VIVO EN EL INFIERNO
BEATRIZ SOGBE
No hay otro infierno para el hombre más que la maldad
de sus semejantes
Marqués de Sade
Hace unos
años no entendía como los cubanos podían sobrevivir con $ 10 al mes. No tenía
sentido que nadie pueda sobrevivir con esa suma. Ahora lo entiendo. Estas notas
no son para los venezolanos, ni los cubanos. Son para aquellos que están en
otros países y no entienden ese sin sentido. Para que sean tolerantes con los
venezolanos que tuvieron que emigrar y los entiendan. Y para que reflexionen
sobre lo que es vivir, día tras día, en un infierno.
I
¿Como lo hacen? ¿Cómo se vive con $ 10? Se busca doblegar al
individuo con un subsidio. El opresor entrega un poco de comida (no mucha y
cero proteínas), algunos medicamentos, unos servicios muy baratos pero pésimos,
les entregan viviendas a unos pocos (no a todos, pero siempre queda la
esperanza de que alguna vez les darán alguna) y la gente -entre abnegada y
entregada-, los recibe. No tienen otra opción. Es recibirlos o morir. Cambian
las prioridades. Es preferible dos kilos de arroz que el efectivo. Con el
dinero nunca se sabe si lograrás el bien deseado. Con el arroz en la mano, al
menos llevas algo de comer a tu casa.
Hace quince días pasamos cinco días continuos, sin el servicio de energía eléctrica. Casi se
perdió la cuenta de las horas de desvelo. Después de ese primer evento han ocurrido una
sucesión de "apagones" que nos han hecho no solo muy complicada la
existencia, sino la convivencia. No tener energía eléctrica se traduce en que
no hay telefonía, ni fija, ni celular. Tampoco cocina el que tiene cocinilla
eléctrica. Y como el agua llega por bombeo tampoco la hay. El que puede obtener
agua es a través de un camión cisterna. A precios impagables. Y siempre se duda
de su calidad sanitaria. Pero después de quince días eso poco importa. No
sirven los ascensores, con lo cual aquel que vive en un piso quince debe
acarrear, en baldes y a oscuras, el agua para los baños, aseo y preparar algo
de comer. Significa levantarse una mañana y no salir agua de los grifos y
volver -como en el pasado-, a buscar agua con un cántaro al rio. Solo que no
hay ríos, ni pozos. Se secaron al no preservar los bosques. Solo queda la huella de la destrucción por la furia de la
extracción del oro y el diamante. Por
las calles las alimañas se asoman por los alcantarillados. Roedores hambrientos
en busca de la comida que no corre por los desagües. Lo cotidiano se vuelve un
infierno. Es como pasar, de un instante a otro, a la Edad de Piedra.
Si una persona tiene una emergencia. No hay manera de llamar
a una ambulancia, ni a la policía, ni a los bomberos. No hay atención en los centros
hospitalarios porque los pocos que tienen plantas eléctricas, luego de tantos días
colapsan. De esta manera muchas personas no pueden hacerse diálisis, los
neonatos no pueden estar en sus incubadoras
y los que requieren respiradores artificiales agonizan. Se desconoce el número
de fallecidos. Y también está vedado morir. Porque no hay certificados de
defunción, ni cavas donde colocar los muertos. Los sepultureros no tienen como
llegar. Los cementerios fueron clausurados, en esos días.
No hay gasolina porque las estaciones de gasolina no pueden
expenderlo. Tampoco hay efectivo, ni cajeros automáticos. No hay puntos de
venta, ni forma de comprar nada. Solo efectivo o dólares. Lo que ayer valía un
precio astronómico pasa a valer cinco veces más, al día siguiente. Vale más un
kilo de carne que una obra de arte.
Nuestros familiares en el exterior se desesperan. No tienen
forma de saber como se encuentran sus seres queridos. Que en su mayoría son
personas de la tercera edad. Sin embargo, aparece algo no previsto: la
solidaridad. Hay identificación entre los pares. Y el que no tiene muestras de
repugnancia nos repugna.
II
El panorama general es desolador. No hay servicio de Metro y
escaso transporte público. La gente, abnegada y silenciosa, camina hacia sus
trabajos. Generalmente lleva unos botellones vacíos, con la esperanza de llevar
un poco de agua potable, desde sus sitios de trabajo, a la casa. Pero lo más
llamativo es la actitud de las personas. Andan sin esperanzas, sin animo. La
postura corporal los delata. Son autómatas. Los mas desesperados hurgan,
afanosamente, en la basura. Se atraviesa la ciudad para llegar a las centrales
de las operadoras de los móviles con la esperanza, desde ese lugar, de dar una
fe de vida a nuestros seres queridos, en el exterior. Todos los comercios están cerrados. La ausencia
de información de lo que está pasando
desespera y exaspera. Las pilas de los radios se agotan. Las velas se acaban.
