NADIE SABE NADA
JOHN CARLIN
LA VANGUARDIA
Los mejores consejos están todos dichos. Uno de ellos, de hace 2.500 años, proviene de Sun Tzu. En su obra clásica, El arte de la guerra, el estratega chino dice que la clave de la victoria es “conocer a tu enemigo”. El principio se puede extender a batallas de todo tipo. A los conflictos políticos, a las negociaciones comerciales, a los pleitos familiares, a las conquistas sexuales, al fútbol, al coronavirus.
He leído más artículos científicos en los últimos 40 días que en los anteriores 40 años. Sigo los medios todos los días en dos idiomas, siempre sobre lo mismo. Sólo hay un tema de conversación con mis amigos. Y siempre vuelvo a lo mismo. Que hoy en día, tras casi 200.000 muertes mundiales confirmadas, no entendemos nada. No conocemos al enemigo. Un bichito sin cabeza ha sido capaz de poner en jaque a los grandes cerebros de la humanidad.
Ya que sobran motivos para llorar, me encojo de hombros y me río. Pienso en “el líder del mundo libre”, el comandante en jefe de la hiperpotencia, el individuo que con sólo apretar un botón dejaría el planeta en ruinas –pienso en Donald Trump y su idea de que la solución al virus es sol y desinfectante–. El presidente de Estados Unidos propuso el jueves que “meter luz solar dentro del cuerpo” más “una inyección” de “desinfectante” mataría al bicho. No especificó el método para captar el sol en el esófago ni de qué desinfectante hablaba, pero no dudemos de que sus devotos en Misisipi y Montana habrán vaciado los supermercados de productos amoniacos para amenizar sus barbacoas dominicales.
Claro, siempre existe la terrible posibilidad de que Trump tenga razón. Bueno, quizá no, pero puede ser que la diferencia entre él y varios de los científicos médicos que han salido a la luz del día en las últimas semanas sea más de estilo que de sustancia. En muchos de los países hoy en cuarentena la reacción del público y de los periodistas a los políticos ha sido escéptica; ante los científicos la actitud suele ser la solemne deferencia.
Todo el mundo se mofa hoy de la certeza de buey con la que Trump declaró hace un par de semanas que la hidroxicloroquina, un medicamento contra la malaria, podría ser el santo grial que todo el mundo anhela. Ahora resulta, o según el nuevo consenso científico parece que resulta, que no lo es. Pero la idea no fue de Trump. Provino de la ciencia, la misma que nos asegura con gran convicción que los famosos tests van a resultar determinantes. Sí, quizá, pero tengo un amigo que estuvo ingresado en la UCI en el mejor hospital de París. Nadie tuvo la más mínima duda de que tuvo el coronavirus, pero los dos tests que le hicieron salieron negativos.
La última poción mágica con la que ha dado un sector reputado del mundo científico, con el apoyo entusiasta de Trump, es el remdesivir. La noticia del viernes fue que el remdesivir falló en su primer gran ensayo clínico.
Ni hablar, por supuesto, del gran debate mundial sobre la eficacia de las mascarillas; o del misterio de por qué los niños no enferman, o de por qué los hombres mueren más que las mujeres, o si el haber tenido la enfermedad te vuelve inmune.
Lo más hilarante de todo lo que he visto hasta la fecha tiene que ver con el tabaco. Hasta hace un par de semanas la ciencia médica no dejaba de repetir que para los que no habían dejado de fumar, este era el momento. Ahora o nunca. Pues la semana pasada médicos en China y Nueva York dijeron haber observado que, lejos de acentuar el daño del virus, el tabaco lo reducía. Un estudio francés publicado esta semana concluye que el porcentaje de fumadores entre los pacientes ingresados es bajísimo respecto a la población no fumadora. La hipótesis, extraordinaria, es que el tabaco no sólo no estimula al virus sino que podría servir de protección contra él.
Es el momento de comprar acciones en Marlboro. Trump quizá ya lo haya hecho. A ver si en su próxima rueda de prensa recomienda que todo el mundo acompañe sus bebidas de desinfectante con un buen cigarrillo.
Menos hilarante, y bastante más seria, sigue siendo la incapacidad del mundo científico para ponerse de acuerdo sobre el índice de mortalidad del virus. Hace seis semanas, el director general de la OMS, el oráculo de Delfos en cuyo juicio medio mundo basa sus medidas antivirus, declaró que el 3,4% de la gente infectada se moría. Uno de cada 30. Una barbaridad. En cambio, estudios más recientes en California y Finlandia colocan la cifra real en menos del 0,2%, o sea, uno de cada 500. El Imperial College en Londres, el oráculo en el que se basa el Gobierno británico, reportó el 31 de marzo que la cifra más confiable rondaría el 0,66%, uno de cada 150. El consenso al que la mayoría de los científicos parece aferrarse es que el 1% de infectados se muere del virus, uno de cada cien.
Si ese fuera el índice real, según un eminente epidemiólogo de la Universidad de Stanford llamado John Ioannadis, la política de confinar a medio mundo, con el daño económico que conlleva, podría ser “totalmente irracional”. “Sería –agregó– como si un elefante fuera atacado por un gato. Frustrado, intentando esquivar al gato, el elefante accidentalmente se cae por un precipicio”.
La imagen podría resultar acertada para lo que está pasando en África. Hasta ahora –hasta ahora– el virus apenas ha hecho mella. Las eminencias que han pronosticado el final del mundo en el continente más pobre explican que esto no es verdad, que ha pegado mucho más de lo que parece porque pocos países tienen la capacidad para contabilizar adecuadamente las causas de muerte. Bien, pero uno de esos pocos países con un sistema sanitario moderno es Sudáfrica, cuyas medidas de confinamiento han durado un mes y son similares a las de España, el país europeo con las restricciones de movimiento más severas de Europa. Sudáfrica tiene 12 millones de habitantes más que España. El total de muertos de coronavirus en Sudáfrica fue de 75 hasta el viernes, 300 veces menos que en España.
¿Quién lo sabe explicar? Nadie. Yo, pese al desconocimiento general, pienso acatar las órdenes del Gobierno. Cumpliré mi arresto domiciliario hasta que me digan lo contrario. Pero todos los días, mientras leo y escucho sobre el gran drama de nuestros tiempos, oigo en mi cabeza en algún momento las palabras de una distinguida profesora de Historia de la Universidad de Oxford llamada Margaret MacMillan, de 76 años. La pregunta que ella se hace, según cuenta The Times de Londres, es si la posteridad verá la respuesta que dimos a esta crisis y concluirá que el mundo se volvió loco.
Me consuela pensar que la doctora MacMillan tampoco sabe nada.
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