sábado, 18 de noviembre de 2017

Conducta impropia

MARIO VARGAS LLOSA

Desde que llegué a Estados Unidos hace una semana veo en los diarios y los programas de noticias en la televisión usar el delicado eufemismo “conducta impropia” para los abusos sexuales de todo orden cometidos por productores, artistas, políticos, a quienes el testimonio de sus víctimas está llevando a la ruina económica, el desprestigio social y podría incluso sepultar en la cárcel.
Inició esta estampida el caso de Harvey Wei
Desde que llegué a Estados Unidos hace una semana veo en los diarios y los programas de noticias en la televisión usar el delicado eufemismo “conducta impropia” para los abusos sexuales de todo orden cometidos por productores, artistas, políticos, a quienes el testimonio de sus víctimas está llevando a la ruina económica, el desprestigio social y podría incluso sepultar en la cárcel.
Inició esta estampida el caso de Harvey Weinstein, eminente y multimillonario productor de cine, ganador de todos los premios habidos y por haber, a quien cerca de medio centenar de mujeres, muchas de ellas jóvenes actrices tratando de abrirse camino en Hollywood, han acusado de aprovecharse de su poderío en esta industria para violarlas o someterlas a prácticas indignas. Cuando algunas de sus víctimas lo amenazaban con denunciarlo, el magnate libidinoso usaba a sus abogados para aplacarlas con sumas de dinero a veces muy elevadas. Ahora, Weinstein se ha refugiado en una clínica de Escocia para seguir un tratamiento destinado a enflaquecerle la desmedida libido pero la policía y los fiscales de Nueva York han anunciado que a su vuelta será detenido y juzgado. Entre tanto lo han expulsado de sinnúmero de asociaciones, le han pedido que devuelva muchos premios y, según la prensa, su ruina económica es ya un hecho.
Parecida desventura ha vivido el actor Kevin Spacey, el malvado presidente de House of Cards -Frank Underwood- y exdirector del Old Vic de Londres, que acosaba y manoseaba a los muchachos que se ponían a su alcance. Más de diez denuncias de actores o colaboradores de sus montajes teatrales, a quienes abusó, lo han puesto en la picota. Netflix ha cancelado aquella exitosa serie, lo han expulsado de sindicatos y colegios profesionales, le han retirado premios, anulado contratos y se cierne sobre su cabeza una lluvia de denuncias judiciales que podrían arruinarlo económicamente. Él también, como Weinstein, está ahora en aquella clínica escocesa que sosiega las libidos desorbitadas. Otros actores famosos, como Dustin Hoffman, asoman en estos días entre los famosos de “conducta impropia”.
Un interesante debate ha surgido con motivo de estas denuncias y revelaciones auspiciadas por muchas asociaciones feministas y defensoras de derechos humanos. ¿La celebridad es atenuante o agravante de la falta cometida? Se cita el caso de Roman Polanski, el gran director de cine polaco que, hace varias decenas de años, drogó y violó a una niña de trece años en una casa de Hollywood –que le prestó otro famoso actor, Jack Nicholson-, a la que había citado allí con el pretexto de fotografiarla para una película. Descubierto, huyó a Francia –que no tiene acuerdo de extradición con los Estados Unidos-, donde ha proseguido una muy exitosa carrera de director de cine, coronada por muchos premios y celebrada por los críticos, muchos de los cuales censuran a la justicia norteamericana por perseguir con su vindicta, después de años, a tan celebérrimo creador.
