LA CONEXIÓN ISLÁMICA Y VENEZUELA
Marta de la Vega
Los
trágicos acontecimientos en Kabul del 26 de agosto de 2021 provocados por el
atentado terrorista de una disidencia talibán, ahora enemigos, autodenominada
Isis K por la región en la que se asienta y la toma del control de Afganistán
por parte del grupo Talibán, marcan un hito involutivo muy grave de la vida
social, la civilidad, el Estado de derecho, los derechos civiles, sociales,
económicos y políticos de los ciudadanos. A pocos días, es evidente el
retroceso de los leves progresos alcanzados a favor de las mujeres contra la
misoginia de ciertas interpretaciones dogmáticas en el mundo islámico. Es una
dolorosa derrota para la convivencia pacífica y en contra de los derechos
humanos, no solo en ese país asiático.
Es un
fracaso para la OTAN y para los Estados Unidos después de veinte años de
ocupación militar a raíz del atentado contra las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York el 11
de septiembre de 2001. Afganistán es un país que no ha logrado consolidarse
como Estado Nacional, cuyo poder está fragmentado tribalmente e incluso
enfrentado regionalmente entre “señores de la guerra”, con un territorio rico
en recursos minerales valiosos pero cuya economía está basada en los negocios
ilícitos de droga mediante la explotación de la amapola para la producción de
opio y heroína.
Los
adelantos alcanzados hasta hoy a partir de la segunda revolución inglesa en el
siglo XVII, en Europa, con el fin del absolutismo y luego, en los siglos XVIII
y XIX en los grandes imperios británico, francés, español y portugués, como poner
límites al poder político, asegurar pluralismo, tolerancia y respeto a las
diversas personas dentro del Estado de derecho, garantizar la igualdad ante la
ley y las libertades individuales, reconocer derechos civiles y políticos a
todos los ciudadanos, proteger a los más vulnerables y propiciar la equidad y
la justicia como obligación del Estado, están gravemente amenazados. Los
valores y principios que impulsaron el desarrollo de la cultura de Occidente y
han irradiado desde entonces, con luces y sombras, hacia los territorios de la
periferia, en las Américas, África y Asia, parecen impotentes y débiles ante el
sectarismo fundamentalista, la mentalidad tribal y personalista del poder
político y la imposibilidad de diversidad y diálogo de regímenes monolíticos y
autocráticos.
Los
hechos ocurridos en Afganistán, no nuevos pues no olvidemos el ataque reciente
perpetrado por ese mismo grupo autoproclamado de Isis K contra una escuela de
niñas en Kabul, en mayo de 2021, en pleno medio día, que dejó a ochenta y cinco
personas muertas y muchísimas heridas, rompen con todos los avances cualitativos
en valores que podemos denominar éticamente universalizables. Toda aquella
conducta o acción que pueda convertirse en norma universal de conducta y que
enaltezca a la persona y no degrade su dignidad humana es una norma ética de
alcance universal, de acuerdo con el imperativo categórico de origen kantiano.
En
cambio, se imponen la brutalidad sanguinaria, un feroz primitivismo ético de
carácter vengativo y el resurgimiento de una “ley del Talión” como
referentes. Hemos visto en los
alrededores del aeropuerto de la capital afgana azotar a la gente y cruzarles
los rostros con los latigazos para dispersarlos en su angustiosa huida del
nuevo régimen que ha tomado el poder por la fuerza. El atroz asesinato a
quemarropa y el corte de garganta al humorista y cómico afgano Nazar Mohammad,
conocido como Khasha Zwan, ejecutado hace menos de un mes en la región de
Kandahar donde residía, por haberse burlado de los talibanes, revela una
situación de retrogradación a los estadios más elementales de la cultura.
Es más
que inquietante para las democracias fuertes de Occidente, para la cultura
judeo-cristiana y para quienes hemos sido forjados en la mentalidad de la
superación personal, el sentido del logro, el pluralismo y aceptación de las
diferencias, el imperio de la ley por encima de las personas, las virtudes
cívicas y la tolerancia. Fueron estos valores de la modernidad, la razón como
autoridad, la compasión como reconocimiento del otro, catalizadores positivos de
humanización y respeto por los demás, al consagrar la libertad e igualdad de
todos los seres humanos y apuntar hacia lo mejor, lo más valioso y trascendente
de las personas.
En
Venezuela, hemos advertido públicamente en varios textos anteriores dos
situaciones muy peligrosas: por un lado, la pérdida de control del territorio
nacional por parte del Estado, convertido hoy en una mafia criminal de varios
actores, nacionales y extranjeros, que se reparten zonas de influencia y
exclusión, movida únicamente por la codicia económica y el desarrollo de
intereses y negocios ilícitos, y por otro lado, la infiltración de
fundamentalistas islámicos, como ha ocurrido en la isla de Margarita, por
ejemplo, con presencia comprobada de grupos radicales de Hezbollah y Hamas.
Esta
invasión sectaria ha sido favorecida por una kakistocracia cleptocrática, cuyas
estructuras no están organizadas en función de gobernar para el bien común como
la meta y obligación del Estado, sino en extorsionar, sobornar, expoliar a los
ciudadanos y desentenderse de las necesidades y demandas sociales. Sin hablar de sumir en el desamparo y la
indefensión totales a una población desatendida, con servicios públicos
colapsados y fraudulentos, sino de perseguir, torturar o asesinar a quienes
disienten o tienen la desgracia de caer en prisión o ser víctima de las fuerzas
militares y paramilitares en su afán de aferrarse al poder a cualquier
precio.
Desde
el más alto gobierno de la camarilla que ilegítimamente domina las
instituciones venezolanas, algunos de cuyos personeros están directamente
vinculados con Siria, Turquía, Irán, Irak y Líbano, hasta poblaciones árabes
que no se integran sino que buscan imponer sus usos y costumbres sin respeto de
la cultura y tradiciones del país que los acoge, es cada día más evidente la
conexión islámica y su penetración en la economía ilícita que florece a la
sombra de la arbitrariedad y los abusos de un Estado forajido.
Hace
un mes fue denunciado el problema de la contaminación sónica en la población El
Tigre, con los rezos musulmanes en público transmitidos por altoparlantes a
gran volumen, varias veces al día. En el corazón de la capital venezolana, fueron
instaladas carpas para exaltar el
islamismo, con mujeres arropadas en burkas para acercar al ciudadano común a su
cultura, gustos y costumbres. ¿Son estas secuelas de la “guerra híbrida”? ¿No
nos basta con la ocupación consentida de cubanos, rusos y chinos? ¿Qué estrategia civilista y democrática podría
parar esta grave distorsión de la vida nacional sin caer en la xenofobia?
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