jueves, 12 de noviembre de 2020

La democracia norteamericana: ¿es o no es?


                    Trino Márquez

 

Apenas tres lustros después del derrumbe del Muro de Berlín, el colapso de la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría, cuando parecía que el planeta que se enrumbaba hacia la mundialización de la democracia liberal como forma de gobierno, comenzaron a aparecer en distintos países autócratas que manifestaban un desprecio olímpico por los valores liberales: respeto a la independencia de los poderes públicos, manipulación de los organismos electorales, uso del voto popular para eternizarse en el poder y acoso a los medios de comunicación independientes, entre muchas otras expresiones de odio al orden democrático.

         Ese fenómeno, que comienza a cobrar fuerza a mediados de la primera década del siglo XXI, adquiere velocidad de crucero durante los últimos diez años, período en el cual se consolidan o surgen fenómenos como Putin, Xi Jing-pin, Erdogan, Duda, Duterte, Bolsonaro, Ortega y Maduro, para solo citar algunos de los autócratas más conocidos. Estados Unidos, la nación con la democracia más poderosa del mundo, parecía estar a salvo de la onda autoritaria. La elección en 2008 de Barack Obama para la presidencia de la República fue un signo alentador. Por primera vez en la historia un negro se instalaría en la Casa Blanca, algo insólito de imaginarse hace apenas cincuenta años, cuando el Black Power y los Black Panters acudían a la violencia terrorista para denunciar la discriminación contra la gente de color.

Esa línea ascendente comenzó a detenerse y, luego, a quebrarse en enero de 2017 cuando Donald Trump asumió la presidencia. La división entre blancos y negros reapareció con furia. Trump dejó de ser el Presidente de todos los ciudadanos para convertirse en el representante de los blancos anglosajones, ultranacionalistas y supremacistas. Dejó de ser el símbolo de una nación cosmopolita e incluyente, para ir derivando en el líder de un sector arrogante, fanático y muy agresivo. Se distanció del centro.

Las elecciones del 3 de noviembre le dieron la victoria a Joe Biden, sin embargo, Trump canta fraude sin ningún tipo de pruebas que respalden esa denuncia, que ha puesto a crujir todo el andamiaje institucional en el que se funda el Estado federal norteamericano. El sistema electoral de esa nación es un complejo mecano diseñado hace más de dos siglos por los padres fundadores, con la finalidad de garantizar la representación política equitativa en el Poder central de los estados que decidieron confederarse, con el fin de protegerse mutuamente y potenciar sus capacidades productivas.

El examen de los resultados en algunos estados muestra la amplitud con la que los norteamericanos asumen el acto de votar. En el pequeño estado de Maine, Joe Biden le ganó a Trump con 53.5%. El Partido Demócrata obtuvo los dos candidatos a la Cámara de Representantes. Pero, el Partido Republicano se quedó con el senador del estado, cargo esencial. En Pennsylvania, Biden ganó, pero de los 17 diputados del estado, el PR se quedó con nueve, la mayoría. En Wisconsin, también ganó Biden, sin embargo, el PR se lleva cinco de los ocho diputados, representantes. En el Senado, el PR tendrá al menos cincuenta miembros. Si el PR llega a ganar en Georgia, obtendrá la mayoría en esa cámara.

De esta pequeña, pero representativa muestra, derivo dos conclusiones: los ciudadanos votaron contra Trump, quien perdió por casi cinco millones de votos ante Biden; y, al mismo tiempo, sufragaron por el Partido Republicano, que podría volver a ser mayoría en el Senado y, además, aumentó su presencia en la Cámara de Representantes. La otra conclusión es que el fraude solo existe en la cabeza de ese narciso que no quiere admitir la derrota que el pueblo estadounidense le propinó. Su arrogancia está poniendo en un serio peligro a la sociedad norteamericana.

Su actitud irresponsable me trae a la memoria una historia que conté en un artículo reciente y que me parece conveniente repetir. En Venezuela, en las elecciones presidenciales de 1968, el candidato del gobierno era Gonzalo Barrios, uno de los fundadores de AD, político de larga tradición y prestigio. En esos comicios, los más ajustados que se hayan realizado en el país, Barrios perdió por 32.000 votos, 0.89%, frente a Rafael Caldera, el líder de Copei. Los resultados no se anunciaron la misma fecha de las votaciones. La diferencia era demasiado estrecha. Se abrió un compás de espera. Fueron días de angustia. Con el transcurso de las horas fueron apareciendo signos de fraude en algunos estados dominados por la maquinaria copeyana. A Barrios sus correligionarios le propusieron gritar fraude y desconocer la pequeña ventaja que al parecer le había sacado Caldera. Barrios se negó de forma rotunda, acuñando una frase que quedó para la historia: “el Gobierno puede perder por 32.000 votos; pero no puede ganar por 32.00 votos”. Sabía que una victoria turbia habría puesto en riesgo la democracia que él tanto había contribuido a fortalecer. Según Barrios el triunfo de quienes gobiernan tiene que ser claro e inobjetable. No puede dejar ninguna duda o sospecha. El doctor Barrios le habría dado el siguiente consejo al Trump: gane con dignidad; no ande por ahí instigando a la violencia y mendigando votos que no ha obtenido; la decisión de un tribunal no puede sustituir la voluntad libre de los ciudadanos.

         @trinomarquezc

 

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