DESPUÉS DE HIROSHIMA Y NAGASAKI
Carlos Canache Mata
Los
días 6 y 9 del presente mes de agosto, se cumplieron 76 años, respectivamente,
del lanzamiento de sendas bombas atómicas en las ciudades niponas de Hiroshima
y Nagasaki. Antes, también en 1945, el 12 de abril había fallecido el presidente Roosevelt, y el
vicepresidente Harry Truman había pasado a ser el nuevo presidente de los Estados
Unidos; el 30 de abril Adolfo Hitler se había suicidado en el bunker de la
Cancillería de Berlín, cuando las tropas soviéticas se hallaban a pocos metros
de la cancillería, dos días después la bandera roja fue izada en el Reichstag,
y en todas partes se iban rindiendo las fuerzas militares alemanas. El 7 de
mayo de 1945, los alemanes firmaban la capitulación incondicional del Tercer
Reich: el general Jodl lo hacía ese día en Reims, y el mariscal Keitel hizo lo
mismo el 8 de mayo en Berlín. Hubo una celebración mundial, y Churchill declaró
que “en toda nuestra historia, nunca hemos vivido un día tan grande como el de
hoy”.
La
rendición de Alemania selló el fin de la guerra en Europa, pero no el fin de la
II Guerra Mundial porque en el Extremo Oriente Japón mantenía las hostilidades,
continuaba en guerra. Los historiadores reseñan que la lucha fue “espantosa”, sobre
todo en las islas japonesas Iwojima y
Okinawa, donde en febrero-marzo y abril junio de 1945 “se entablaron feroces
combates”; y que, según los expertos, un desembarco en Tokio, la capital del
Imperio del Sol Naciente, “costaría la vida a un millón de norteamericanos y a
un cuarto de millón de soldados británicos”. El 26 de julio, el presidente Truman, que
asistía a la Conferencia de Potsdam, envió un ultimátum al Japón invitándolo a
la rendición, advirtiéndole que “la única alternativa será una pronta y total
destrucción”, ultimátum desdeñado dos días después, el 28, por el primer
ministro japonés Suzuki. La Conferencia de Potsdam concluyó el 1 de agosto, y
el día 2 Truman zarpaba rumbo a América, habiendo dado el día anterior la orden
del lanzamento de la bomba.
En la
mañana del 6 de agosto de 1945 –en su regreso, era el cuarto día de navegación
de Truman- la primera bomba atómica fue lanzada por un avión norteamericano
sobre Hiroshima. Pendiente de un paracaídas, la bomba estalló a 600 metros de
altitud, liberando una energía equivalente a la de 20.000 toneladas de TNT y el
calor originado en el centro de la explosión alcanzó 300.000 grados
centígrados. El 60% de la ciudad fue destruído, con un trágico saldo de 80.000
muertos y 70.000 heridos en una población de 330.000 habitantes. ¿Quién no
recuerda la película francesa Hiroshima mon amour?
La segunda bomba atómica fue lanzada el 9 de agosto sobre la ciudad de Nagasaki, y a pesar de que su
accidentado emplazamiento limitó el efecto de la onda expansiva, fueron
aniquilados 35.000 de sus 260.000
habitantes y otros 60.000 resultaron heridos. La era atómica se había iniciado
con dos carnicerías apocalípticas. En el ínterin entre los dos lanzamientos de
las bombas, el 8 de agosto fue cuando finalmente Stalin cumplió tardíamente la
promesa hecha en la Conferencia de Yalta (celebrada entre el 4 y el 11 de
febrero de 1945) de actuar contra Japón tres meses después de la rendición
alemana.
Las dos
bombas y la declaración de guerra soviética lograron que Hirohito, encerrado en
un búnquer similar al de Hitler, situado en los sótanos del palacio imperial,
aceptase la rendición. El día 10 de agosto, en mensajes reservados, Japón
informaba a las potencias enemigas que aceptaba la rendición en las condiciones
establecidas por los aliados en Potsdam, siempre y cuando el Emperador siguiera
siendo soberano. Los estadounidenses consintieron en que Hirohito conservase el
trono, aunque, al establecerse una monarquía constitucional, tácitamente
renunciaba a sus prerrogativas divinas. A mediodía del 14 de agosto, hora de
Tokio, Hirohito anunció la capitulación, y el 2 de septiembre, a bordo del
acorazado norteamericano Missouri,
anclado en la bahía de Tokio, tuvo lugar la ceremonia protocolaria de la
rendición japonesa, y, con ésta, concluía la Segunda Guerra Mundial,
exactamente a los seis años y un día de la entrada de las tropas alemanas en
Polonia. En el conflicto murieron 50 millones de personas, una cifra cinco
veces superior a la de la Primera Guerra Mundial; Europa deja de ser el centro
del mundo y emergían dos superpotencias: Estados Unidos (que entró a la
guerra por el ataque japonés a Pearl
Harbour el 7 de diciembre de 1941) y la Unión Soviética. El tiempo abría las
puertas para la que se llamó guerra fría, que
terminó con la desaparición de la Unión Soviética en 1991.
Pero,
el uso de la energía atómica para fines bélicos durante la Segunda Guerra
Mundial, abrió una posibilidad que cambió el mundo. Entre otros, lo ha dicho
nada menos que Albert Einstein, con estas palabras: “Necesitamos una nueva
forma de pensar si queremos que la humanidad se salve…Hoy, la bomba atómica ha
alterado profundamente la naturaleza del mundo, tal como la conocíamos, y el
género humano debe adecuar su pensamiento a la nueva situación”. La mayoría de
las armas atómicas actuales son termonucleares de potencias muy superiores, que
permitirían la destrucción mutua asegurada a los
contendores, estimándose que una guerra nuclear podría destruir la civilización
humana. Con el riesgo de que como retóricamente, con una metáfora bíblica, el
olvidado líder ruso Gorbachov nos recordara que “todos somos pasajeros a bordo
de la misma nave, la Tierra, y no debemos permitir que naufrague” porque “no
habrá una segunda Arca de Noé”.
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