El Manifiesto contra Piar, o un ataque encarnizado
Elias Pino Iturrieta
El 5 de agosto de 1817, desde el Cuartel General de Guayana, Bolívar publica un Manifiesto a los pueblos de Venezuela para desacreditar al general Manuel Carlos Piar. A partir de la Expedición de Los Cayos ha hecho esfuerzos para controlar a los comandantes militares, sin lograr el cometido. Las campañas que inicia para buscar el dominio de Caracas han fracasado. Se ve obligado a adentrarse en territorios orientales, que no domina y sobre los cuales ejercen influencia figuras como Santiago Mariño y Manuel Carlos Piar, el primero por sus contactos lugareños y el otro por sus victorias en el campo de batalla. Para lograr obediencia y mantenerse como oficial superior debe jugar todas las cartas, aun las más deleznables.
Piar ha destacado en las luchas por la Independencia desde los tiempos de la Conspiración de Gual y España. Pardo de origen humilde nacido en Curazao, comienza a participar en hechos de armas a partir de 1812. Miembro de la invasión dirigida por Mariño en 1813 y firmante del Acta de Chacachacare, defiende a Maturín en tres oportunidades. Participa en la Expedición de los Cayos, en cuyos preparativos disiente en ocasiones de las órdenes de Bolívar, y después gana batallas fundamentales para la causa republicana: El Juncal, contra Francisco Tomás Morales, en 1816; y San Félix, contra el brigadier Miguel de la Torre, a principios del siguiente año.
Son encuentros esenciales para afianzar el control del Oriente y para la dominación de Guayana, territorio de trascendencia por la riqueza de sus recursos económicos y por el control del comercio en el Orinoco. Ya con el grado de General en Jefe y cada vez más popular por sus triunfos, apoya las decisiones del Congreso de Cariaco contra la autoridad del Libertador, quien lo cesa de funciones de comando y ordena su retiro del ejército. Piar no obedece y comienza a divulgar la idea del excesivo predominio de los aristócratas blancos sobre los morenos. La novedad llega a los oídos de un superior desairado, quien ordena su prisión y juicio. Un Consejo de Guerra seleccionado personalmente por él lo condena al paredón, sentencia que se ejecuta en Angostura el 16 de octubre de 1817. En la víspera del suceso, divulga el escandaloso Manifiesto a los pueblos de Venezuela que ahora se comentará.
No es escandaloso que un líder en ascenso y rodeado de riesgos trate de descalificar a un rival peligroso, son vicisitudes habituales de la guerra y la política, pero parecen innecesarias unas afirmaciones que se atreve a ventilar sobre las malvadas relaciones de un monstruo con su santa madre. Prepárense para la impresión que les puede causar su lectura:
… negaba (Piar) conocer el infeliz seno que había llevado este aborto en sus entrañas. Tan nefando en su desnaturalizada ingratitud, ultrajaba a la misma madre de quien había recibido la vida por el solo motivo de no ser aquella respetable mujer, del color claro que él había heredado de su padre. Quien no supo amar, respetar y servir a los autores de sus días, no podía someterse al deber de ciudadano y menos aún al más riguroso de todos: al militar.
El desprecio de la madre conduce a la desobediencia militar y a la desafección política, según se ha leído, vínculo excesivamente especioso que, tal vez por su precariedad, hace que el autor entre de lleno en la descalificación de las batallas que dieron celebridad al rival que mueve la alfombra. Veamos unos botones de la muestra que Bolívar ofrece sobre quien pasa a la historia por proezas esenciales para la Independencia.
Primero:
Ni los rayos de la fortuna consiguieron ilustrar su espíritu en la carrera de la victoria. Maturín sepultó en sus llanuras tres ejércitos españoles, y Maturín quedó siempre expuesta a los mismos peligros que la amenazaban antes de sus triunfos. Tan estúpido era el Jefe que la dirigía en sus operaciones militares.
Segundo:
La fatalidad, entonces anexa a Venezuela, quiso que el General Piar se hallara en Margarita, donde no tenía mando y adonde había ido por salvar el fruto de sus depredaciones en Barcelona, y más aún por escapar de los peligros de la guerra que él hace solo por enriquecerse a costa de la sangre de los infelices venezolanos. Una vez que ha hecho su botín el valor le falta y la constancia le abandona. Díganlo los campos de Angostura y San Félix, donde su presencia fue tan nula como la del último tambor.
