Venezuela: responder a las amenazas de 2019
YSRAEL CAMERO
POLITIKA UCAB
No estamos en tiempos de transición hacia la democracia en Venezuela. La ventana de oportunidad para lograr este proceso se empezó a abrir en 2012, y pareció cerrarse en un ambiente de crisis multinivel, humanitaria y política, en 2018. La gran amenaza que se cierne para 2019 es la consolidación del gobierno autoritario, en su fase más totalitaria, pero sin que este consiga estabilizar al país.
Esto parece una contradicción lógica, ¿cómo puede consolidarse un régimen político sin garantizar la estabilidad en el territorio que controla? Es necesario, por ende, ofrecer una explicación de la aparente disonancia. Para entenderlo es importante centrarnos en el tema de la territorialidad del ejercicio efectivo del poder. La paradoja del caso venezolano es que se ha construido un aparato de control sociopolítico sobre la población, al mismo tiempo que el Estado ha perdido capacidad efectiva para controlar partes del territorio nacional.
Es el único caso de totalitarismo que ha debilitado al Estado. Esto implica que el poder funciona bajo dos niveles en simultáneo, concentrado en algunos espacios, licuado en otros.
Donde quiera que el Estado subsiste, lo hace como un aparato de control sobre la vida cotidiana de los ciudadanos, como un artefacto opresivo y autoritario, despótico en sus acciones, arbitrarias y despiadadas, al servicio de la continuidad de una pequeña élite que se adueñó del poder. En esos espacios, la distribución de comida, la menguante prestación de electricidad, de agua, la distribución de gasolina, no tienen como objetivo brindar un servicio, sino asegurar un orden preciso, un control biológico sobre cada persona: es el aparato totalitario de control social.
Pero, más allá de esas manchas de estatalidad opresiva, hay espacios donde el poder se ha venido licuando, primero por la voluntad política de distribuir prebendas entre grupos armados paraestatales; luego por la incapacidad para volver a ejercer ese control por parte del Estado. Porque el costo de retomar el control de estos espacios es mayor que la renta que se podría extraer de mantener a estos grupos como socios. El denominado Arco Minero constituye el caso más extremo de ese poder licuado, una región entera donde el control del territorio se distribuye entre mafias mineras, “El Sindicato”, grupos armados de origen externo, fundamentalmente el ELN, y los restos del poder estatal en forma de grupos de Guardias Nacionales que actúan como otro grupo de poder más, en un vitral político que resulta agresivo para los habitantes.
¿Cómo llegamos aquí?
¿Por qué ocurre esto? El Estado moderno venezolano se consolidó durante el siglo XX, no solo de la mano del petróleo, sino también a partir de las decisiones de una élite sociopolítica comprometida con una idea de modernidad que combinaba estatalidad efectiva con democracia, alcanzando alto grado de presencia en todo el territorio, con redes de carreteras, servicios públicos, incluyendo educación, salud, pero también con presencia efectiva de las fuerzas de seguridad a lo largo de todo su espacio territorial.
El proceso de consolidación del Estado democrático y social, el gran proyecto de la modernidad venezolana, empezó a dar señales de debilitamiento relativo desde mediados de los años ochenta, pero literalmente se truncó a partir de 1999, al iniciarse la implantación de un nuevo modelo de Estado que tenía una relación tensa con el proyecto moderno y con la democracia. El aumento de la porosidad del Estado frente a grupos armados externos, el debilitamiento de la Fuerza Armada Nacional, se combinó con la entrega de áreas urbanas a grupos armados parapoliciales en ciudades principales, lo que tenía su correlato en la expansión de la violencia cotidiana, la delincuencia, con total impunidad.
La mancha del Estado sobre el territorio había crecido en el siglo XX. Ha venido retrocediendo a lo largo del siglo XXI, dejando a una parte importante de la población desguarnecida, vulnerable, desprotegida, sometida al poder despótico de la banda armada de turno, sea un “colectivo”, un “frente guerrillero”, o una pandilla criminal. El caso del poder de los “pranes” es sintomático de esta licuación del Estado. Donde el poder está licuado la sociedad civil tiene grandes dificultades para existir como una red social organizada y efectiva, en estos espacios hacer política implica también un muy alto riesgo.
¿Y por qué se consolida?
¿Por qué se consolida el régimen autoritario-totalitario sobre la Venezuela donde aún pervive la estatalidad? Para responder a esto debemos entender el proceso de cierre de la oportunidad para una transición política hacia la democracia, que se dio entre 2012 y 2018. El pico de esta ventana de oportunidad fueron las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015. Entre 2006 y 2015 la oposición política desarrolló una estrategia efectiva de crecimiento y participación que condujo a la victoria en las últimas elecciones parlamentarias y a la conquista de la mayoría absoluta de la Asamblea Nacional.
La toma del control del Poder Legislativo por parte de las fuerzas democráticas, en enero de 2016, se constituyó en una fecha simbólica que podía anunciar la inminencia de una ruptura en las estructuras políticas del chavismo y que abriera paso a una transición política. Esto no sucedió, de hecho, a partir de ese momento se desataron dos procesos de toma de decisiones que cambiaron el juego político en Venezuela. La percepción de que la caída del Gobierno era inminente hizo mermar los incentivos que mantenían unida a la coalición opositora, se activaron entonces todos los incentivos para la competencia interna en un ambiente de creciente desconfianza entre los distintos liderazgos. Así, desapareció la estrategia unitaria, y lo que es más importante, desapareció el espacio imprescindible de confianza mutua necesario para generar una estrategia. Cada grupo, cada liderazgo, fue desarrollando su estrategia, no solo en competencia contra el Gobierno, sino, fundamentalmente, en competencia con los otros actores de la oposición. Si cada líder desarrolla su estrategia no hay una estrategia unitaria: allí tenemos el caos de los años 2016 y 2017.
Frente a esto, el chavismo en los últimos días de 2015 y los primeros meses de 2016 parecía perder el rumbo. Había señales de que la erosión interna, derivada de la brutal crisis socioeconómica y la derrota política en las parlamentarias, hacía explícitas las fisuras internas, que se encaminaban a una ruptura del bloque de poder dominante. Pero este proceso fue atajado y empezó a desarrollarse una estrategia que condujo a la consolidación autoritaria. El aislamiento del Poder Legislativo, construyendo un cerco –un verdadero estado de sitio– alrededor de la Asamblea Nacional, el bloqueo al Revocatorio, la convocatorio inconstitucional a una constituyente, son parte de esta estrategia. El régimen decidió bloquear toda alternancia y competencia electoral. Se decidió pasar de un régimen autoritario competitivo a uno de carácter cerrado, incrementando la persecución contra la disidencia y los mecanismos de control social.
La profundización de la crisis económica fue enfrentada desde esta perspectiva. No había en el Gobierno un interés en gestionar una salida a la crisis si esto incrementaba los espacios para el ejercicio de alguna forma de autonomía ciudadana. Por eso, fueron dejados de lado todo tipo de iniciativas reformistas de actores internos o de aliados externos. El Gobierno se mostró impermeable a cualquier tipo de proceso de liberalización y apertura, fuera económica o política.
La crisis también estaba haciendo estragos entre los cuadros medios y bajos de la oposición democrática. La destrucción de las redes económicas y sociales que permitían sostener una vida autónoma fue un proceso inherente al chavismo desde 1999, pero la caída de los precios del petróleo y la respuesta gubernamental, desde 2013, estaban dejando sin oxígeno a la misma sociedad. La generalización de los CLAP y del Carnet de la Patria, se convirtieron para el Gobierno en el más efectivo mecanismo de control social y de desactivación de la protesta política. Para una sociedad a la que se le habían arrebatado sus medios autónomos de subsistencia era un imperativo vital.
Frente a esto, la oposición democrática no alcanzaba a responder con efectividad. Sin confianza mutua no hay comunicación, sin comunicación no hay estrategia. La derrota política de las movilizaciones populares de 2017, sofocadas a sangre y fuego por parte del Gobierno, debilitaron la capacidad de presión de las fuerzas democráticas. El exilio –interno o externo–, la cárcel, la muerte, es decir, la desactivación, se convirtieron en señales del cierre de un ciclo.
La decisión de negarse a participar en cualquier proceso electoral –impulsada por los sectores más radicales– contribuyó a desactivar a la oposición aguas abajo y a aislarla del resto de la sociedad, que quedaba absolutamente indefensa. El Gobierno se consolidaba allí donde existía el Estado.
El apoyo de la comunidad internacional fue clave para mantener viva a las fuerzas democráticas y para denunciar la autocratización del régimen. Pero, en un escenario de menguante organización interna, algunos quisieron colocar todas sus esperanzas en una resolución de la crisis venezolana “desde afuera”. Los sectores más radicales centraron su discurso en una mezcla de abstención militante con la certeza de que la crisis venezolana tendría una solución “rápida, inminente y total”, proveniente de una fuerza internacional. No ocurrió.
La autocratización acelerada, mezclada con hiperinflación, con escenarios de hambre, de crisis de los servicios públicos básicos, sin medicinas, trajo la otra respuesta evidente: la migración masiva de la población. La migración venezolana ha tenido tres grandes olas durante el chavismo. La primera, de grandes capitales desconfiados que colocaron sus inversiones en Panamá, Miami, Bogotá, República Dominicana, España, etc. Una segunda ola estuvo marcada por la alta calificación profesional, migrantes con doctorados, maestrías, con amplia experiencia laboral en campos diversos que enriquecieron los sitios a los que llegaban. Desde 2016 estamos en presencia de una tercera ola, la de la desesperación: jóvenes para quienes salir del país ya no es una alternativa entre varias, sino la única manera de sobrevivir en un país donde desaparece todo aquello que les permite tener una vida civilizada en el siglo XXI. Esto tiene un triple impacto político: baja la presión sobre las menguantes capacidades del régimen para distribuir alimentos, electricidad y agua; facilita el control social sobre la población que queda y dificulta aún más la capacidad de organización y movilización de las fuerzas opositoras, que pierden cuadros importantes a nivel local. Además, hace evidente el carácter regional, internacional, global, de la crisis venezolana. El desplazamiento migratorio venezolano es el más grande de la historia contemporánea de América.
Una amenaza para todos…
Esta consolidación sin estabilización constituye una amenaza. No solo para los millones de personas que sufren el autoritarismo, la violencia, el hambre y la pérdida de calidad de vida en Venezuela, sino que constituye un peligro para la región circundante, con repercusiones suprarregionales que pueden tocar países como Estados Unidos, España, Portugal e Italia. Este tipo de consolidación autoritaria con desestatalización puede hacer naufragar el proceso de paz en Colombia, poner en jaque la estabilidad del norte del Estado brasileño, afectar al Caribe –desde Trinidad hasta República Dominicana–, profundizando la crisis migratoria en un abanico que va desde Estados Unidos hasta España, pasando por Perú, Argentina, Chile, entre otros.
¿Qué hacer?
Por eso, el tema venezolano ha de ser tratado por la comunidad internacional como una amenaza desestabilizadora importante. No hay manera de que el Gobierno autoritario de Nicolás Maduro estabilice a Venezuela. Por ende, mantener la presión, en sus distintas vertientes, para que sea sustituido por un régimen democrático estable en un plazo perentorio, es una necesidad para la política exterior de los gobiernos.
A lo interno, para la oposición democrática, el margen de maniobra también es decreciente, pero aún existe. La Asamblea Nacional, con mayoría opositora, es el único espacio político institucional donde aún existen las fuerzas democráticas de la oposición, más allá de escasas alcaldías y gobernaciones, donde sus partidos pueden visibilizarse frente a la sociedad y frente al mundo.
Ante la comunidad internacional es la voz de la Asamblea Nacional la única expresión unitaria, con legitimidad popular y con coordinación, de la oposición democrática venezolana. Contribuir a su preservación y al fortalecimiento de su institucionalidad es imprescindible para impulsar un cambio que conduzca a Venezuela a la recuperación de su democracia.
Internamente, el trabajo ha de centrarse en organización, organización y organización, y para eso se necesita construir redes sociales alrededor de una estrategia política, de construcción de poder real, concreto, territorialmente expresado.
La estrategia debe preceder a la unidad. Hemos dedicado inmensos esfuerzos en preservar la unidad de las fuerzas opositoras, soslayando la definición de una estrategia. En eso nos hemos equivocado. Esa equivocación ha derivado en una oposición que está secuestrada por un chantaje radical, que no es efectivo en definir una estrategia alternativa, pero es muy eficiente en bloquear cualquier iniciativa.
¿Por qué señalo que la estrategia ha de preceder a la unidad? A las pruebas históricas me remito. La estrategia de crecimiento, con participación electoral y organización social y política, fue definida en 2006, en el marco de las elecciones presidenciales. A partir de allí se colocaron los esfuerzos en ir construyendo un artefacto político para realizar la tarea: la Mesa de Unidad Democrática, que se consolidó en 2009. Primero se definió una estrategia, se inició su desarrollo, y alrededor de esa estrategia, se construyó la unidad. Hemos insistido en el camino inverso desde 2006, nos hemos equivocado.
