Ricardo Hausmann
¿Por qué vota la gente, si hacerlo es costoso y altamente improbable
que incida en el resultado de las elecciones? ¿Por qué hace uno más de
lo que debe en su trabajo?
Dos libros recientes –Identity Economics [Economía de la identidad] por el premio Nobel George Akerlof y Rachel Kranton, y The Moral Economy [La
economía moral] por Sam Bowles– indican que una silenciosa revolución
está desafiando los fundamentos de la economía, prometiendo cambios
radicales en la forma en que visualizamos numerosos aspectos de las
organizaciones, las políticas públicas, y hasta la vida social. Al igual
que con el repunte de la economía del comportamiento (que ya incluye seis premios Nobel entre
sus líderes), esta revolución emana de la psicología. Sin embargo,
mientras la economía del comportamiento se basa en la psicología
cognitiva, la revolución actual tiene sus raíces en la psicología moral.
Como es el caso con la mayor parte de las revoluciones, la actual no
está sucediendo porque, según lo estimara Thomas Huxley, bellas teorías
antiguas estén siendo destruidas por feos hechos nuevos. Hace tiempo que
sabemos de los hechos feos e inconsistentes, pero los individuos no
abandonan un esquema mental a menos que puedan sustituirlo por otro: a
la larga, son solo las teorías más nuevas y más poderosas las que dan
muerte a las bellas teorías antiguas.
Durante largo tiempo, la teoría económica aspiró a la elegancia de la
geometría euclidiana, en la cual todos los teoremas ciertos se derivan
de cinco axiomas aparentemente incontrovertibles, como la noción de que
solo hay una línea recta que conecta dos puntos en el espacio. En el
siglo XIX, los matemáticos exploraron las consecuencias de relajar uno
de esos axiomas, y descubrieron la geometría de los espacios curvos, en
la que un número infinito de líneas longitudinales puede pasar a través
de los polos de una esfera.
Los axiomas fundamentales de la economía tradicional incorporan una
visión de la conducta humana que se conoce como homo economicus: hacemos
lo que más nos gusta o lo que preferimos más, entre las opciones
factibles. Pero, ¿qué hace que deseemos o prefiramos algo?
Hace mucho tiempo que la economía postula que aquello que orienta
nuestras preferencias es exógeno a la cuestión de que se trate: de
gustibus non est disputandum, como argumentaban George Stigler y Gary
Becker. No obstante, empleando unos pocos supuestos razonables, como la
idea de que más es mejor que menos, es posible hacer muchas predicciones
sobre la forma en que las personas van a comportarse.
La revolución de la economía del comportamiento puso en duda la idea
de que formulamos estos juicios de manera acertada. En este proceso, se
sometieron a pruebas experimentales los supuestos en que se basa el homo
economicus, y se llegó a la conclusión de que eran deficientes. Pero, a
lo más, esto condujo a la idea de empujar sutilmente [nudge] a la gente
a tomar decisiones mejores, como obligarla a excluirse en lugar de
incluirse a la hora de optar por una alternativa mejor.
Es posible que la nueva revolución haya sido gatillada por un
descubrimiento incómodo que realizó la revolución anterior. Consideremos
el llamado juego del ultimátum, en el que a un participante se le da
una suma de dinero, digamos, US$100. Él debe dar parte de este dinero a
un segundo jugador. Si este acepta la oferta, ambos retienen el dinero.
Si no, ninguno de los dos recibe nada.
El homo economicus le daría US$1 al segundo jugador, quien
debería aceptar la oferta porque US$1 es mejor que cero dólares. No
obstante, a través del mundo, la gente tiende a rechazar las ofertas
inferiores a US$30. ¿Por qué?
La nueva revolución supone que cuando tomamos decisiones, no consideramos meramente cual de las opciones disponibles nos gusta más. También nos preguntamos qué deberíamos hacer.
La nueva revolución supone que cuando tomamos decisiones, no consideramos meramente cual de las opciones disponibles nos gusta más. También nos preguntamos qué deberíamos hacer.
De hecho, según la psicología moral, nuestros sentimientos morales, acerca de los cuales Adam Smith escribió su otro libro famoso, evolucionaron para regular nuestro comportamiento. Somos la especie más cooperadora de la Tierra porque
nuestros sentimientos evolucionaron para mantener la cooperación, para
poner al “nosotros” por encima del “yo”. Entre estos sentimientos se
cuentan la culpa, la vergüenza, la indignación, la empatía, la simpatía,
el miedo, la repugnancia, y todo un cóctel de otras emociones. En el
juego del ultimátum, rechazamos ofertas porque encontramos que son
injustas.
Akerlof y Kranton
proponen añadir algo simple al modelo económico convencional de la
conducta humana. Sostienen que además de los elementos egoístas típicos
que definen las preferencias, las personas se consideran parte de
“categorías sociales” con las cuales se identifican. Existe una norma o
un ideal asociado con cada una de estas categorías, por ejemplo, ser
cristiano, padre, albañil, vecino, o deportista. Y puesto que
comportarse de acuerdo al ideal produce satisfacción, la gente actúa no
solo para adquirir, sino también para llegar a ser.
Bowles demuestra que
tenemos esquemas muy diferentes para analizar situaciones. En
particular, los incentivos monetarios pueden funcionar en situaciones
semejantes a las del mercado. Sin embargo, como lo reveló el famoso estudio de las guarderías infantiles de Haifa,
la imposición de multas a quienes recogían a sus hijos con tardanza
resultó tener el efecto opuesto: si una multa es como un precio, se
puede decidir que es un precio que vale la pena pagar.
Pero sin la multa, el
llegar atrasado constituye un comportamiento descortés, grosero, o
falto de respeto en relación al personal de la guardería, el cual sería
evitado por las personas con amor propio incluso si no existieran las
multas. Desgraciadamente, en el ámbito empresarial tanto como en el
público, se ha restado importancia al énfasis en esta forma alternativa
de regular el comportamiento. En su lugar, se han derivado estrategias a
partir de la visión de que todas nuestras conductas son egoístas, de
modo que el desafío intelectual ha sido el diseño de mecanismos o
contratos “compatibles con los incentivos”, esfuerzo que también ha
sido reconocido con premios Nobel.
Sin embargo, como lo demostró George Price hace
mucho tiempo, es posible que la evolución darwiniana nos haya hecho
altruistas, por lo menos hacia quienes percibimos como miembros del
grupo que llamamos “nosotros”. Puede que la nueva revolución de la
economía dé cabida a estrategias basadas en afectar ideales e
identidades, no solo impuestos, multas y subsidios. En este proceso, tal
vez comprendamos que votamos porque es lo que los ciudadanos deberíamos
hacer, y que desempeñamos una labor excelente en nuestro trabajo porque
buscamos respeto y realización personal, no solo un aumento de sueldo.
De tener éxito, la
nueva revolución puede conducir a estrategias que nos hagan más
receptivos a los mejores ángeles de nuestra naturaleza. La ciencia
económica y nuestra visión de la conducta humana no tienen por qué ser
sombrías. Pueden llegar a ser hasta inspiradoras.
Traducción del inglés por Ana María Velasco
Publicado originalmente en Project Syndicate
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