Manipulación política de la memoria
Carlos Rodríguez Braun
El nacionalismo, igual que la izquierda,
se ha destacado en nuestro país por su descarada manipulación de la
memoria. Como observó Renan en 1882: “El olvido, e incluso aseveraría
que el error histórico, son un factor esencial en la creación de una
nación”.
Para contrarrestar esta intoxicación, es recomendable el libro de David Rieff, Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica, publicado por Debate con una excelente traducción de Aurelio Major. Dijo Jacques Le Goff:
“la memoria solo busca rescatar el pasado para servir al presente y al
futuro”, con lo que Rieff concluye: “apenas sorprende que los ejercicios
colectivos de rememoración histórica se parezcan mucho más al mito, por
un lado, y a la propaganda política, por el otro, que a la historia, al menos a la historia entendida como disciplina académica”.
Según Timothy Garton Ash, una persona sin memoria es
un niño y “una comunidad política nacional o de otra especie sin
memoria con toda probabilidad será infantil”. Para Rieff, en cambio,
“sobran las razones que respaldan el argumento contrario: en muchos
lugares del mundo no es la renuncia sino el apego a la memoria la causa
aparente de que las sociedades sean inmaduras. Y en las sociedades
acechadas por un peligro efectivo de fragmentación o algo peor invocar
determinados recuerdos a veces puede obrar el mismo efecto nada menos
que el proverbial grito de ¡fuego! en un teatro abarrotado”.
Avisa el autor con acierto del peligro de que la memoria sea “una
especie de moralidad”, con lo que conviene moverse, como dijo Todorov,
entre “la sacralización y la banalización del pasado, entre servir los
propios intereses e impartir lecciones morales a los otros”.
Por desgracia, hemos copiado a Francia, un país
donde memoria “ha adquirido un significado tan amplio e inclusivo que se
tiende a utilizarla simple y llanamente como sustituto de historia”.
Pero dado que “la apropiación de la historia por parte de la memoria es
también la apropiación de la historia por parte de la política”, el
resultado es “un mundo donde la función esencial de la memoria colectiva
es la legitimación de un criterio particular y un programa político y
social, y la deslegitimación de los opositores ideológicos”.
Al poner la ley al servicio de la historia ignoramos que la llamada
memoria de algo no es lo que la gente recuerda sino “la rememoración
colectiva de gente que no lo presenció, sino que le fue transmitido por
crónicas familiares o, más probablemente en esta era de la aceleración, a
través de intermediarios como el Estado”.
Hemos visto en España repetidamente esta “sospechosa
pretensión intelectual, en tanto que libera a los que se creen
agraviados de discernir entre los que en verdad los han agraviado y los
que nada hicieron, o no hicieron lo suficiente, para prevenir que el
agravio sucediera, y una pretensión peligrosa, social y políticamente, a
pesar de sus buenas intenciones”. Y qué diríamos de las malas.
Este artículo fue publicado originalmente en La Razón (España) el 14 de noviembre de 2017.
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