Yo, por mi parte, creo que no hay que mezclar el agua con el aceite y que uno puede aplaudir y gozar de las buenas películas del cineasta polaco y desear al mismo tiempo que la justicia de Estados Unidos persiga al prófugo que, además de cometer un delito horrendo como fue drogar y violar a una niña abusando del prestigio y poder que le había ganado su talento, huyó cobardemente de su responsabilidad, como si hacer buenas películas le concediera un estatuto especial y le permitiera los desafueros por los que se sanciona a todos los demás, esos seres anónimos sin cara y sin gloria que es el resto de la humanidad. Se puede ser un gran creador, como Louis-Ferdinand Céline o como el marqués de Sade, o como el propio Polanski, y una inmundicia humana que atropella y maltrata al prójimo creyendo que su talento lo exonera de respetar las leyes y la conducta que se exige a la “gente del común”. Pero también es verdad que, a veces, el ser muy conocido y figurar mucho en la prensa, despierta un curioso rencor, un resentimiento envidioso que puede llevar a ciertos jueces o policías a encarnizarse particularmente contra aquellos a los que, pillados en falta, se puede humillar y castigar con más dureza que al común de los mortales.
Por eso mismo, el talento y/o la celebridad, que, no está demás recordarlo, no van siempre juntas, debería exigir una prudencia mucho mayor en la conducta de aquellos que, con justicia o sin ella, merecen o simplemente han logrado ser ensalzados y admirados por la opinión pública. Es un asunto delicado y difícil porque la popularidad ciega muy rápidamente a aquellos a quienes favorece –la vanidad humana, ya sabemos, no tiene límites- y les hace creer que de este privilegio se derivan también otros, como una moral y unas leyes que no le conciernen ni deben aplicársele del mismo modo que a esa colectividad anónima, hecha de bultos más que de seres humanos específicos, que los admira y quiere y debería por lo tanto perdonarles los excesos. La verdad es que ocurre lo contrario. Esos seres semidivinos, adorados ayer, mañana están por las patas de los caballos y la gente los desprecia con el mismo apasionamiento con que la víspera los envidiaba y adoraba.
Hace unas pocas horas escuché, en la televisión, a una señora que hace cuarenta años, cuando tenía l4 años, era camarera en un pueblecito de Alabama. Un cliente, que era juez y tenía 34 años –se llama Roy Moore-, se ofreció a llevarla a su casa en su auto. Ella aceptó. En el vehículo, el amable caballero se volvió una bestia, cogió la mano de la niña y la obligó a masturbarlo, explicándole que, si se atrevía luego a protestar y a denunciarlo, nadie le creería, precisamente porque él era un juez y un ciudadano muy respetado en la localidad. La jovencita nunca se atrevió a contar aquella historia, hasta ahora; pero no la olvidó y, decía sin atreverse a levantar los ojos, ella había sido como un gusano que día y noche había vivido con ella royéndole la vida. Ahora, aquel juez es nada menos que el candidato a senador por el Partido Republicano en Alabama y por lo menos cinco mujeres han salido a la televisión a recordar abusos parecidos que padecieron en su juventud o niñez de aquel desaforado juez. Por lo menos en este caso parece que aquellos delitos no quedarán impunes. El propio Partido Republicano le ha pedido al exjuez que renuncie a su candidatura y, si no lo hace, las encuestas pronostican que perdería la elección.
A lo largo de muchos siglos, las mujeres, prácticamente en todas las culturas, han sido víctimas por el simple hecho de ser mujeres, un sexo que, en algunos casos, por cuestiones religiosas, y, en otros, por su debilidad física frente al hombre, eran las víctimas naturales de la discriminación, la marginación y la “conducta impropia” de los hombres, sobre todo en materia sexual. Por fin las cosas comienzan a cambiar, sobre todo en el mundo occidental, aunque en muchas partes de él, como América Latina, la condición de la mujer siga siendo todavía, por el machismo reinante, muy inferior a la del hombre. En otros mundos, por ejemplo en el musulmán o el africano más primitivo, las mujeres siguen siendo ciudadanos de segunda clase, objetos u animales más que seres humanos, a los que se puede encerrar en un harén o someter a mutilaciones rituales para garantizar que tendrán una conducta sexual “apropiada”. Un horror que tarda siglos de siglos en desaparecer.

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© Mario Vargas Llosa, 2017


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