Conducta impropia
MARIO VARGAS LLOSA
Desde que llegué a Estados Unidos hace una semana veo en los
diarios y los programas de noticias en la televisión usar el delicado
eufemismo “conducta impropia” para los abusos sexuales de todo orden
cometidos por productores, artistas, políticos, a quienes el testimonio
de sus víctimas está llevando a la ruina económica, el desprestigio
social y podría incluso sepultar en la cárcel.
Inició
esta estampida el caso de Harvey Wei
Desde que llegué a Estados Unidos hace una semana veo en los
diarios y los programas de noticias en la televisión usar el delicado
eufemismo “conducta impropia” para los abusos sexuales de todo orden
cometidos por productores, artistas, políticos, a quienes el testimonio
de sus víctimas está llevando a la ruina económica, el desprestigio
social y podría incluso sepultar en la cárcel.
Inició
esta estampida el caso de Harvey Weinstein, eminente y multimillonario
productor de cine, ganador de todos los premios habidos y por haber, a
quien cerca de medio centenar de mujeres, muchas de ellas jóvenes
actrices tratando de abrirse camino en Hollywood, han acusado de
aprovecharse de su poderío en esta industria para violarlas o someterlas
a prácticas indignas. Cuando algunas de sus víctimas lo amenazaban con
denunciarlo, el magnate libidinoso usaba a sus abogados para aplacarlas
con sumas de dinero a veces muy elevadas. Ahora, Weinstein se ha
refugiado en una clínica de Escocia para seguir un tratamiento destinado
a enflaquecerle la desmedida libido pero la policía y los fiscales de
Nueva York han anunciado que a su vuelta será detenido y juzgado. Entre
tanto lo han expulsado de sinnúmero de asociaciones, le han pedido que
devuelva muchos premios y, según la prensa, su ruina económica es ya un
hecho.
Parecida desventura ha vivido el actor Kevin Spacey, el malvado presidente de House of Cards
-Frank Underwood- y exdirector del Old Vic de Londres, que acosaba y
manoseaba a los muchachos que se ponían a su alcance. Más de diez
denuncias de actores o colaboradores de sus montajes teatrales, a
quienes abusó, lo han puesto en la picota. Netflix ha cancelado aquella
exitosa serie, lo han expulsado de sindicatos y colegios profesionales,
le han retirado premios, anulado contratos y se cierne sobre su cabeza
una lluvia de denuncias judiciales que podrían arruinarlo
económicamente. Él también, como Weinstein, está ahora en aquella
clínica escocesa que sosiega las libidos desorbitadas. Otros actores
famosos, como Dustin Hoffman, asoman en estos días entre los famosos de
“conducta impropia”.
Un interesante debate ha surgido con motivo de estas
denuncias y revelaciones auspiciadas por muchas asociaciones feministas y
defensoras de derechos humanos. ¿La celebridad es atenuante o agravante
de la falta cometida? Se cita el caso de Roman Polanski, el gran
director de cine polaco que, hace varias decenas de años, drogó y violó a
una niña de trece años en una casa de Hollywood –que le prestó otro
famoso actor, Jack Nicholson-, a la que había citado allí con el
pretexto de fotografiarla para una película. Descubierto, huyó a Francia
–que no tiene acuerdo de extradición con los Estados Unidos-, donde ha
proseguido una muy exitosa carrera de director de cine, coronada por
muchos premios y celebrada por los críticos, muchos de los cuales
censuran a la justicia norteamericana por perseguir con su vindicta,
después de años, a tan celebérrimo creador.
