¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE VENEZUELA?
MARTIN CAPARRÓS
THE NEW YORK TIMES
MADRID
— Era un ministro menor; se metió con Venezuela y se metió en
problemas. En estos días, acosado por medios y rivales, el ministro
español de Transportes, un señor Ábalos, debió explicar que es cierto
que esa noche estuvo en el avión de la vicepresidenta venezolana, Delcy
Rodríguez, aparcado en Barajas pero que fue porque quería ver a otro
ministro venezolano amigo suyo que venía en ese avión y que no se reunió
con la señora Rodríguez sino que, al contrario, le impidió que pisara
suelo español —porque ella tiene prohibida la entrada en la Comunidad
Europea— y algunos medios le dicen que miente, que sí que se reunió con
ella, y algunos partidos piden su renuncia y su presidente, Pedro
Sánchez, prefiere no recibir a Juan Guaidó de paso por Madrid, y el expresidente socialista González se lo reprocha y el expresidente socialista Rodríguez se lo encomia y en cambio el alcalde derechista de Madrid le entrega a Guaidó las llaves de la capital y se lo lleva a ver al jefe de Vox,
y el sainete ya lleva días y continúa con bríos. Es Venezuela: el
nombre de los dimes y diretes, esa forma de la confusión contemporánea,
esa manera de hablar sin saber muy bien de qué: siempre de otra cosa.
Venezuela.
Un cable de EFE
parece un buen ejemplo: “Policías venezolanos rodean la oficina
personal de Juan Guaidó en Caracas”, titulaba hace unos días la agencia
de prensa estatal española. Nos repitieron tantas veces aquello de que
la noticia es que un hombre muerda a un perro; del mismo modo, noticia
sería que los policías que rodean una oficina en Caracas fuesen
colombianos, camboyanos o zulúes. Pero no que en la capital de Venezuela
actúe la policía venezolana. Y sin embargo el gentilicio estaba en ese
título: algo más que un error, poco menos que un síntoma. El sustantivo Venezuela, el adjetivo venezolano
se han transformado, últimamente, en mucho más que una mera
descripción. Han perdido, de muchas formas, el sentido, y han ganado
otros: la condena, la descalificación, el miedo.
Por
supuesto, como pasa con tantas palabras castellanas, estas tampoco
significan lo mismo en distintos países o regiones del idioma. En
América Latina la fuerza de la palabra Venezuela
en el debate político tiene ya veinte años, desde que el comandante
Hugo Chávez Frías apareció como un parteaguas y las partió a golpes de
discursos y dineros.
Entonces
la dizque izquierda latinoamericana se recostó en Venezuela, recibió su
sostén, defendió sus gobiernos, la exaltó en sus proclamas. Y la
derecha latinoamericana la usó como su cuco: ya agotado el fantasma de
la Revolución cubana,
necesitaban uno nuevo y el de Chávez les resultó útil, el de Maduro
inmejorable. Fueron las dos etapas del uso de Venezuela: cuando le iba
mejor, hasta la muerte de Chávez, la amenaza era que quisieran “exportar
su revolución” a otros países; cuando le empezó a ir muy mal, la
amenaza era que les exportaran el desastre.
Así
que, tras diez o doce años de temer a Venezuela, la gran derecha
latinoamericana empezó a agradecerla: era la muestra viva del fracaso de
esas tentativas que, supuestamente, querían evitar en sus países. Todos
lo usaron; es probable que nadie lo haya usado tan bien como el
expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, que se inventó la amenaza
del “castrochavismo” para transformar a sus módicos rivales electorales
en lobos feroces, manadas ululantes.
A
España, en cambio, Venezuela tardó más en llegar. Hasta 2014 era un
tema que interesaba a casi nadie; fue entonces cuando surgió, como desde
la nada, Podemos. Su aparición fue fulgurante y el establecimiento
español se sintió curiosamente amenazado. Podemos no entraba en las
categorías conocidas, rompía con el orden político habitual, lo
cuestionaba con fuerza y, sobre todo, era tan nuevo y tan juvenil y tan
agreste que sus enemigos no sabían cómo acosarlo. Cundió el pánico,
hasta que alguien —esos periodistas, esos policías— “descubrió” que
algunos de sus socios fundadores habían recibido dinero del Estado venezolano.
De pronto, todo entraba en la norma: esos muchachos impolutos
impetuosos inimputables también tenían sus trapos sucios; se los podía
atacar como ellos atacaban a “la Casta”, el club de los ricos y los
políticos españoles. Ese dinero venezolano, se transformó en la versión
renovada del Oro de Moscú: la “injerencia extranjera” que explicaba y
descalificaba la participación de un sector nuevo en la política
española. Y entonces Venezuela, que nunca había sido un tema relevante,
llegó al centro del debate.
