domingo, 5 de septiembre de 2021

Presagios y certezas / EL PAÍS DEL DISIMULO


Antonio Llerandi

IDEAS DE BABEL


Hace algunas décadas, los directivos de la Copre (Comisión Presidencial para la Reforma del Estado) entrevistaron a José Ignacio Cabrujas acerca de sus múltiples opiniones sobre Venezuela, como país, y su gobierno. El resultado fue publicado en un texto cuyo título copio en este artículo y que desde mi punto de vista es uno de los análisis más profundo, veraz y preciso de eso que de alguna manera podemos llamar la venezolanidad.

Allí José Ignacio despliega su conocimiento, su ironía, su crítica, acerca de lo que hemos sido como país y desnuda implacablemente los aspectos más terribles de nuestra ciudadanía y escarba en los obstáculos que esa manera de ser han producido en la posibilidad de construir un gran país.

Porque vamos a estar claros —y quizás muchos me veten por lo que voy a decir— Venezuela nunca ha sido un gran país. Posibilidades quizás las tuvo, pero las desaprovechó y no era para nada, esa buenura que muchos nostálgicos han pretendido hacer trascender. Un gran país es aquel que construye, sobre todo, instituciones sólidas que le permitan trascender en el tiempo y mejorar día a día sus condiciones de vida. Nada de eso ha sucedido, sino todo lo contrario, y esa es la prueba fehaciente de que no éramos ni por asomo un gran país. Jamás un individuo, o un grupo de individuos, puede destruir algo firmemente constituido. Si lo destruyó es porque había fallas y esas fallas lo debilitaron. Si analizamos esos fracasos, quizás tengamos la posibilidad de recuperarnos algún día.

A la hora de criticar los venezolanos somos expertos. Una frase muy usual en nuestra cotidianidad quizás lo define: ‘dígalo, que yo me opongo’. Quizás de ahí venga nuestra dificultad de unirnos para algo más allá de apoyar a la Vinotinto. Individualmente tenemos personas sumamente brillantes, creativas y trabajadoras, pero en cuanto las reunimos en un equipo, simplemente la cagamos. El béisbol, por ejemplo, tenemos grandes jugadores, pero si los constituimos como equipo y le ponemos el título ‘Venezuela’, quedamos de últimos. Quizás por eso todavía se habla con añoranza de la competencia del año 41 en que le ganamos a Cuba una final. Ochenta años de nostalgia.

Pero volvamos a la esencia de lo que puntualizaba Cabrujas: el disimulo. Él señalaba que el problema fundamental es que la mayoría simulaba, hacía como que…, aparentaba, pero nos faltaba hondura, profundización, análisis crítico. Un país donde el gobierno ‘hace que gobierna’, pero no. Donde una oposición ‘hace que se opone’, pero tampoco. Un deambular sin definiciones, sin ningún modelo ético por ningún lado, una ‘simple apariencia’ de todo, sin solidez, sin hondura, sin profunda crítica, sin cultura.

Saltaran los enardecidos a enrostrarme: ‘y Uslar Pietri y Betancourt y CAP y Caldera’. Efectivamente hicieron algunas cosas positivas, pero también la cagaron, y de qué manera. Uslar planteó algunas ideas interesantes pero su acontecer político estuvo lleno de grandes errores. Formar parte de ‘los notables’, abanderados del ‘despresidencialismo’ de CAP fue uno de ellos. Betancourt armó el partido político más importante de Venezuela y creó las bases para una democracia, pero también se asoció con militares para dar un golpe y permitió una evidente corrupción. De CAP lo mismo, la explosión de corruptelas a raíz de la Venezuela saudita tuvo su apogeo con él, el manirrotismo de su época sólo anticipó el de Chávez. CAP y sobre todo Caldera propiciaron la destrucción de sus propios partidos en aras de su egoísmo, cuando perdieron su apoyo. Cuando Caldera no resultó abanderado de Copei, alimentó su destrucción y enraizó un chiripero que lo llevó al supuesto poder. Y todos sabemos en qué concluyó.

En fin, Chávez no surgió de la nada, no fue un fenómeno paracaidista, por más que él lo hubiese sido. Estuvo en Miraflores mucho tiempo antes de ser presidente y de alguna manera en esos pasadizos empezó a entender la manera de ‘cómo se bate el cobre’ en Venezuela. Él, como muchos otros militares, aprendieron que lo que allí se hacía, además de simular que se gobernaba, era repartirse las ganancias, y decidieron no estar al margen del negocio, sino dirigirlos ellos, y de allí surgió el régimen actual, con la complicidad de algunos civiles que quisieron también participar de la piñata. Y así estamos.