Los víveres perecederos en el refrigerador se descomponen. No hay hielo. La
gente quema la basura porque el servicio de aseo no funciona. La ciudad se tiñe
de un cielo grisáceo y un sol rojizo que presagia muerte. Cuando al fin regresa
el servicio llueven las malas noticias. Los amigos que fallecieron. Hacemos
contabilidad de cuantos electrodomésticos han sobrevivido a la hecatombe. Y nadie se alegra. Solo hay desesperación y
rabia. Los bruscos cambios de voltaje anuncian que eso solo será el comienzo de
la antesala de un purgatorio. Que se sabe cuando se inicia, pero nunca cuando
finaliza. Y los milagros no existen.
III
Luego de un segundo apagón se crean chats vecinales para enumerar
como están las cosas en cada zona. Y aunque la energía eléctrica regresa, de
forma intermitente, nunca volvió el
agua. Porque esta depende del bombeo. Y como son equipos viejos, sin
mantenimiento y cuya vida útil se cumplió hace muchos años, funcionan de manera
precaria. Entonces se siente la inutilidad del chat porque esos Alcaldes nunca
pueden resolver nada. ¿Para que querrán ser Alcaldes quien no tiene una ambulancia,
ni un carro de bomberos, ni un camión cisterna?
Ni siquiera tienen el poder -o la voluntad-, de demoler una construcción
ilegal, en un bien patrimonial. Se volvieron en unos personajes decorativos.
IV
Para el escribidor significa no tener ordenador. Escribir a
mano, para dejar testimonio de que con
la falta de práctica ahora tenemos una letra maltrecha e ilegible, que al releerla ni nosotros entendemos. Aún así
queremos dejar testimonio del infierno porque algo nos dice que estamos
viviendo un momento estelar. Ojala no nos ocurra como aquella película del
cubano Tomás Gutiérrez Alea: Memorias del
subdesarrollo. Un intelectual que se quedó en la maltrecha isla porque presentía
que algo iba a pasar. Y nunca pasó nada.
Hay dos refugios en los que tratamos de protegernos: la
lectura y el jardín. La lectura se hace pesada. No estamos acostumbrados a una
luz difusa y debemos salir al exterior. Las noches son penosas. No hay disfrute
de las estrellas o las luciérnagas fugaces, sino desesperación, de cuándo
volverá la energía. Y cuando vuelve es una ansiedad porque no sabemos en qué
momento se volverá a ir. Entonces viene la segunda parte: conectar los
interruptores, lavar la ropa, asear los baños. Es comienzo del período de
sequia. Hay calma. No hay vientos, pero si zancudos y calor. La oscuridad,
profunda y tenebrosa, no es melancolía
sino temor. De repente se ve un sector iluminado. Al rato, la zona iluminada se
vuelve a apagar. Se pierden las esperanzas que pronto nos llegará la energía. Y entonces vienen las conjeturas. ¿A quién
estarán matando? ¿Quién estará muriendo?¿Que estará pasando? Se piensa en los
hospitalizados, en los presos políticos, en la desesperación de sus familiares.
En los ancianos que no pueden tener
acceso a sus medicamentos. La incertidumbre también mata.
V
Cambiamos de opinión. En la mañana decidimos trabajar
afanosos en el jardín. Pero este languidece. Los pájaros no cantan, solo emiten
gemidos. Solo hay zamuros merodeando. Un jardinero sin agua esta condenado a
ver morir las plantas que con tanto amor hemos cuidado. El aguacate cargado se
secó. Y nuestro amado jazmín también. Ya no emitirá más su embriagante aroma.
Solo queda su leñoso tallo chamuscado. El jardinero se limita entonces a
recoger hojas secas y a observar, con pasmoso dolor, que el fruto de años de
esfuerzo, se desvanece en unos días. Es otra tortura, al igual que mirar el Ávila
quemándose por diferentes frentes. En las noches ese fuego quema la vista.
La energía eléctrica va y viene. Han pasado quince días. No
hay agua todavía. No hay internet. El desprecio de los gobernantes ofende más
que el odio. Y el sometido lo sabe. ¿Qué clase de gente es esta que no le
importa el dolor de sus semejantes? ¿Son como Nerón que disfrutó de una Roma
incendiándose?. Solo piensan en la permanencia, cueste lo que cueste. ¿Y esto
no es una guerra? ¿O sí lo es?
Finalmente concluyo: vivo en un infierno.
Beatriz Sogbe
Abril 2019
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