Corría
2016; los medios serios que siempre lo habían mirado de reojo de pronto
publicaban editoriales y reportajes y columnas sobre las carencias y
violencias de aquel país lejano. Y programas de la televisión más
masiva, tan rellenos de sangre y siliconas, despachaban heroicos
enviados para mostrarnos aquel frente de batalla llamado Caracas. En
unos meses, Venezuela se transformó, en España, en sinónimo de todos los
males. Y, como en el resto del mundo hispanoparlante, se volvió también
un eje de la definición de los políticos —aunque, por supuesto, nunca
de las políticas—.
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Ahora,
todavía, los políticos de la derecha española, que evitan hablar del
resto del mundo como si lo cubriera una lepra rara, blanden Venezuela.
En los debates electorales españoles nadie nunca pronuncia los nombres
de Colombia, México, Argentina, Francia, China; Venezuela siempre sale
de algún labio derechón. Y, en respuesta, los políticos de la dizque
izquierda española se apuran a desmentir que sus ideas tengan ninguna
relación con las que se aplican —o no se aplican— en aquel país.
El
caso es curioso: está claro que, para la derecha hispanoamericana,
Venezuela —el fracaso estrepitoso de Venezuela— es una bendición, un
arma que usan con abundancia y alegría. Pero, a diferencia de lo que
suele pasar en estos casos, no hay otro sector —no hay una izquierda, un
centroizquierda— que quiera defenderla. A lo sumo, les molesta no poder
condenarla como a veces querrían.
Venezuela
les resulta un engorro: les complica la vida. Por historias, por
ciertas lealtades, por tozudez, algunos querrían reivindicarla; es
difícil cuando los informes más serios hablan de la peor violencia, de un Estado que ha torturado y matado a miles de personas; es difícil cuando millones huyen
corridos por el hambre. Lo intentan, igual, a su manera. A principios
de enero, por ejemplo, cuando el gobierno de Maduro impidió que los
parlamentarios entraran a la Asamblea Nacional, el nuevo canciller
peronista argentino emitió un comunicado duro,
que decía que esos actos “resultan inadmisibles para la convivencia
democrática” y que era necesario “facilitar ese proceso de diálogo para
que Venezuela pueda recuperar a la brevedad la normalidad democrática
que históricamente ha caracterizado a ese país”. Si no hay normalidad
democrática, le preguntaron al presidente Fernández, será que hay una
dictadura; él lo negó. Quizá su lealtad a su exjefa, Cristina Fernández,
le impida definir así al régimen de Maduro; quizá crea que un Estado
que mata menos de 10.000 personas al año no califica para dictadura; por
las razones que sean, no lo hace.
Y
entonces se arman esas discusiones léxicas que, a primera vista, parecen
caprichosas, vanas: si lo que pasó en Bolivia en noviembre fue o no un
“golpe de Estado”; si Venezuela es o no “una dictadura”. Se ve nimio,
pero no lo es. El fantasma de la “palabra eficaz” —la que produce
efectos en la realidad—, tan caro a las viejas religiones, reaparece en
estos debates: muchas cosas dependen de que se use una palabra u otra.
Si hay un “golpe de Estado” o una “dictadura”, los organismos
internacionales y los países ponen en marcha una serie de medidas que no
ponen si no los hay. De allí tanto debate léxico: el peso de las
palabras, en este caso, puede hundir construcciones relevantes.
Venezuela, entonces, la palabra Venezuela, la palabra venezolano,
han cobrado en nuestros países una fuerza que nunca tuvieron. Nadie
habla de ellos y de ella cuando habla de ellos y de ella; a la mayoría
de los que la nombran les dan igual sus 32 millones de ciudadanos, sus
cuatro o cinco millones de desterrados, sus búsquedas, sus penas.
Venezuela, la palabra Venezuela,
se ha vuelto un arma de la gran derecha, un lastre de las pocas
izquierdas, una incomodidad constante, una palabra que dice lo que no
debiera. Es extraño. Todo un país tendría que cambiar para que esa
palabra, por fin, recupere el sentido. O, quién sabe, todo un
continente.
Martín Caparrós (@martin_caparros) es colaborador regular de The New York Times. Su ensayo más reciente, Ahorita, acaba de aparecer. Su próxima novela, Sinfín, que se publicará en marzo de 2020, transcurre en 2070.
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