La esencia de toda democracia son los partidos políticos. Cuando uno ve una serie como Borgen, la danesa, que retrata los entresijos partidistas y humanos de la actividad política, se da cuenta de que los países avanzados lo son porque tienen unos sistemas sólidos, donde la política es un factor fundamental de su funcionamiento. Nada más alejado de la realidad latinoamericana, por ejemplo. En nuestros países se vota por individuos, por simpatías, por afinidades, y poco —muy poco— por programas de gobierno, por discusiones conceptuales, por propuestas económicas y sociales. Otro ejemplo muy actual fue lo que ocurrió en las últimas elecciones estadounidenses. Biden y su equipo se dedicaron a lanzar una serie de propuestas políticas, económicas y sociales a ser cumplidas desde el poder, mientras que Trump y los republicanos no propusieron ninguna, sólo se limitaron a insultar, a denigrar de su oponente, no a plantear un plan coherente de gobierno. Basaron su campaña en llamar viejo mascando el agua, socialista, comunista, reunido con una marginal Harris y todo lo que se ocurriera, y vimos el resultado. Quizás, como la mayor parte de los venezolanos estaban acostumbrados a ese tipo de campaña, fue que apoyaron a Trump, les parecía más familiar, más conocido, más cercano.

La situación actual de Venezuela es muy difícil de entender, no sólo para muchos de nuestros compatriotas, sino que yo diría que por el mundo entero. Cuando se habla de un país —cualquiera— la gente piensa en un territorio, en unas fronteras, en un gobierno, en unas leyes, en unas autoridades, en una estructura, en un orden, en fin. Y en Venezuela no hay nada de eso, no es un país, es una ‘cosa’ muy difícil de precisar.

Hay un gobierno que hace como que gobierna, una oposición que hace como que se opone, unos diputados que hacen que legislan, unos jueces que hacen que juzgan, unos militares y policías que hacen que protegen, unos ciudadanos que hacen que comen, que hacen que se mantienen sanos, que procrean. Nada más alejado de la realidad, y ahora lo entendemos, por más que algún que otro empresario trate de fabricar algo sobre esa irrealidad. No se puede creer que estás bien, en un país que no está bien.

Me imagino a la delegación noruega —un país sumamente desarrollado— llegando a Venezuela, desembarcando en un aeropuerto sin aire acondicionado y a lo mejor sin luz si falló la planta eléctrica, diciéndose, bueno es que el calor tropical es sabroso. Sospecho que los llevarían a hospedarse en el Hotel Humboldt, no sólo porque está pepito, sino porque al montarse en esas cabinas con asientos de cuero, dirán, bueno el asunto aquí no está tan mal que digamos y mucho menos cuando les sirvan esas comiditas tan sofisticadas. Y los anfitriones les dirán que así tendrán una imagen abarcante de Caracas y para sus adentros que de alguna manera evitamos que algún miembro despistado de la delegación se le ocurra salir a caminar por una calle y lo asalten.

En su primer día de trabajo comienzan las dificultades, pues para entrevistar a Maduro deberán entrar a Miraflores, porque el que te conté no sale de allí —no vaya a ser cosa que…— y porque en realidad lo que se dice gobernar pues no es algo que se le da, y el primer obstáculo va a ser los sucesivos anillos de seguridad cubana, que cómo se les explica que Noruega es un país —que ellos desconocen— y que además es neutral, palabrita que también ignoran. Y después ubicar a Guaidó, a ver en cuál de esas camionetotas anda y por dónde. Porque un día duerme aquí y otro por allá.

¡Ajá! y de qué coño hablamos, ¿qué vamos a acordar? Elecciones. Y ahí empieza el problemón, pues el CNE no es neutral —la palabrita— ni nada que se le parezca, que todo su nombramiento estuvo, para tratar de decirlo bonito, encochinado. Pero logramos dos dirigentes, dirá Guaidó, y Maduro le responderá: van dos y que chuta, ni uno más, no te lo mereces. ¿Y los partidos? Ahí están, pero intervenidos, expropiados, como diría el difunto. Con dirigentes que no dirigen sino encabezan, bueno decir eso sería exagerado, porque tener cabeza es algo que no se les da muy bien.

