Alberto Barrera Tyszka
The New York Times
CIUDAD
DE MÉXICO — Cuando Iván Ilich comienza a tomarse en serio sus dolencias
y, angustiado, acude al médico, termina desconcertado ante un doctor
que realiza conjeturas brillantes pero que no parece conmoverse con su
caso. “¿Es peligrosa mi enfermedad?”, pregunta el paciente. El médico lo
mira —“severamente”, acota Lev Tolstói— y después de una pausa reponde:
“Ya le dije lo que creí necesario y útil. Lo demás lo demostrará el
análisis”.
El
diálogo entre la enfermedad y la ciencia que intenta derrotarla es,
desde siempre, incómodo. La medicina no tiene —ni tendrá jamás— todas
las respuestas. Sus certezas suelen ser provisionales, en cualquier
momento pueden desarmarse ante un nuevo e inesperado misterio. En rigor,
es una ciencia inexacta.
Nos
cuesta mucho entender y asumir que somos una especie débil, sometida a
las imprevisibles variables de la naturaleza. Ningún avance clínico
jamás logrará ser suficiente. La enfermedad es un enigma con el que
quizás nunca aprendamos a vivir. Lo peor, sin duda, ocurre cuando este
enigma se desborda, cuando deja de ser un asunto personal, cuando se
contagia con la velocidad de la histeria.
La
pandemia del coronavirus nos devuelve a una de las definiciones de
nuestra identidad que, con frecuencia, olvidamos y esquivamos: la
vulnerabilidad. Somos una especie vulnerable, cuyo futuro no es sólido,
no está necesariamente seguro.
En
América Latina miramos hacia el otro lado del Atlántico tratando de
descubrir alguna señal. Europa es nuestra bola de cristal, ese mapa
errático y diverso parece de pronto nuestro método más confiable para
obtener alguna noticia del futuro.
La
pandemia también multiplica las incertidumbres. Es el clima ideal para
que se propaguen los rumores y las especulaciones. En tiempo de
cuarentena lo que más se mueve es la información. De todo tipo, de toda
calaña. Vivimos encerrados consumiendo todo el día las distintas
versiones de lo que supuestamente pasa o no pasa afuera. Y a medida que
trasncurre el tiempo sin que haya desenlaces definitivos, la inseguridad
y la desconfianza crecen. Necesitamos culpables y necesitamos la
ilusión de una certeza. Por eso las teorías de la conspiración se
reproducen con la rapidez del virus. Hay que dudar de los chinos, de los
rusos, de los gringos, de los islamitas… pero también hay que
desconfiar de la Organización Mundial de la Salud, de todos los
gobernantes, de todas las estadísticas oficiales. No solo hay que dudar
de que nos estén diciendo la verdad, también hay que dudar de la verdad
misma. ¿Cómo es posible que los creadores de la ingeniería genética y de
la inteligencia artificial se encuentren ahora acorralados por una
“gripe”?
La
metáfora de la guerra que, en más de una ocasión, ha funcionado para
definir la lucha contra esta pandemia quizás no se ajuste demasiado a la
realidad. Esto ha sido un asalto, una emboscada. Y aún no terminamos de
recuperarnos de la sorpresa, apenas hemos logrado reaccionar
defensivamente. Erráticos y desesperados, estamos tratando de minimizar
la masacre. Ya fuimos derrotados de inmediato. Por eso las glorias son
efímeras. Los héroes de hoy pueden ser los apestados de mañana. Es un
caos que se suma al caos que ya estábamos viviendo: la crisis de las
representación política, el fracaso de las democracias, el ansia de
algunos por un orden autoritario… La idea de que nada será como antes
tal vez sea solo un espejismo. En realidad, todo será como antes. Pero
peor.
Poco
antes de morir, desconcertado ante la enfermedad y ante la inminente
cercanía de su final, Iván Illich se pregunta: “¿Quizás no haya vivido
como he debido? […] ¿Cómo puede ser así, si siempre hice todo lo que me
correspondía?”. A través de estas dos interrogantes, Tolstói introduce
una de las dimensiones cruciales de la enfermedad: el cambio en la
percepción de la realidad que se produce a partir de la conciencia de la
propia vulnerabilidad. La aceptación de la debilidad, como condición
definitiva de la vida, nos puede situar de manera distinta frente a las
mismas preguntas de siempre: la desigualdad, la pobreza, la priorización
del capital sobre la vida, la cultura del consumo, la destrucción
ecológica y el cambio climático. ¿Cómo debemos vivir? ¿Qué nos
corresponde hacer en este planeta?
La
pandemia nos obliga a recordar que también somos una especie que puede
desaparecer, extinguirse sin ton ni son; una variedad animal que puede
contagiarse en masa y morir de asfixia. En sus diarios, escritos desde
el padecimiento, Julio Ramón Ribeyro señalaba que “el dolor físico es el
gran regulador de nuestras pasiones y ambiciones. Su presencia
neutraliza de inmediato todo otro deseo que no sea la desaparición del
dolor”.
La
enfermedad genera otro tipo de lucidez, una forma diferente de mirar y
de estar en la vida. Cuando la emergencia haya pasado, o se haya
convertido en una nueva costumbre, tendremos la oportunidad de elegir
entre la seducción del olvido o el desafío de tratar de cambiar, de
intentar pensarnos y actuar de otra manera, desde la conciencia de
nuestra fragilidad.
Alberto Barrera Tyszka es escritor. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan.
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