La democracia norteamericana: ¿es o no es?
Trino Márquez
Apenas tres lustros después del derrumbe del Muro de Berlín,
el colapso de la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría, cuando parecía
que el planeta que se enrumbaba hacia la mundialización de la democracia
liberal como forma de gobierno, comenzaron a aparecer en distintos países autócratas
que manifestaban un desprecio olímpico por los valores liberales: respeto a la
independencia de los poderes públicos, manipulación de los organismos electorales,
uso del voto popular para eternizarse en el poder y acoso a los medios de
comunicación independientes, entre muchas otras expresiones de odio al orden
democrático.
Ese fenómeno,
que comienza a cobrar fuerza a mediados de la primera década del siglo XXI, adquiere
velocidad de crucero durante los últimos diez años, período en el cual se
consolidan o surgen fenómenos como Putin, Xi Jing-pin, Erdogan, Duda, Duterte, Bolsonaro,
Ortega y Maduro, para solo citar algunos de los autócratas más conocidos.
Estados Unidos, la nación con la democracia más poderosa del mundo, parecía estar
a salvo de la onda autoritaria. La elección en 2008 de Barack Obama para la
presidencia de la República fue un signo alentador. Por primera vez en la
historia un negro se instalaría en la Casa Blanca, algo insólito de imaginarse
hace apenas cincuenta años, cuando el Black Power y los Black Panters acudían a
la violencia terrorista para denunciar la discriminación contra la gente de
color.
Esa línea ascendente comenzó a
detenerse y, luego, a quebrarse en enero de 2017 cuando Donald Trump asumió la
presidencia. La división entre blancos y negros reapareció con furia. Trump
dejó de ser el Presidente de todos los ciudadanos para convertirse en el
representante de los blancos anglosajones, ultranacionalistas y supremacistas.
Dejó de ser el símbolo de una nación cosmopolita e incluyente, para ir
derivando en el líder de un sector arrogante, fanático y muy agresivo. Se
distanció del centro.
Las elecciones del 3 de noviembre le
dieron la victoria a Joe Biden, sin embargo, Trump canta fraude sin ningún tipo
de pruebas que respalden esa denuncia, que ha puesto a crujir todo el andamiaje
institucional en el que se funda el Estado federal norteamericano. El sistema
electoral de esa nación es un complejo mecano diseñado hace más de dos siglos por
los padres fundadores, con la finalidad de garantizar la representación
política equitativa en el Poder central de los estados que decidieron
confederarse, con el fin de protegerse mutuamente y potenciar sus capacidades
productivas.
El examen de los resultados en
algunos estados muestra la amplitud con la que los norteamericanos asumen el
acto de votar. En el pequeño estado de Maine, Joe Biden le ganó a Trump con
53.5%. El Partido Demócrata obtuvo los dos candidatos a la Cámara de
Representantes. Pero, el Partido Republicano se quedó con el senador del
estado, cargo esencial. En Pennsylvania, Biden ganó, pero de los 17 diputados del
estado, el PR se quedó con nueve, la mayoría. En Wisconsin, también ganó Biden,
sin embargo, el PR se lleva cinco de los ocho diputados, representantes. En el
Senado, el PR tendrá al menos cincuenta miembros. Si el PR llega a ganar en Georgia,
obtendrá la mayoría en esa cámara.
De esta pequeña, pero representativa
muestra, derivo dos conclusiones: los ciudadanos votaron contra Trump, quien
perdió por casi cinco millones de votos ante Biden; y, al mismo tiempo, sufragaron
por el Partido Republicano, que podría volver a ser mayoría en el Senado y,
además, aumentó su presencia en la Cámara de Representantes. La otra conclusión
es que el fraude solo existe en la cabeza de ese narciso que no quiere admitir
la derrota que el pueblo estadounidense le propinó. Su arrogancia está poniendo
en un serio peligro a la sociedad norteamericana.
Su actitud irresponsable me trae a la
memoria una historia que conté en un artículo reciente y que me parece
conveniente repetir. En Venezuela, en las elecciones presidenciales de 1968, el
candidato del gobierno era Gonzalo Barrios, uno de los fundadores de AD, político
de larga tradición y prestigio. En esos comicios, los más ajustados que se
hayan realizado en el país, Barrios perdió por 32.000 votos, 0.89%, frente a
Rafael Caldera, el líder de Copei. Los resultados no se anunciaron la misma
fecha de las votaciones. La diferencia era demasiado estrecha. Se abrió un
compás de espera. Fueron días de angustia. Con el transcurso de las horas
fueron apareciendo signos de fraude en algunos estados dominados por la
maquinaria copeyana. A Barrios sus correligionarios le propusieron gritar
fraude y desconocer la pequeña ventaja que al parecer le había sacado Caldera.
Barrios se negó de forma rotunda, acuñando una frase que quedó para la historia:
“el Gobierno puede perder por 32.000 votos; pero no puede ganar por 32.00
votos”. Sabía que una victoria turbia habría puesto en riesgo la democracia que
él tanto había contribuido a fortalecer. Según Barrios el triunfo de quienes
gobiernan tiene que ser claro e inobjetable. No puede dejar ninguna duda o
sospecha. El doctor Barrios le habría dado el siguiente consejo al Trump: gane
con dignidad; no ande por ahí instigando a la violencia y mendigando votos que
no ha obtenido; la decisión de un tribunal no puede sustituir la voluntad libre
de los ciudadanos.
@trinomarquezc
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