Yo, por mi parte, creo que no hay que mezclar el agua con el
aceite y que uno puede aplaudir y gozar de las buenas películas del
cineasta polaco y desear al mismo tiempo que la justicia de Estados
Unidos persiga al prófugo que, además de cometer un delito horrendo como
fue drogar y violar a una niña abusando del prestigio y poder que le
había ganado su talento, huyó cobardemente de su responsabilidad, como
si hacer buenas películas le concediera un estatuto especial y le
permitiera los desafueros por los que se sanciona a todos los demás,
esos seres anónimos sin cara y sin gloria que es el resto de la
humanidad. Se puede ser un gran creador, como Louis-Ferdinand Céline o
como el marqués de Sade, o como el propio Polanski, y una inmundicia
humana que atropella y maltrata al prójimo creyendo que su talento lo
exonera de respetar las leyes y la conducta que se exige a la “gente del
común”. Pero también es verdad que, a veces, el ser muy conocido y
figurar mucho en la prensa, despierta un curioso rencor, un
resentimiento envidioso que puede llevar a ciertos jueces o policías a
encarnizarse particularmente contra aquellos a los que, pillados en
falta, se puede humillar y castigar con más dureza que al común de los
mortales.
Por eso mismo, el talento y/o la celebridad, que, no está
demás recordarlo, no van siempre juntas, debería exigir una prudencia
mucho mayor en la conducta de aquellos que, con justicia o sin ella,
merecen o simplemente han logrado ser ensalzados y admirados por la
opinión pública. Es un asunto delicado y difícil porque la popularidad
ciega muy rápidamente a aquellos a quienes favorece –la vanidad humana,
ya sabemos, no tiene límites- y les hace creer que de este privilegio se
derivan también otros, como una moral y unas leyes que no le conciernen
ni deben aplicársele del mismo modo que a esa colectividad anónima,
hecha de bultos más que de seres humanos específicos, que los admira y
quiere y debería por lo tanto perdonarles los excesos. La verdad es que
ocurre lo contrario. Esos seres semidivinos, adorados ayer, mañana están
por las patas de los caballos y la gente los desprecia con el mismo
apasionamiento con que la víspera los envidiaba y adoraba.
Hace unas pocas horas escuché, en la televisión, a una
señora que hace cuarenta años, cuando tenía l4 años, era camarera en un
pueblecito de Alabama. Un cliente, que era juez y tenía 34 años –se
llama Roy Moore-, se ofreció a llevarla a su casa en su auto. Ella
aceptó. En el vehículo, el amable caballero se volvió una bestia, cogió
la mano de la niña y la obligó a masturbarlo, explicándole que, si se
atrevía luego a protestar y a denunciarlo, nadie le creería,
precisamente porque él era un juez y un ciudadano muy respetado en la
localidad. La jovencita nunca se atrevió a contar aquella historia,
hasta ahora; pero no la olvidó y, decía sin atreverse a levantar los
ojos, ella había sido como un gusano que día y noche había vivido con
ella royéndole la vida. Ahora, aquel juez es nada menos que el candidato
a senador por el Partido Republicano en Alabama y por lo menos cinco
mujeres han salido a la televisión a recordar abusos parecidos que
padecieron en su juventud o niñez de aquel desaforado juez. Por lo menos
en este caso parece que aquellos delitos no quedarán impunes. El propio
Partido Republicano le ha pedido al exjuez que renuncie a su
candidatura y, si no lo hace, las encuestas pronostican que perdería la
elección.
A lo largo de muchos siglos, las mujeres, prácticamente en
todas las culturas, han sido víctimas por el simple hecho de ser
mujeres, un sexo que, en algunos casos, por cuestiones religiosas, y, en
otros, por su debilidad física frente al hombre, eran las víctimas
naturales de la discriminación, la marginación y la “conducta impropia”
de los hombres, sobre todo en materia sexual. Por fin las cosas
comienzan a cambiar, sobre todo en el mundo occidental, aunque en muchas
partes de él, como América Latina, la condición de la mujer siga siendo
todavía, por el machismo reinante, muy inferior a la del hombre. En
otros mundos, por ejemplo en el musulmán o el africano más primitivo,
las mujeres siguen siendo ciudadanos de segunda clase, objetos u
animales más que seres humanos, a los que se puede encerrar en un harén o
someter a mutilaciones rituales para garantizar que tendrán una
conducta sexual “apropiada”. Un horror que tarda siglos de siglos en
desaparecer.
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© Mario Vargas Llosa, 2017
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