El tema de la participación electoral es muy difícil de asumir porque se ha enfrentado desde una perspectiva jurídica y legalista, sin atreverse a dar el paso al mundo concreto de las realidades fácticas, las cuales, bajo un régimen despótico y tiránico como el que tenemos, poco o nada tienen que ver con la ley escrita. La participación en los eventos electorales que el régimen aún permite es un hecho político concreto. Creo que también en esto nos hemos equivocado –desde 2016 en adelante– convirtiendo la abstención en la (in)acción política dominante, lo que ha contribuido al aislamiento de las fuerzas opositoras respecto de la realidad social y al retroceso organizativo, no solo en términos de “espacios” políticos, sino en cuestión de visibilidad social y simbólica. ¿Qué no daría la oposición cubana por participar en procesos electorales en la isla? Renunciar a participar no contribuye, por sí mismo, a democratizar al régimen. De hecho, puede ser parte del proceso de autocratización.
La participación electoral, incluso perdiendo en condiciones ominosas, puede ser ocasión para incrementar niveles de visibilidad y de organización social inherente. No implica reconocer la legitimidad o legalidad del régimen autoritario, sino que puede funcionar de ocasión ineludible para denunciar su opresión y su despotismo.
¿Y la comunidad internacional? Mucho se ha hablado del 5 y del 10 de enero. El sábado 5 de enero se instala una nueva junta directiva en la Asamblea Nacional. El 10 de enero finaliza el período presidencial para el que fue electo Nicolás Maduro en 2013. Ante lo que ocurre estas fechas tanto la oposición interna como la comunidad internacional están obligadas a tomar posición.
Internamente, el 5 de enero es una ocasión para poner el hombro en la defensa y preservación de un poder público sitiado por el régimen autoritario. Fortalecer el rol político de la Asamblea Nacional, y su capacidad de construcción de redes con el resto de la sociedad, es un empeño vital. Los gobiernos de los países que han expresado su compromiso con la democratización de Venezuela deben contribuir a la preservación de la institucionalidad de la Asamblea Nacional, incrementando el reconocimiento de su legítima vocería como la voz de las fuerzas democráticas de Venezuela. Ante la percepción de caos en la dirigencia opositora, la voz institucionalmente unitaria de la Asamblea Nacional es clave, allí están presentes todas las fuerzas democráticas, allí están obligadas a ponerse de acuerdo, y lo han hecho.
Sobre el 10 de enero demasiadas expectativas se han creado. La retórica radical que pretende chantajear a la Asamblea Nacional con la exigencia de “gobiernos de transición” o “gobiernos paralelos”, es solo otra irresponsable iniciativa para intentar destruir al Parlamento para sustituirlo por otros voceros más plegados a su línea. Los “gobiernos en el exilio” conducen generalmente al fracaso y al olvido. La oposición debe reactivar su lucha social y política con una estrategia de confrontación contra el autoritarismo y el totalitarismo que incremente los niveles de organización social, que aumento el poder relativo de los demócratas en la sociedad, para obligar al régimen a llegar a donde no quiere: a un proceso de liberalización y apertura política.
Frente al 10 de enero la comunidad internacional comprometida con la democracia, así como aquella preocupada por las consecuencias que la licuación venezolana está teniendo en la región, deben seguir incrementando la presión sobre el régimen autoritario que conduzca a una liberalización y apertura política. Exigir la liberación de todos los presos políticos, la habilitación de todos los partidos, la restitución de las libertades conculcadas, y el desmantelamiento del aparato de opresión y control, se debe sumar a las condiciones previamente exigidas. La política de sanciones debe combinarse con la de incentivos para el cambio.
Se deben generar incentivos que permitan recuperar la capacidad de acción política de la sociedad venezolana para resistir a la opresión y para volver a tejer sus redes sociales autónomas, sobre las cuales se construye la acción política democrática. Hay que obligar al régimen a hacer aquello que no quiere hacer, y esto implica una combinación de acciones internas y externas.
Mentiría si les digo que el camino es corto y sencillo. Estamos transitando el desierto en las peores condiciones, y el camino es largo y difícil. Decir otra cosa es engañar. Es la recurrente frustración la que ha generado la desconfianza que nos impide accionar colectivamente. De esto debemos desprendernos, para tener la fuerza para desprendernos también del totalitarismo que nos acecha. El camino más largo se inicia con un primer paso en la dirección correcta. ¡Adelante!
El autor es Historiador (UCV), con Maestría en Tarragona, España.
*Publicado originalmente el 4 de enero en el blog Devenires y pensares
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