 2012, 2013…, pierde popularidad. La causa principal de la debilidad del régimen es la economía. No todos los regímenes autoritarios caen así. Vietnam y China tienen regímenes autoritarios mucho más estables. También en América Latina. La propia España con Franco, a partir de los años 50 y 60, cuando empezó a crecer, se estabilizó. El crecimiento ayuda mucho a estabilizar el régimen autoritario.
P. ¿Cuáles son las democracias más sólidas y saludables actualmente?
R. A nadie le gusta la política, a nadie le gusta la gente que está en el poder, ya sea en Suecia, Finlandia, el Reino Unido… Esperamos mucho de un representante político, tiene una responsabilidad muy grande a ojos del ciudadano, y los políticos son mediocres. Buscan el poder, es su trabajo, llegar al poder y quedarse. Eso cae mal. Además, tienen que ser pragmáticos, adaptarse. Dicen una cosa en la campaña, pero la situación cambia, y tienen que pactar con la oposición, llegar a compromisos que a nadie le gustan. Un Franco o un Pinochet pueden ser puros. Si matas a la oposición o la mandas al exilio, puedes mantenerte puro, pero en la democracia te tienes que ensuciar las manos —no lo digo en el sentido corrupto—, hay que pactar. Salvo en casos de democracias recién nacidas, como la española a finales de los setenta, los ciudadanos no están satisfechos, no encontrarás una democracia con décadas de vida donde la gente esté feliz con el sistema. Se quejan.
P. En el fondo es buena señal, de que el ciudadano está descontento porque se ha acostumbrado a unos estándares altos.
R. Sí, además hay cambios en las democracias establecidas que creo que todavía no llegamos a entender completamente, el creciente debilitamiento del establishment político. En Europa, Alemania, Francia, el Reino Unido o EE UU, en los años sesenta había un establishment muy fuerte: dos partidos que controlaban las candidaturas, tres canales de televisión que todo el mundo veía, una limitada fuente de financiación, sindicatos, empresarios… En EE UU en 1958, si no salgo en NBC, CBS, ABC [grandes cadenas], no aparezco en la tele y no llego al electorado. Si no tengo amigos en el sindicalismo o entre los empresarios, no consigo dinero para mi campaña. Y si no formo parte del mainstream del partido, como no hay primarias, no puedo ser candidato a nada. Así, todos los políticos solían ser moderados. Eso ha cambiado por varias razones. Bernie Sanders puede recaudar tantos fondos como Hillary Clinton, buscando dinero por Internet, y un candidato puede darse a conocer por WhatsApp o por Facebook.
P. Se ha abierto el mercado.
R. Hay una democratización de las democracias que genera mucha incertidumbre, más populismo. En 1958 yo no podía ser populista porque el establishment me rechazaba. Hoy puedo rechazar al establishment y ganar votos, ser el Movimiento Cinco Estrellas, ser Vox o ser Trump. La democracia de los años cincuenta era muy elitista, muy contenida. Hoy es mucho más un circo, más abierta…, pero en crisis.
P. ¿Y qué se puede hacer? ¿Volver al establishment?
R. Imposible, la gente no lo tolera. Es uno de los desafíos que tenemos los políticos y los politólogos: aprender cómo hacer funcionar una democracia en una época en la que el establishment no pesa nada.
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