jueves, 30 de enero de 2020

¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE VENEZUELA?
MARTIN CAPARRÓS
THE NEW YORK TIMES
MADRID — Era un ministro menor; se metió con Venezuela y se metió en problemas. En estos días, acosado por medios y rivales, el ministro español de Transportes, un señor Ábalos, debió explicar que es cierto que esa noche estuvo en el avión de la vicepresidenta venezolana, Delcy Rodríguez, aparcado en Barajas pero que fue porque quería ver a otro ministro venezolano amigo suyo que venía en ese avión y que no se reunió con la señora Rodríguez sino que, al contrario, le impidió que pisara suelo español —porque ella tiene prohibida la entrada en la Comunidad Europea— y algunos medios le dicen que miente, que sí que se reunió con ella, y algunos partidos piden su renuncia y su presidente, Pedro Sánchez, prefiere no recibir a Juan Guaidó de paso por Madrid, y el expresidente socialista González se lo reprocha y el expresidente socialista Rodríguez se lo encomia y en cambio el alcalde derechista de Madrid le entrega a Guaidó las llaves de la capital y se lo lleva a ver al jefe de Vox, y el sainete ya lleva días y continúa con bríos. Es Venezuela: el nombre de los dimes y diretes, esa forma de la confusión contemporánea, esa manera de hablar sin saber muy bien de qué: siempre de otra cosa. Venezuela.
Un cable de EFE parece un buen ejemplo: “Policías venezolanos rodean la oficina personal de Juan Guaidó en Caracas”, titulaba hace unos días la agencia de prensa estatal española. Nos repitieron tantas veces aquello de que la noticia es que un hombre muerda a un perro; del mismo modo, noticia sería que los policías que rodean una oficina en Caracas fuesen colombianos, camboyanos o zulúes. Pero no que en la capital de Venezuela actúe la policía venezolana. Y sin embargo el gentilicio estaba en ese título: algo más que un error, poco menos que un síntoma. El sustantivo Venezuela, el adjetivo venezolano se han transformado, últimamente, en mucho más que una mera descripción. Han perdido, de muchas formas, el sentido, y han ganado otros: la condena, la descalificación, el miedo.
Por supuesto, como pasa con tantas palabras castellanas, estas tampoco significan lo mismo en distintos países o regiones del idioma. En América Latina la fuerza de la palabra Venezuela en el debate político tiene ya veinte años, desde que el comandante Hugo Chávez Frías apareció como un parteaguas y las partió a golpes de discursos y dineros.Continue reading the main story
Entonces la dizque izquierda latinoamericana se recostó en Venezuela, recibió su sostén, defendió sus gobiernos, la exaltó en sus proclamas. Y la derecha latinoamericana la usó como su cuco: ya agotado el fantasma de la Revolución cubana, necesitaban uno nuevo y el de Chávez les resultó útil, el de Maduro inmejorable. Fueron las dos etapas del uso de Venezuela: cuando le iba mejor, hasta la muerte de Chávez, la amenaza era que quisieran “exportar su revolución” a otros países; cuando le empezó a ir muy mal, la amenaza era que les exportaran el desastre.
Así que, tras diez o doce años de temer a Venezuela, la gran derecha latinoamericana empezó a agradecerla: era la muestra viva del fracaso de esas tentativas que, supuestamente, querían evitar en sus países. Todos lo usaron; es probable que nadie lo haya usado tan bien como el expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, que se inventó la amenaza del “castrochavismo” para transformar a sus módicos rivales electorales en lobos feroces, manadas ululantes.
A España, en cambio, Venezuela tardó más en llegar. Hasta 2014 era un tema que interesaba a casi nadie; fue entonces cuando surgió, como desde la nada, Podemos. Su aparición fue fulgurante y el establecimiento español se sintió curiosamente amenazado. Podemos no entraba en las categorías conocidas, rompía con el orden político habitual, lo cuestionaba con fuerza y, sobre todo, era tan nuevo y tan juvenil y tan agreste que sus enemigos no sabían cómo acosarlo. Cundió el pánico, hasta que alguien —esos periodistas, esos policías— “descubrió” que algunos de sus socios fundadores habían recibido dinero del Estado venezolano. De pronto, todo entraba en la norma: esos muchachos impolutos impetuosos inimputables también tenían sus trapos sucios; se los podía atacar como ellos atacaban a “la Casta”, el club de los ricos y los políticos españoles. Ese dinero venezolano, se transformó en la versión renovada del Oro de Moscú: la “injerencia extranjera” que explicaba y descalificaba la participación de un sector nuevo en la política española. Y entonces Venezuela, que nunca había sido un tema relevante, llegó al centro del debate.