Y tercero:
La batalla del Juncal, casi perdida por este General, fue un terrible desengaño para aquellos alucinados que creían tener en él un gran Capitán; pero su impericia y su cobardía se manifestaron allí de un modo incontestable. Ganada por el General Gregor y los otros subalternos que obraron arbitrariamente hallándose abandonados de su Jefe y sin esperanzas de perseguir los restos fugitivos, el fruto de aquella victoria fue ninguno, como todos los que la fortuna le ha proporcionado.
¿Fue Piar como el “último tambor” en la crucial batalla de San Félix? ¿Abandonó las tropas en El Juncal? ¿Navegó hacia Margarita para proteger un botín? Los testimonios de la época y las investigaciones de historia militar ofrecen versiones distintas, en las cuales se constata la pericia de quien ahora es presentado como un inútil, pusilánime y deshonesto oficial.
Del contraste se coligen las demasías del atacante, pero también la estatura del aprieto que debe superar. El documento nos pone frente a un político que juega con las armas que la ocasión ofrece, con los ardides de quien procura poder valiéndose de un recipiente de veneno para mojar la pluma; estupenda oportunidad para contemplarlo en el rol que no le han querido atribuir quienes lo juzgan como un individuo inmaculado y como un profeta. De allí la trascendencia de estas letras elocuentes.
El Manifiesto llega a extremos de exageración cuando se detiene en el papel de los blancos y los pardos en el proceso de la Independencia, un punto que distorsiona hasta los extremos del divorcio total de la realidad. Leeremos a continuación lo más destacable sobre el asunto.
Antes de la revolución los blancos tenían opción a todos los destinos de la Monarquía, lograban la eminente dignidad de Ministros del Rey, y aun de Grandes de España. Por el talento, los méritos y la fortuna lo alcanzaban todo. Los pardos, degradados hasta la condición más humillante, estaban privados de todo. El estado santo del Sacerdocio les era prohibido: se podría decir que los españoles les habían cerrado hasta las puertas del cielo. La revolución les ha concedido todos los privilegios, todos los fueros, todas las ventajas.
¿Quiénes son los autores de esta revolución? ¿No son los blancos, los ricos, los títulos de Castilla y aun los Jefes militares al servicio del Rey? ¿Qué principio han proclamado estos caudillos de la Revolución? Las actas del Gobierno de la República son monumentos eternos de justicia y liberalidad. ¿Qué ha reservado para sí el clero, la milicia? ¡Nada, nada, nada! Todo lo han renunciado en favor de la humanidad, de la naturaleza y de la justicia que clamaban por la restauración de los sagrados derechos del hombre. Todo lo inicuo, todo lo bárbaro, todo lo odioso se ha abolido, y en su lugar tenemos la igualdad absoluta hasta en las costumbres domésticas. La libertad hasta de los esclavos, que antes formaban una propiedad de los mismos ciudadanos. La independencia en el más lato sentido de esta palabra ha substituido a cuantas dependencias antes nos encadenaban.
Esta pintura del paraíso es una fantasía, si uno se conforma con comentarios comedidos. Es una extravagante presentación de los aportes de la aristocracia a la sociedad de la época, y de la elevación lograda por los pardos. No existió tal milagro de desprendimiento. No existieron tales patriarcas bondadosos en el cenáculo de los líderes criollos; ni tampoco los morenos conducidos por la virtud de los mantuanos a la cúspide de la vida. Les faltará mucho para obtener lugar justo en la república. Bolívar traspasa los límites de la objetividad cuando propone un boceto de vergel que arrima la brasa para su blanca sardina, pero cuya última razón es la presentación de Piar como destructor de una convivencia susceptible de apoyo. De allí que asome su propósito de detener la destrucción, aun con el auxilio de un paredón.
El hecho de que ahora presenciemos, ojalá sin rasgarnos las vestiduras, cómo el Libertador urde la trama de la muerte de Piar valiéndose de argucias e hipérboles, movido por la saña que necesita para ser poderoso de veras, nos coloca frente a lo que realmente fue la guerra de Independencia, un teatro de atrocidades infinitas. Pero también ante un inflexible político pura sangre, cuyos excesos hemos cubierto con un manto de indulgencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario