lunes, 5 de marzo de 2018

NACIONALISMO: LA RESACA 

ANTONIO NAVALON

No se puede vivir sin pasión, pero confundirla con la estructura de una vida trae consecuencias indeseables que, normalmente, se arreglan con el divorcio. Cuando esa pasión se refleja en la estructura de los pueblos y en su sistema de organización social, las consecuencias no son menos terribles.
Con pasión para protestar contra la crisis, la austeridad y el fracaso del sistema económico y social, los británicos salieron un día a las calles y decidieron que su relación con la Unión Europea había terminado y estaba muerta. Ese mismo día, gran parte de los jóvenes prefirieron quedarse en sus casas, pensando que no era posible que la pasión, el enojo, la frustración y el fracaso definiesen el futuro. Y así, asistimos una vez más al increíble espectáculo de la pérdida de fe ante la falta de actuación de una generación que terminó por liquidar sus posibilidades de futuro.
Hoy en Reino Unido, el Brexit es un problema sin resolver, no solo porque divide a la sociedad en jóvenes y viejos, sino porque, además, está evidenciando la falta de profesionalidad, el poco criterio, el aventurerismo y la poca imaginación que tienen los encargados de gobernar los pueblos. El Gobierno conservador de Theresa May está tan dividido como lo está el pueblo británico. No hay que descartar un segundo referéndum.
Ahora los lores, siempre considerados como elementos testimoniales, pero que han dado varias sorpresas, están demostrando que tienen un proyecto más completo que el de los Comunes —elegidos por el voto popular— respecto de los motivos que impulsaron el Brexit y, sobre todo, sobre qué tendría que hacerse una vez que triunfara y cómo se manejaría en el plano interno, considerando una nueva configuración de Gran Bretaña.
Sin embargo, todo eso aún no existe, todo es improvisación, frustración y dolor. Y, además, con cada enmienda o con cada recomendación que se le va haciendo a la ley que el Gobierno ha mandado a la Cámara de los Lores va quedando de manifiesto la ocurrencia, la improvisación y la ausencia de un plan concreto.
Dando un salto hasta el continente americano, Donald Trump es la quintaesencia del triunfo de la pasión irracional en política. Las palabras de la candidata derrotada Hillary Clinton, plasmadas en su libro What Happened (Qué pasó), definen muy bien esa situación, al asegurar que nunca fue consciente de que mientras ella llevaba a cabo “una campaña tradicional con políticas muy bien razonadas, Trump hacía un reality show irracional”.
Ahora día a día los jueces, la Casa Blanca y la propia seguridad muestran la resaca de una decisión como esa —que llevó a Trump al poder—, y las consecuencias sobre la destrucción de la fe pública y privada en las instituciones. Toda mi generación creció con un libro de Sinclair Lewis, It can’t happen here (Eso no puede pasar aquí), cuya tesis era que en Estados Unidos nunca sería posible un golpe de Estado militar, lo mismo que contaba la histórica película Siete días de mayo. Para lo que no estábamos preparados era para que Facebook y Twitter abrieran el camino a la Casa Blanca del showman de El aprendiz para sorpresa de todos, incluido él mismo.
El mundo tiene resaca desde entonces. Una resaca que no solo alcanza a Estados Unidos por haber elegido a Trump, sino que perjudica al mundo entero —Reino Unido, Unión Europea— por todo lo que representa. Siempre he creído que Trump nunca quiso ganar en realidad, siempre pensé que solo buscaba consolidar un gran negocio que le convertiría en el mejor vendedor del mundo, negociando al final su posición política y haciéndose mucho más rico con esa operación.
Sin embargo, ganó usando simplemente ladridos envueltos en un nacionalismo decadente y sin tener en cuenta el paso siguiente, algo que pondrá en peligro no solo lo que nunca tuvo, un programa político y social, sino hasta su propia fortuna ante futuras investigaciones que llegarán y en las que todo lo que haya hecho, sea o no ilegal, terminará siendo sospechoso y tendrá un coste incalculable.
El mundo se levanta el día después de la euforia pasional con una tremenda resaca para la que no existen aspirinas fáciles, sobre todo porque, tal y como van las cosas, hasta que llegue la elección intermedia de noviembre, no disminuye el riesgo de que, en medio de la locura, en medio de la orgía de la pasión, Mr. Trump quiera probar la potencia del botón rojo nuclear.

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