Corría 2016; los medios serios que siempre lo habían mirado de reojo de pronto publicaban editoriales y reportajes y columnas sobre las carencias y violencias de aquel país lejano. Y programas de la televisión más masiva, tan rellenos de sangre y siliconas, despachaban heroicos enviados para mostrarnos aquel frente de batalla llamado Caracas. En unos meses, Venezuela se transformó, en España, en sinónimo de todos los males. Y, como en el resto del mundo hispanoparlante, se volvió también un eje de la definición de los políticos —aunque, por supuesto, nunca de las políticas—.
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Ahora, todavía, los políticos de la derecha española, que evitan hablar del resto del mundo como si lo cubriera una lepra rara, blanden Venezuela. En los debates electorales españoles nadie nunca pronuncia los nombres de Colombia, México, Argentina, Francia, China; Venezuela siempre sale de algún labio derechón. Y, en respuesta, los políticos de la dizque izquierda española se apuran a desmentir que sus ideas tengan ninguna relación con las que se aplican —o no se aplican— en aquel país.
El caso es curioso: está claro que, para la derecha hispanoamericana, Venezuela —el fracaso estrepitoso de Venezuela— es una bendición, un arma que usan con abundancia y alegría. Pero, a diferencia de lo que suele pasar en estos casos, no hay otro sector —no hay una izquierda, un centroizquierda— que quiera defenderla. A lo sumo, les molesta no poder condenarla como a veces querrían.
Venezuela les resulta un engorro: les complica la vida. Por historias, por ciertas lealtades, por tozudez, algunos querrían reivindicarla; es difícil cuando los informes más serios hablan de la peor violencia, de un Estado que ha torturado y matado a miles de personas; es difícil cuando millones huyen corridos por el hambre. Lo intentan, igual, a su manera. A principios de enero, por ejemplo, cuando el gobierno de Maduro impidió que los parlamentarios entraran a la Asamblea Nacional, el nuevo canciller peronista argentino emitió un comunicado duro, que decía que esos actos “resultan inadmisibles para la convivencia democrática” y que era necesario “facilitar ese proceso de diálogo para que Venezuela pueda recuperar a la brevedad la normalidad democrática que históricamente ha caracterizado a ese país”. Si no hay normalidad democrática, le preguntaron al presidente Fernández, será que hay una dictadura; él lo negó. Quizá su lealtad a su exjefa, Cristina Fernández, le impida definir así al régimen de Maduro; quizá crea que un Estado que mata menos de 10.000 personas al año no califica para dictadura; por las razones que sean, no lo hace.
Y entonces se arman esas discusiones léxicas que, a primera vista, parecen caprichosas, vanas: si lo que pasó en Bolivia en noviembre fue o no un “golpe de Estado”; si Venezuela es o no “una dictadura”. Se ve nimio, pero no lo es. El fantasma de la “palabra eficaz” —la que produce efectos en la realidad—, tan caro a las viejas religiones, reaparece en estos debates: muchas cosas dependen de que se use una palabra u otra. Si hay un “golpe de Estado” o una “dictadura”, los organismos internacionales y los países ponen en marcha una serie de medidas que no ponen si no los hay. De allí tanto debate léxico: el peso de las palabras, en este caso, puede hundir construcciones relevantes.
Venezuela, entonces, la palabra Venezuela, la palabra venezolano, han cobrado en nuestros países una fuerza que nunca tuvieron. Nadie habla de ellos y de ella cuando habla de ellos y de ella; a la mayoría de los que la nombran les dan igual sus 32 millones de ciudadanos, sus cuatro o cinco millones de desterrados, sus búsquedas, sus penas. Venezuela, la palabra Venezuela, se ha vuelto un arma de la gran derecha, un lastre de las pocas izquierdas, una incomodidad constante, una palabra que dice lo que no debiera. Es extraño. Todo un país tendría que cambiar para que esa palabra, por fin, recupere el sentido. O, quién sabe, todo un continente.
Martín Caparrós (@martin_caparros) es colaborador regular de The New York Times. Su ensayo más reciente, Ahorita, acaba de aparecer. Su próxima novela, Sinfín, que se publicará en marzo de 2020, transcurre en 2070.

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