domingo, 19 de julio de 2015

BRUEBAKER II

JON JUARISTI

CUENTA Unamuno en sus memorias que durante los primeros años de la Restauración se abatió sobre su generación bilbaína «un soplo de rousseaunismo», a consecuencia del cual los adolescentes de la villa se adentraban solitarios por los bosques vecinos recitando a Ossián o subían a la cumbre del Pagazarri para leer allí las descripciones que el ginebrino había hecho de los Alpes. En ese ambiente se incubó el nacionalismo vasco.
No un soplo: un ciclón rousseauniano devasta Occidente desde que comenzó la era Obama. Su último síntoma ha sido el acuerdo entre Estados Unidos y la República Islámica de Irán, que ha seguido en el tiempo a la reconciliación con el castrismo. El presidente norteamericano no quiere enemigos. Ni siquiera el Estado Islámico, cuya contención confía a los kurdos, a los nacionalistas sirios, a los saudíes y a Irán. De modo análogo, espera que Cuba mitigue el floreciente nacional-populismo sudamericano. Mientras tanto, los yihadistas se instalan en las costas egipcias del mar Rojo y el régimen de Maduro avanza impávido hacia la guerra civil.
Obama representa una ruptura en la tradición política de los Estados Unidos, incluso en la de su partido. Los demócratas han sido más proclives que los republicanos al progresismo, pero Rousseau les era tan ajeno a unos como a otros. Rousseau no ha estado ausente de la ideología americana, pero hasta Obama no había logrado entrar en la política. Impregnó la subcultura de la izquierda radical de los años sesenta y quedó confinado después en el anarquismo universitario, sobre todo en los departamentos especializados en las nuevas ciencias cognitivas (cog) que desde las universidades de la Ivy League se expandieron a todas las demás. Obama se formó en ese ambiente rousseauniano, tanto epistemológico como moral, de las universidades americanas de los años ochenta y noventa, cuya característica fundamental consiste en la creencia en una naturaleza humana, concepto básico de todas las cog (que lo tomaron prestado de Chomsky, su gran divulgador en política).
Los padres fundadores de la democracia americana también creían en una naturaleza humana, pero era la naturaleza de la teología puritana, caída e inclinada al mal. No le daban ningún papel privilegiado en su concepción de la democracia. Si acaso, la democracia debía defenderse contra la tendencia natural de los humanos al crimen. Por eso, la democracia americana progresó y se impuso históricamente, como imperio de la ley, a base de reprimir una ubicua anarquía gansteril. La democracia que defienden Chomsky y Obama, por el contrario, se subordina a la necesidad de desarrollar las potencialidades de una naturaleza humana que, como quería Rousseau, y perdón por el pleonasmo, sería buena por naturaleza.
Que el sistema penal de los Estados Unidos necesita reformas ha sido uno de los tópicos constantes del cine americano, en el que destaca aquella película de Stuart Rosenberg, «Brubaker» (1980), protagonizada por Robert Redford, que encarnaba a un reformista enfrentado a una desalmada burocracia penitenciaria. Obama imita a Brubaker cuando entra en la cárcel. Lo que pasa es que Brubaker no hacía concesiones a Rousseau. No necesitaba hacerlas. Obama, sí, y por eso se ha referido implícitamente a la «inocencia» de la mayoría de la población penal de su país, jóvenes que sólo han cometido errores propios de su edad, prácticamente los mismos que él cometió. El discurso de Brubaker apuntaba a una humanización de las prisiones; el de Obama, a una minimización del sistema como paso previo a su desaparición. Es el signo de los tiempos: la apuesta por la democracia de la bondad absoluta. Es decir, por la democracia totalitaria.

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