El registro electoral, hay que hablar de él, pues la vaina va para el 21 de noviembre y el tiempo apremia. Y aparece el Saime, ese sitio misterioso, donde conseguir cédula, pasaporte o registro es más difícil que descifrar un pergamino antiguo. Pero tranquilo, que todo se resuelve con el carnet de la patria, ese sí  está bien aceitadito y funciona, fíjate que hasta las bolsas clap le llegan a la gente. Pero eso no es justo, grita Guaidó, y Maduro le contesta, eso es lo que hay, y deja la protestadera porque te mando a sacar de la reunión.

Y vienen los pormenores: ¿habrá cartón para las cajas? ¿Cómo hacemos para que los miembros de mesa lleguen temprano, si no hay transporte ni gasolina? Pero estamos trabajando en eso, los tarjetones salieron con los colores un poco lavaditos, pero es que no teníamos suficiente tinta, y ya cuadramos con Corpoelectric para que ese día ni de vaina corten la luz, aunque después necesitemos un mes para recuperarnos. ¿Y los listados? Hay que sacarlos ya, pues la revisadera se demora. ¡Cómo que ya! ¿Y los nuevos inscritos? Que se apuren, les damos tres días para que se inscriban, y así imprimimos la vaina el fin de semana, con lo cual los empleados trabajan horas extras y les llega su ‘bonito’ que buena falta les hace con lo caro que está la comida.

Y así, entre gallos y medianoche —como siempre— llegamos al santo 21 de noviembre, con la oposición pariendo para que la gente vote, con Maduro seis meses más en el poder, a pesar de que sigue el rollo con el petróleo, pero por presión de Noruega le dejaron pasar siete buques iraníes con gasolina. Y encima, esas FARC de porquería ya les agarraron 27 soldaditos más a las fuerzas bolivarianas, que por lo que sabemos, soltaron los fusiles y se entregaron corriendito antes que se los fueran a ‘pegar’. Y siete días después, el CNE en pleno da los resultados de la contienda ‘democrática’, donde la oposición —¡oh, milagro!— obtuvo siete gobernaciones y trece alcaldías, y todo el mundo se felicita por tan magno resultado y Maduro, orondo, les recuerda que todo esto es un ejemplo para las presidenciales dentro de cuatro años, y todos celebran.

Las tomas de posesión se televisan, gobernadores y alcaldes se abrazan con el pueblo y el trabajo comienza. Y 48 horas después, Maduro nombra sendos protectores para los estados, que para evitar marramuncias y malos entendidos son los que van a manejar los fondos asignados en el presupuesto nacional que, aunque no lo hemos podido terminar, porque las computadoras no aguantan tantos ceros, estamos trabajando en ello.

Y así, con un gobierno inexistente, con una moneda ficticia, con unos flamantes gobernadores decorativos, unos alcaldes que van a ver cómo diablos barren las calles porque ni escobas hay, con un CNE satisfecho por el deber cumplido, con una Asamblea Nacional reluciente por el triunfo de la democracia, la delegación noruega considera hecha su labor.

Al fin, la delegación noruega hace su última bajada en el teleférico, en esas mullidas cabinas donde una que otra vez echaron un camarón mientras subían agotados por tratar de entender, no sólo el español endemoniado de los venezolanos, sino los particulares entresijos de la venezolanidad, y entre ellos, esa catirota que era el objetivo visual de todos los criollos, baja eufórica pensando que van seis meses sin ver a su novio sino por Zoom, y en  un acto de solidaridad plena, le hace entrega al chofer de la delegación de un maletincito, donde con todo el cariño del mundo le deja, dos bluyincitos, una correa y la faldita, que el chofer siempre le decía que le quedaba tan bien, pero que si no era molestia cuando se fuera se lo podía dejar para él dársela a su mujer, que era más o menos de la misma talla. El beso que el chofer le estampa en la mejilla, como forma de agradecimiento, la deja atónita y se dice para sí misma: ¡esos venezolanos sí son!

Puro disimulo del chofer, pues en realidad, más que en su esposa, sus malos pensamientos estaban en la catirota esa, a la que le tenía el ojo puesto y lo que soñaba es que se lo llevara con ella a Noruega, lejos de esta vaina que no tiene solución, y encima de lo buena que estaba, hasta español hablaba. Tan fácil que hubiera sido, pero no, a seguir enfrentándome a esta dura realidad, es lo que queda.

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